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P. James: La Sala Del Crimen

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P. James La Sala Del Crimen

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El cuerpo calcinado de una de las personas más estrechamente vinculadas a un pequeño museo privado es el origen de esta nueva investigación de Adam Dalgliesh. La entidad dedicada al período de entreguerras, acoge, además de obras de arte, biblioteca y archivo una inquietante Sala del Crimen donde estudiar los sucesos más sonados de la época, uno de los cuales presenta extrañas semejanzas con el caso en que se ocupa Dalgliesh.

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La Sala del Crimen era grande, de al menos nueve metros de largo, y estaba bien iluminada por tres lámparas colgantes, pero para Dalgliesh la impresión inmediata fue de oscuridad claustrofóbica, pese a las dos ventanas orientadas al este y la única ventana orientada al sur. A la derecha de la ornamentada chimenea había una segunda puerta; era sencilla y sin duda permanecía siempre cerrada, pues carecía de pomo o tirador.

Había vitrinas en todas las paredes, y debajo de ellas, estantes para libros relacionados -o al menos eso cabía suponer- con los casos que se exponían, así como cajones con documentos e informes relevantes. Encima de las vitrinas había hileras de fotografías en blanco y negro y sepia, muchas de ellas ampliadas, algunas obviamente originales y abiertamente explícitas. La impresión era la de un cottage de sangre y rostros inertes, de asesinos y víctimas unidos en la muerte, con la mirada fija en el vacío.

Dalgliesh y Ackroyd recorrieron la estancia sin separarse. Allí, expuestos, ilustrados y examinados, estaban los casos de asesinato más famosos de los años de entreguerras. Los nombres, las caras y los hechos acudían en ráfagas a la memoria de Dalgliesh. William Herbert Wallace, más joven, sin duda, que en la fecha del juicio, una cabeza poco memorable pero no desagradable, que surgía de un cuello de camisa alto y almidonado, con la corbata anudada como una soga, la boca entreabierta bajo el bigote, los ojos de expresión afable tras unas gafas de montura metálica. Junto a ésa había otra fotografía de periódico en la que aparecía estrechándole la mano a su abogado tras la apelación. Junto a él estaba su hermano; ambos eran bastante más altos que cualquier otra persona del grupo, Wallace un tanto encorvado. Para la experiencia más terrible de su vida se había vestido con cuidado. Llevaba un traje oscuro y el mismo cuello de camisa alto y la corbata estrecha. El pelo ralo, con la raya escrupulosamente en medio, relucía de tanto cepillarlo. Era un rostro en cierto modo típico del burócrata meticuloso y concienzudo en exceso, tal vez no el de un hombre al que las amas de casa, haciendo uso de su asignación semanal, invitasen a entrar a charlar un rato y tomar una taza de té.

– Y aquí tenemos a la hermosa Marie-Marguerite Fahmy -anunció Ackroyd-, que mató de un tiro a su marido, un playboy egipcio, en el hotel Savoy, nada más y nada menos, en 1923. El caso es famoso por la defensa que hizo Edward Marshall Hall, quien puso punto final al juicio de una manera sorprendente apuntando al jurado con el arma del crimen para luego dejarla caer con un ruido sordo mientras exigía un veredicto de inocencia. Ella lo mató, por supuesto, pero gracias a Hall logró librarse de la condena. También pronunció un discurso censurablemente racista en el que sugería que las mujeres que se casan con los que denominó «orientales» podían esperar la clase de trato que ella había recibido de su marido. Hoy en día tendría problemas con el juez y la prensa. Una vez más, jovencito, estamos ante un crimen típico de su tiempo.

– Pensaba que tenías en cuenta para tu tesis la comisión del crimen, no el funcionamiento del sistema de justicia criminal de la época.

