Dorothy Sayers - Los nueve sastres

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La noche de fin de año, Peter Wimsey sufre un accidente de coche y se ve obligado a pernoctar en Fenchurch St. Paul, donde el párroco de la aldea le ofrece alojamiento. Muchos de los aldeanos han enfermado a causa de una fuerte gripe, entre ellos el campanero, de modo que Wimsey se ofrece a cubrir su puesto esa noche.
Meses después, fallece el marido de una de las víctimas de la epidemia. Durante el entierro, descubren un cadáver sin identificar y Wimsey se verá implicado en la investigación de este desconcertante hallazgo, que oculta mucho más de lo que en principio aparenta.
Las historias de lord Wimsey se publicaron entre 1920 y 1940 y relatan las aventuras del hermano menor del duque de Denver, Peter Wimsey. En algún momento previo a las primeras novelas, Wimsey empezó a investigar crímenes como aficionado; ahora, la policía (especialmente el inspector Parker) valora su colaboración y lo considera un competente sabueso. Los nueve sastres es uno de los libros más conocidos de la serie de lord Peter.

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– ¿En Inglaterra, monsieur?

– En Inglaterra, madame. Le escribió bajo el nombre de Paul Sastre, ¿no es cierto? A la ciudad de Valbesch en el condado de Laincollone. -El commissaire se lució en la traducción de los nombres de estos lugares bárbaros-. Le escribió allí bajo el nombre de Paul Sastre. Voyons, madame, voyons, y ahora me dice que cree que todo este tiempo ha estado en Bélgica. Supongo que no negará que ésta es su letra, ¿no? ¿O que éstos son los nombres de sus hijos? ¿O lo de la muerte de la vaca parda? ¿No imaginará que puede resucitarla?

– Monsieur…

– Hablemos claro, madame. Usted ha estado mintiendo a la policía durante todos estos años, ¿no es cierto? Sabía perfectamente que su marido no era belga sino inglés, que se llamaba Paul Sastre y que jamás había perdido la memoria. ¿Cree que puede burlarse de la policía de ese modo? Le garantizo, madame, que a partir de ahora se lo va a tomar muy en serio. Ha falsificado documentación, ¡eso es un delito!

– Monsieur, monsieur…

– ¿Esta carta es suya?

– Monsieur, no puedo negarlo, puesto que la ha encontrado.

– Bueno, al menos admite lo de la carta. Oiga, ¿qué significa esto de caer en manos de las autoridades militares?

– No lo sé, monsieur. Mi marido…; monsieur, se lo ruego, dígame dónde está.

El commissaire Rozier hizo una pausa y miró a Wimsey, que dijo:

– Madame, tememos mucho que su marido esté muerto.

– Ah, mon dieu! Je le savais bien. Si estuviera vivo, me hubiera escrito.

– Si nos ayuda diciéndonos toda la verdad sobre su marido, entonces seremos capaces de identificarlo.

La mujer se quedó mirándolos, primero a uno y luego al otro. Al final se dirigió a Wimsey.

– Milord, ¿no me está tendiendo una trampa? ¿Está seguro de que mi marido está muerto?

– Bueno, bueno -dijo el commissaire -. Eso no cambia nada. Debe decirnos la verdad, o será peor para usted.

Wimsey abrió la maleta que había traído con él y de ahí sacó la ropa interior que habían encontrado con el cadáver.

– Madame, no sabemos si el hombre que llevaba esto es su marido, pero le juro por mi honor que el hombre que lo llevaba está muerto.

Suzanne Legros cogió la ropa y la acarició con esos dedos cansados de trabajar cada remiendo y cada zurcido. Entonces, como si al ver esa ropa se le hubiera roto algo en su interior, se sentó en una silla, hundió la cabeza entre las prendas y empezó a llorar.

– ¿Lo reconoce? -le preguntó el comissaire suavemente.

– Sí, es de mi marido. Yo misma se lo cosí. Entonces… está muerto.

– En ese caso -dijo Wimsey-, no puede perjudicarle en modo alguno hablando con nosotros.

Cuando Suzanne Legros se recuperó un poco, dio su declaración y el commissaire hizo entrar a un agente para 1que tomara nota a mano.

– Es cierto que mi marido no era francés ni belga. Era inglés. Pero también es cierto que lo hirieron en la retirada de 1918. Llegó a la granja una noche. Había perdido mucha sangre y estaba agotado. También estaba terriblemente nervioso, pero no es cierto que perdió la memoria. Me imploró que lo ayudara y lo escondiera porque no quería luchar más. Lo cuidé hasta que estuvo bien y entonces acordamos la historia que explicaríamos.

– Fue deshonroso, madame, acoger a un desertor.

