– ¡Un desgraciado con suerte! -comentó Wimsey, con franqueza.
– Je suis de votre avis. Sin embargo, una reacción, por pequeña que fuera, hubiera bastado. El tiempo pasó y él no mostraba mejoría. Nos lo devolvieron. Usted ya sabe, milord, que es imposible repatriar a un hombre que no tiene nacionalidad. Ningún país lo aceptaría. Nadie quería a ese desgraciado excepto Suzanne Legros y su bon-papa. Ellos necesitaban a un hombre para trabajar en la granja y este tipo, aunque había perdido la memoria, había recuperado la fuerza física y estaba bien dotado para este tipo de trabajos. Además, la chica le había tomado cariño. Ya sabe cómo funcionan las mujeres. Cuando cuidan a un hombre, lo ven como a un hijo. El viejo Pierre Legros pidió que le dejaran adoptar a ese hombre como su hijo. Tuvieron muchos contratiempos, que voulez-vous? Pero, en fin, como algo tenían que hacer con él, y como era tranquilo, pacífico y no daba problemas, aceptaron la solicitud. Lo adoptaron con el nombre de Jean Legros y le hicieron los papeles de identificación. Los vecinos empezaron a acostumbrarse a él, aunque había un tipo, que tenía pensado casarse con Suzanne, que lo rechazaba y lo llamaba «alemán», pero Jean le dio una paliza una noche en el estaminet y, desde entonces, nadie volvió a pronunciar la palabra «alemán». Entonces, al cabo de unos años, se supo que Suzanne tenía la intención de casarse con él. El viejo reverendo se opuso porque dijo que no se sabía si ese hombre ya estaba casado. Pero el viejo reverendo murió y el que vino nuevo no sabía casi nada de esta historia. Además, Suzanne ya se había quitado el sombrero en el molino. La naturaleza humana, milord, es la naturaleza humana. Las autoridades se lavaron las manos; era mejor regularizar la situación. Así que Suzanne Legros se casó con el tal Jean y ahora su hijo mayor tiene nueve años.
Desde entonces no ha habido más problemas, sólo que lean sigue sin recordar nada de su pasado.
– En su carta decía que Jean ha desaparecido -dijo Wimsey.
– Hace cinco meses, milord. Dicen que está en Bélgica comprando cerdos o reses o qué sé yo. Pero no ha escrito ni una carta y su mujer está preocupada. ¿Cree que tiene alguna información sobre él?
– Bueno -respondió Wimsey-, tenemos un cadáver. Y tenemos un nombre. Pero si el tal Jean Legros se ha portado tal y como usted dice, entonces no es su nombre, aunque puede ser su cadáver. El hombre que nosotros buscamos estaba en la cárcel en 1918 y volvió a la cárcel unos años más tarde.
– ¡Ah! Entonces, ¿ya no está interesado en Jean Legros?
– Al contrario. Estoy muy interesado en él. Todavía tenemos el cadáver.
– À la bonne heure -dijo alegremente monsieur Rozier-. Un cadáver siempre es algo. ¿Tiene alguna fotografía? ¿Medidas? ¿Marcas de identificación?
– La fotografía serviría de poco, porque cuando lo encontramos hacía cuatro meses que estaba enterrado y le habían destrozado la cara a golpes. Además, le habían cortado las manos a la altura de las muñecas. Pero tenemos sus medidas y dos informes médicos. En el último, que acabamos de recibir de un experto de Londres, aparece que en la cabeza tiene la marca de una vieja cicatriz, además de las que le infligieron cuando murió.
– ¡Ajá! Eso puede ser una confirmación. Entonces, al hombre desconocido lo mataron a golpes, ¿verdad?
– No -dijo Wimsey-. Todos los golpes en la cabeza se los infligieron después de matarlo. La opinión del experto confirma la del cirujano de la policía en este punto.
– Entonces, ¿de qué murió?
– Ése es el misterio. No hay ninguna señal de una herida mortal, o de veneno, o de estrangulamiento o de enfermedad. El corazón estaba perfecto, los intestinos muestran que no murió de hambre, es más, estaba bien alimentado e incluso había comido algo horas antes de morir.