– Tengo en cuenta todas las circunstancias. Y he aquí otro ejemplo de una defensa victoriosa, el famoso crimen del baúl de Brighton, de 1934. Se supone que éste, mi querido Adam, es el baúl original en el que Tony Mancini, un camarero de veintiséis años que ya había cumplido condena por robo, metió el cadáver de su amante, una prostituta llamada Violette Kaye. Se trataba del segundo crimen del baúl de Brighton; el primer cadáver, el de una mujer a la que le faltaban la cabeza y las piernas, había sido encontrado en la estación de tren de Brighton once días antes. Nunca llegaron a detener a nadie por ese asesinato. Juzgaron a Mancini en el tribunal del condado de Lewes en diciembre y Norman Birkett realizó una defensa brillante. De hecho, le salvó la vida a Mancini. El jurado emitió un veredicto de inocencia, pero en 1976 Mancini confesó. Este baúl parece ejercer una atracción morbosa sobre los visitantes del museo.

No ejerció ninguna atracción morbosa sobre Dalgliesh, quien de pronto sintió la necesidad de mirar al mundo exterior y se acercó a una de las dos ventanas del ala este. Debajo, en mitad de una serie de árboles jóvenes, había un cobertizo de madera y, menos de diez metros más allá, un jardincillo regado mediante un aspersor. El chico que había visto en la entrada se estaba lavando las manos, que a continuación se secó restregándolas contra los costados de los pantalones. En ese momento, Ackroyd lo llamó, ansioso por enseñarle su último caso.

Tras conducir a Dalgliesh hasta la segunda de las vitrinas, dijo:

– El crimen del coche en llamas, en 1930. Sin duda, es un candidato idóneo para mi artículo. Tienes que haber oído hablar de él: Alfred Arthur Rouse, un viajante de comercio de treinta y siete años que vivía en Londres. Era un mujeriego compulsivo. Aparte de cometer bigamia, se supone que sedujo a unas ochenta mujeres en el transcurso de sus viajes. En un momento dado, necesitaba desaparecer de forma permanente, a ser posible que lo dieran por muerto, de modo que el 6 de noviembre recogió a un vagabundo y en una carretera solitaria de Northamptonshire lo mató, lo roció con gasolina, prendió fuego al coche y se largó. Por desgracia para él, dos jóvenes que caminaban de regreso a casa hacia su pueblo lo vieron y le preguntaron por el incendio. Él siguió su camino sin detenerse a hablar con ellos y les gritó: «Parece que alguien ha encendido una hoguera.» Ese encuentro ayudó a que lo detuvieran. Si se hubiese escondido en la cuneta y hubiera dejado que los jóvenes pasaran de largo, tal vez se habría salido con la suya.

– ¿Y qué es lo que hace a este crimen propio de su época? -preguntó Dalgliesh.

– Rouse había participado en la guerra, donde había sufrido heridas en la cabeza. Su comportamiento en la escena del crimen y durante el juicio fue excepcionalmente estúpido. Considero a Rouse una víctima de la Primera Guerra Mundial.

«Es posible que lo hiera», pensó Dalgliesh. Sin duda su comportamiento tras el asesinato y su extraordinaria arrogancia en el estrado habían contribuido más que el fiscal a ponerle la soga al cuello. Habría sido interesante conocer el contenido de su hoja de servicios durante la contienda y las circunstancias en que había resultado herido. Pocos de los hombres que habían servido durante mucho tiempo en Flandes habían regresado a casa en condiciones de completa normalidad.

Dejó a Ackroyd con sus pesquisas y se fue en busca de la biblioteca, que estaba en el lado oeste de la misma planta. Se trataba de una sala rectangular con dos ventanas que daban al aparcamiento y una tercera con vistas al camino de entrada. Las paredes estaban cubiertas de librerías de caoba con tres salientes y en el centro de la estancia había una mesa alargada. Encima de una mesita más pequeña ubicada junto a la ventana había una fotocopiadora con un cartel que anunciaba que cada fotocopia costaba diez peniques. Al lado de la máquina estaba sentada una mujer de edad que escribía etiquetas para los objetos exhibidos. En la sala no hacía frío, pero la mujer llevaba bufanda y mitones. Cuando entró Dalgliesh, se dirigió a él con voz dulce y educada:

– Algunas de las vitrinas están cerradas, pero tengo la llave si desea consultar los libros. Los ejemplares del Times y otros periódicos se encuentran en el sótano.

A Dalgliesh le costó un poco dar con la respuesta adecuada: como aún le quedaba por ver la sala de pintura, no tenía tiempo de examinar los libros con tranquilidad, pero no quería que su presencia allí pareciese arbitraria o fruto de un capricho.

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