– Lo sé, monsieur, pero póngase en mi posición. Mi padre había muerto, a mis dos hermanos los habían matado y no tenía a nadie que me ayudara en la granja. Jean-Marie Picard, el chico que se iba a casar conmigo, también había muerto. Quedaban muy pocos hombres en Francia y la guerra había durado tanto. Además, monsieur, me enamoré de Jean. Estaba desquiciado. No podía seguir en el frente.

– Podría haber acudido a su unidad y pedir la baja por enfermedad -dijo Wimsey.

– Pero, entonces -dijo Suzanne-, lo habrían enviado a Inglaterra y nos habrían separado. Además, los ingleses son muy estrictos. Quizá lo habrían considerado un cobarde y lo habrían matado.

– Eso parece ser que es lo que le hizo creer a usted -dijo monsieur Rozier.

– Sí, monsieur. Lo creía, y él también. Así que decidimos que fingiría que había perdido la memoria y, como su acento francés no era demasiado bueno, planeamos decir que la lesión le había afectado al habla. Después quemé su uniforme y su documentación.

– ¿Quién se inventó la historia, usted o él?

– El, monsieur. Era muy listo. Pensó en todo.

– ¿También en el nombre?

– También.

– ¿Y cuál era su nombre real?

Ella se quedó dudando un momento.

– Quemé su documentación y nunca me dijo nada sobre su verdadera identidad.

– No sabe cómo se llamaba. Entonces, Sastre no era su apellido real, ¿no?

– No, monsieur. Adoptó ese nombre cuando volvió a Inglaterra.

– ¡Ahí ¿Y a qué fue a Inglaterra?

– Monsieur, éramos muy pobres, y Jean dijo que tenía algunos bienes en Inglaterra que podía vender por una buena cantidad de dinero, aunque deseaba poder realizar la operación sin ser reconocido. Porque, claro, si lo reconocían, lo matarían por desertor.

– Pero, después de la guerra, se firmó una amnistía general para los desertores.

– En Inglaterra no, monsieur.

– ¿Se lo dijo él? -preguntó Wimsey.

– Sí, milord. De modo que era sumamente importante que nadie lo reconociera cuando fuera a buscar sus bienes. Había otros problemas que no me explicó sobre vender los bienes, no sé de qué se trataba, y que necesitaba la ayuda de un amigo. Así que le escribió y recibió una respuesta.

– ¿Tiene la carta?

– No, monsieur. La quemó sin dejármela ver. Su amigo le pedía algo, no lo entendí demasiado bien, pero era algo de una garantía, creo. Al día siguiente, Jean se encerró en su habitación durante varias horas para escribir la respuesta a esa carta, pero tampoco me la dejó ver. Entonces su amigo le volvió a escribir y le dijo que podía ayudarlo, aunque no debía mencionarse el nombre de Jean, ni el suyo ni el apellido Legros. Así que escogió el nombre de Paul Sastre, y la verdad es que cuando se le ocurrió la idea se hizo un buen hartón de reír. Entonces su amigo le envió documentación con el nombre de Paul Sastre, un ciudadano inglés. Yo misma la vi. Había un pasaporte con fotografía; no se parecía demasiado a mi marido, pero él dijo que no prestarían demasiada atención. Es lo que pasaba con la barba.

– Cuando conoció a su marido, ¿llevaba barba?

– No, iba afeitado, como todos los ingleses. Pero, claro, mientras estuvo enfermo le creció la barba. Lo cambió mucho, porque tenía una barbilla muy pequeña, y con la barba parecía mayor. Jean no se llevó ninguna maleta; dijo que compraría ropa en Inglaterra, porque así volvería a parecer un hombre inglés.

– ¿Y usted no sabe nada de esos bienes que él quería vender?

– Nada, monsieur.

– ¿Eran tierras, seguros, objetos de valor?

– No sé nada, monsieur. Se lo solía preguntar a Jean, pero jamás me dijo nada.

– ¿Y espera que nos creamos que no sabe el nombre real de su marido?

Se volvió a quedar dubitativa.

– No, monsieur, no lo sé. Es cierto que lo vi en su documentación, pero la quemé y ya no lo recuerdo. Creo que empezaba por C y, si lo volviera a ver escrito, me acordaría.

– ¿Cranton? -preguntó Wimsey.

– No, no creo que fuera eso, pero no se lo puedo decir exactamente. Cuando pudo hablar, me dijo que le diera su documentación y yo le pregunté cómo se llamaba, ya que no podía pronunciarlo por tratarse de un nombre inglés bastante difícil, y él me dijo que no podía decírmelo, pero que podía llamarlo como quisiera. Así que lo llamé Jean, que era el nombre de mi fiancé , que murió en la guerra.

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