– Tiens! ¿Una apoplejía?
– Es posible. Verá, el cerebro estaba algo putrefacto. Es difícil decirlo con seguridad, pero hay algunas señales que indican que pudo haberse producido un derrame cerebral. Aunque comprenderá que, si ese hombre murió de una apoplejía súbita, no había ninguna necesidad de enterarlo.
– Perfectamente. Tiene razón. Vayamos, entonces, a la granja de los Legros.
La granja era pequeña y no parecía estar atravesando una buena temporada. Las vallas rotas, los cobertizos medio derribados y los campos descuidados hablaban de los pocos medios de la familia y de la falta del trabajo necesario. Los recibió la dueña de la casa. Era una mujer robusta y fuerte de unos cuarenta años y llevaba a un bebé de nueve meses en los brazos. Cuando vio al commissaire y al agente que lo acompañaba, se reconoció una mirada de alarma en los ojos. Otro momento y esa mirada había dejado paso a la expresión de obstinación de mula que nadie puede conseguir a propósito mejor que los campesinos franceses.
– ¿Monsieur le commissaire Rozier?
– El mismo, madame. Este caballero es milord Vainsé, que ha viajado desde Inglaterra para hacer unas averiguaciones. ¿Podemos entrar?
Les dio permiso, aunque cuando escuchó la palabra «Inglaterra» la mirada de alarma volvió a sus ojos; y ninguno de los dos hombres la pasaron por alto.
– Su marido. Madame Legros -dijo el commissaire yendo directo al grano- está ausente de casa. ¿Desde cuándo?
– Desde diciembre, monsieur le commissaire.
– ¿Dónde está?
– En Bélgica.
– ¿En qué parte de Bélgica?
– En Dixmunde, supongo, monsieur.
– ¿Supone? ¿No lo sabe? ¿No ha recibido ninguna carta?
– No, monsieur.
– ¡Qué extraño! ¿Por qué fue a Dixmunde?
– Monsieur, le había parecido recordar que su familia quizá vivía en Dixmunde. Usted sabrá, seguro, que perdió la memoria. Eh, bien! Un día, en diciembre, me dijo: «Suzanne pon un disco en el tocadiscos». Puse el disco de una gran diseuse que recita Le Carrillon, un poema de Verhaeren, con música. C'est un morceau très impressionant. En ese instante, cuando mencionaba una y otra vez el estribillo, mi marido gritó: «¡Dixmunde! ¿Hay una ciudad que se llama Dixmunde en Bélgica?». «Pues claro», le contesté yo. Y él me dijo: «¡Pues ese nombre me dice algo! Suzanne, estoy convencido de que mi querida madre vive en Dixmunde. No descansaré hasta que haya ido a Bélgica a buscar a mi querida madre». Monsieur le commissaire , hacía caso omiso a todos mis ruegos. Se fue, se llevó nuestros pequeños ahorros, y no he sabido nada más de él desde entonces.
– Histoire très touchante -dijo el commissaire con sequedad-. La compadezco, de verdad, madame. Pero no me creo que su marido sea belga, porque no hubo tropas belgas en la tercera batalla del Marne.
– No importa, monsieur, quizá su padre se casó con una belga. Puede que tenga familia en Bélgica.
– C'est vrai. ¿No le dejó ninguna dirección?
– Ninguna, monsieur. Dijo que escribiría cuando llegara.
– ¡Ah! ¿Y cómo se fue? ¿En tren?
– Sí, monsieur.
– ¿Y usted no ha hecho ninguna investigación? ¿Preguntarle al alcalde Dixmunde, por ejemplo?
– Monsieur, entienda que ya estaba suficientemente avergonzada. No sabría ni por dónde empezar a preguntar.
– Y la policía, ¿para qué estamos? ¿Por qué no acudió a nosotros?
– Monsieur le commissaire , no sabía… no podía imaginar… cada día me decía: «Escribirá mañana», y esperaba, et enfin…
– Et enfin… no se le ocurrió informarse. C'est bien remarquable. ¿Qué le hizo pensar que su marido estaba en Inglaterra?
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