Dorothy Sayers - Los nueve sastres

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La noche de fin de año, Peter Wimsey sufre un accidente de coche y se ve obligado a pernoctar en Fenchurch St. Paul, donde el párroco de la aldea le ofrece alojamiento. Muchos de los aldeanos han enfermado a causa de una fuerte gripe, entre ellos el campanero, de modo que Wimsey se ofrece a cubrir su puesto esa noche.
Meses después, fallece el marido de una de las víctimas de la epidemia. Durante el entierro, descubren un cadáver sin identificar y Wimsey se verá implicado en la investigación de este desconcertante hallazgo, que oculta mucho más de lo que en principio aparenta.
Las historias de lord Wimsey se publicaron entre 1920 y 1940 y relatan las aventuras del hermano menor del duque de Denver, Peter Wimsey. En algún momento previo a las primeras novelas, Wimsey empezó a investigar crímenes como aficionado; ahora, la policía (especialmente el inspector Parker) valora su colaboración y lo considera un competente sabueso. Los nueve sastres es uno de los libros más conocidos de la serie de lord Peter.

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– Pero no sé a quién enviar -se quejó-. De todos modos nos saldrá muy caro. Y además está el idioma. Blundell, ¿usted habla francés?

El comisario se rió.

– Bueno, señor; lo que se dice hablarlo, no. Podría pedir un poco de comida en un estaminet , y quizá hasta insultar al garçon. Pero interrogar a testigos… eso es diferente.

– Yo no puedo ir -dijo el jefe de policía, muy seco y serio, como si quisiera anticiparse a la sugerencia que nadie se había atrevido a formular-. Ni hablar. -Empezó a golpear la mesa con las puntas de los dedos y miró por encima de la cabeza del comisario Blundell a los grajos sobrevolando los olmos del fondo del jardín-. Blundell, ha hecho todo lo que ha podido, pero creo que será mejor que cerremos el caso y se lo pasemos a Scotland Yard. Quizá deberíamos haberlo hecho antes.

El señor Blundell parecía disgustado. Lord Peter Wimsey, que lo había acompañado, aparentemente por si necesitaban ayuda para traducir la carta del commissaire pero que, en realidad, estaba allí porque no quería perderse nada, tosió levemente.

– Podría confiarme la investigación a mí, señor -murmuró-. Podría viajar a Francia inmediatamente pagándomelo yo, claro -añadió, insinuante.

– Me temo que sería algo irregular -dijo el jefe de policía, con el tono de alguien que sólo necesita una insinuación.

– Soy más de confianza de lo que parezco, se lo digo de verdad -dijo Wimsey-. Y el francés se me da de maravilla. ¿No podría aceptarme como un agente especial o algo así? ¿Con un pequeño brazalete y una porra? ¿O la interrogación de los testigos no forma parte de las obligaciones de un agente especial?

– No -dijo el jefe de policía-. Aun así… -prosiguió-. Aun así… Supongo que podría hacer la vista gorda. Además -añadió mirando a Wimsey-, supongo que irá de todos modos.

– No hay nada que me impida realizar una visita privada a los campos de batalla -dijo Wimsey-. Y, por supuesto, si me encuentro con uno de mis viejos amigos de Scotland Yard por allí, posiblemente me uniré a él en la investigación. Aunque realmente creo que, en estos difíciles momentos, deberíamos utilizar el erario público, ¿no cree, señor?

El jefe de policía se quedó pensativo. No tenía ningunas ganas de llamar a Scotland Yard. Pensaba que un oficial de Scotland Yard sólo es un estorbo oficioso. Accedió. Al cabo de dos días, Wimsey era cordialmente recibido por monsieur le commissaire Rozier. Un caballero que mantiene des relations intimes con la Sûreté de París y que, además, habla un francés perfecto, tiene muchas posibilidades de que los commissaires de pólice lo reciban con honores. Monsieur Rozier sacó una botella de un vino excelente, animó a su invitado a que se sintiera como en su casa y empezó a relatar su historia.

– No me sorprende en absoluto recibir una orden de investigación relativa al marido de Suzanne Legros. Es evidente que en todo esto hay un misterio por desvelar. Durante diez años me he dicho: «Aristide Rozier, llegará el día que tus premoniciones sobre el supuesto Jean Legros se verán justificadas». Y presiento que ese día ha llegado, y me alegro de haberlo predicho.

– Evidentemente -repuso Wimsey-, usted, monsieur le commissaire, es muy inteligente y perspicaz.

– Para que le queden las cosas claras, me veo obligado a retroceder hasta el verano de 1918. ¿Usted ha servido en el Ejército inglés? ¡Ah! Entonces recordará la retirada de las tropas del Mame en julio. ¡Quelle historie sanglante! En aquella ocasión, las tropas en retirada huyeron sin orden ni concierto a través del Mame y pasaron por la localidad de C…y, situada junto a la orilla izquierda del río. Verá, milord, el propio pueblo esquivó cualquier bombardeo, porque estaba detrás de la línea de las trincheras. En ese pueblo vivía el viejo Pierre Legros con su nieta Suzanne. El pobre tenía ochenta años y se negó a abandonar su hogar. Su nieta, que entonces tenía veintisiete años, era una chica fuerte y robusta que, sin la ayuda de nadie, mantuvo la granja en un orden relativo durante los años que duró el conflicto. Su padre, su hermano y su prometido habían muerto en la guerra.

»Unos diez días después de aquella retirada, se supo que Suzanne Legros y su abuelo tenían un huésped en la granja. Ya sabe, los vecinos habían empezado a hablar y el reverendo Abbé Latouche, que en paz descanse, creyó que era su deber informar a las autoridades. Como comprenderá, yo no ocupaba el cargo entonces, estaba en el Ejército, pero mi predecesor, monsieur Dubois, tomó cartas en el asunto. Descubrió que en la granja alojaban a un hombre enfermo y herido. Había recibido restos de metralla en la cabeza y tenía otras heridas en el cuerpo. Cuando monsieur Dubois interrogó a Suzanne Legros y a su abuelo, contaron una historia bastante singular. Ella dijo que, la segunda noche después de que el Ejército en retirada pasara por el pueblo, fue a un cobertizo que había un poco alejado de la casa y que allí se encontró con un hombre herido y ardiendo de fiebre, tapado sólo por la ropa interior y con un rudo vendaje en la cabeza. Iba sucio y lleno de sangre por todas partes y la ropa estaba llena de barro y algas como si hubiera estado en el río. Al final, con la ayuda de su abuelo, lo llevaron hasta la casa y allí le lavó las heridas y lo cuidó lo mejor que pudo. La granja está a un par de kilómetros de lo que es el pueblo en sí, y no tenía a nadie a quien enviar a buscar ayuda. Al principio, dijo ella, el hombre deliró en francés sobre los incidentes de la batalla, pero luego cayó en un profundo letargo del que ella no pudo sacarlo. Cuando el reverendo y el commissaire fueron a verlo, se lo encontraron estirado en la cama inerte, inconsciente y con la respiración agitada. Ella les enseñó la ropa que llevaba el día que lo había encontrado: camiseta, calzones, calcetines y camisa del Ejército, todo roto. Ni uniforme, ni botas, ni placa de identificación ni papeles. Parecía evidente que había tenido que cruzar el río a nado durante la retirada, y eso justificaría la falta de botas, uniforme y macuto. Parecía tener treinta y cinco o cuarenta años y la primera vez que lo habían visto las autoridades llevaba una espesa barba oscura de varias semanas.

– Entonces, ¿se había afeitado?

– Eso parece, milord. Llamaron a un doctor del pueblo para que lo examinara y dijo que sólo tenía una herida grave en el cerebro producida por el golpe en la cabeza. Les dijo que iría mejorando. Sólo era un joven estudiante con poca experiencia que había sido rechazado por el Ejército por tener una salud precaria. Ya está muerto. Al principio, pues, sólo tenían que esperar que el hombre se recuperara para saber quién era. Sin embargo, cuando al cabo de tres semanas más de estar en coma, fue recuperando lentamente la consciencia, descubrieron que había perdido la memoria y, temporalmente, también el habla. Fue recuperando la capacidad de hablar gradualmente, aunque durante un tiempo sólo pudo expresarse con farfullos y con muchas pausas. Al parecer, había lesiones en los centros de locución del cerebro. Cuando estuvo en condiciones de comprender y hacerse entender, lógicamente lo interrogaron. Sus respuestas se reducían a que tenía la mente en blanco. No recordaba nada de su pasado, nada de nada. No sabía cómo se llamaba, dónde había nacido, no recordaba nada de la guerra. Para él, su vida empezaba en la granja de C…y.

Monsieur Rozier hizo una pausa, mientras Wimsey no salía de su asombro.

– Bueno, milord, comprenderá que era necesario informar inmediatamente a las autoridades. Lo visitaron una serie de oficiales, aunque ninguno lo reconoció, y su retrato y sus medidas se distribuyeron entre los ejércitos sin ningún resultado. Al principio, creyeron que era un soldado inglés, o incluso alemán, y eso no era demasiado agradable. Sin embargo, Suzanne declaró que, cuando lo encontró, deliraba en francés y, además, la ropa que llevaba encima era francesa. Aun así, enviaron su descripción al Ejército inglés, sin éxito, y, cuando se firmó el Armisticio, las investigaciones se ampliaron a Alemania. Aunque en Alemania tampoco sabían nada de él. Naturalmente, todas estas investigaciones llevaron algún tiempo, porque los alemanes estaban en plena revolución, como ya debe saber, y todo estaba patas arriba. Mientras tanto, el hombre en cuestión tenía que vivir en algún lugar. Lo llevaron al hospital, a varios hospitales, para que los psicólogos lo examinaran, pero no podían hacer nada. Intentaron tenderle trampas, como usted comprenderá. De repente le gritaban órdenes en inglés, francés o alemán, creyendo que mostraría alguna reacción automática. Pero no consiguieron nada. Parecía que había olvidado la guerra por completo.

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