P. James - La Sala Del Crimen
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– Sí -respondió Dalgliesh-, ya lo había oído. Se llamaba Parry, ¿verdad? Pero él también está muerto. No vas a resolver el crimen ahora, Conrad. Y pensaba que lo que te interesaba no era la solución del crimen sino la relación de éste con su época.
– Uno acaba interesándose cada vez más por todo, jovencito. Aun así, tienes razón. No debo permitirme el lujo de desviarme de mi campo de investigación. No te preocupes si has de marcharte. Sólo voy a ir a la biblioteca a hacer unas fotocopias y me quedaré por aquí hasta las cinco, cuando cierran. La señorita Godby ha tenido la amabilidad de ofrecerse a llevarme en coche hasta la estación de metro de Hampstead. En el interior de ese formidable pecho late un corazón de oro.
Al cabo de unos minutos, Dalgliesh ya estaba conduciendo, absorto en cuanto había visto. Aquellos años de entreguerras en los que Inglaterra, cuya memoria estaba marcada por los horrores de Flandes y una generación perdida, había ido saliendo adelante a duras penas rayando el deshonor para enfrentarse y superar un peligro mayor. Habían sido dos décadas de extraordinarios cambios sociales. Pese a todo, se preguntó por qué a Max Dupayne le habían parecido tan fascinantes como para dedicar su vida a dejar constancia de ellos; a fin de cuentas, era su propia época la que estaba conmemorando. Había comprado primeras ediciones de la literatura de ficción y conservado los periódicos y las revistas según iban publicándose. «Con estos fragmentos he apuntalado mis ruinas.» ¿Era ésa la razón? ¿Acaso era a sí mismo a quien necesitaba inmortalizar? ¿Constituía aquel museo, fundado por él y en su nombre, su limosna personal para con el olvido? Quizás en ello residía la atracción de todos los museos. Las generaciones mueren, pero cuanto hicieron, pintaron o escribieron, aquello por lo que lucharon y consiguieron, seguía allí, al menos en parte. Al erigir monumentos conmemorativos, no sólo a los famosos sino a las legiones de muertos anónimos, ¿esperábamos acaso asegurarnos indirectamente nuestra propia inmortalidad?
En ese momento, sin embargo, Dalgliesh no estaba de humor para consentir que sus pensamientos derivaran hacia el pasado. El siguiente fin de semana debía dedicarlo por completo a la escritura, y la semana posterior trabajaría doce horas al día, pero tenía libres ese sábado y ese domingo, y nada iba a interferir con eso. Vería a Emma, y el pensar en ella iluminaría la semana entera del mismo modo en que en ese momento lo embargaba de esperanza. Se sentía tan vulnerable como un chiquillo enamorado por vez primera y sabía que se enfrentaba al terror que le producía pensar en la posibilidad de que ella lo rechazase. Pero no podían seguir como hasta el momento, de alguna manera tenía que encontrar el coraje para arriesgarse a ese desencanto, para aceptar la trascendental suposición de que Emma quizá lo amase. Ese fin de semana encontraría el momento, el lugar y, lo que era más importante, las palabras que o bien los separarían o bien los unirían por fin.
De pronto advirtió que todavía llevaba el adhesivo azul pegado a la chaqueta. Se lo arrancó, lo estrujó hasta hacer una bola con él y se lo metió en el bolsillo. Se alegró de haber visitado el museo; había disfrutado de una nueva experiencia y admirado buena parte de cuanto había visto, pero decidió que no volvería allí.
3
En su despacho con vistas a Saint James’s Park, el mayor de los Dupayne estaba haciendo limpieza en su escritorio. Como era propio de él, lo hacía metódicamente, con meticulosidad y sin prisas. Había pocas cosas que desechar, y menos aún que llevarse consigo, pues casi todos los documentos relacionados con su vida oficial ya habían sido retirados. Una hora antes, el mensajero de uniforme había recogido el último archivo, que contenía sus actas finales, tan callada y bruscamente como si se tratase de una tarea más. Sus escasos libros personales habían sido retirados de manera paulatina de los estantes, que ahora sólo albergaban publicaciones oficiales, estadísticas criminales, libros blancos, el Archbold y volúmenes de legislación reciente. Otras manos, cuya identidad él creía conocer, colocarían libros personales en aquellas estanterías vacías. En su opinión, se trataba de un ascenso inmerecido, prematuro, no lo bastante elaborado, pero lo cierto es que, antes, su sucesor ya había sido destacado como uno de los afortunados que, en la jerga del servicio, era uno de los triunfadores designados.
De modo que antes ya había sido destacado. Para cuando hubo alcanzado el rango de secretario adjunto, su nombre empezaba a barajarse como posible jefe de departamento. Si todo hubiese ido bien, en ese momento estaría marchándose con su título bajo el brazo, sir Marcus Dupayne, y habría un montón de empresas de la City dispuestas a nombrarlo director. Eso era lo que él había esperado, lo que Alison había esperado. Su ambición profesional había sido fuerte pero disciplinada, pues en ningún momento había olvidado que el éxito es imprevisible. La de su esposa, en cambio, había sido desenfrenada, embarazosamente pública. Dupayne pensaba en ocasiones que ése era el motivo de que se hubiera casado con él: cada acto social había sido organizado sin perder de vista su éxito. Una cena no era una reunión de amigos, sino una estratagema en una campaña ideada con sumo cuidado. A Alison nunca se le había pasado por la cabeza que nada de lo que ella hiciese influiría en la carrera de su esposo, ni que la vida extraprofesional de éste carecía de importancia siempre y cuando no fuese públicamente vergonzante. A veces él le decía: «No pretendo acabar convirtiéndome en obispo, director, o ministro. No pienso dejar que me maldigan o me degraden porque el vino esté picado.»
Había llevado un trapo para el polvo dentro del maletín y en ese momento estaba comprobando si habían vaciado todos los cajones del escritorio. Al tantear con la mano el cajón del extremo inferior izquierdo encontró un lápiz gastado. Se preguntó cuántos años llevaría allí. Observó sus dedos, manchados de polvo gris, y se los limpió en el trapo, que dobló con cuidado ocultando la suciedad y luego metió en su bolsa de lona. Dejaría el maletín en el escritorio. La dorada insignia real de éste ya estaba borrosa, pero hizo que acudiera a su memoria el recuerdo del día en que le habían entregado su primer maletín negro oficial, con la brillante insignia como distintivo de su función.
Había celebrado la despedida de rigor, con copas incluidas, antes del almuerzo. El secretario permanente le había dedicado los esperados cumplidos con una fluidez harto sospechosa; estaba acostumbrado a esa clase de actos. Un viceministro había hecho acto de presencia y sólo había consultado su reloj una vez y con disimulo. Había reinado un ambiente de falsa cordialidad intercalada con momentos de frialdad. Alrededor de la una y media, la gente había empezado a marcharse discretamente; al fin y al cabo, era viernes, y sus deberes para con el fin de semana los reclamaban.
Al salir al pasillo vacío y cerrar la puerta de su despacho por última vez le sorprendió, y preocupó un poco, no sentirse emocionado. Tenía que sentir algo, de eso no cabía duda, pero ¿qué?; ¿pena, una leve satisfacción, una punzada de nostalgia, el reconocimiento del fin de una etapa? No sentía nada. En el mostrador de recepción del vestíbulo de entrada estaban los funcionarios habituales, ambos ocupados, lo cual lo eximió de la obligación de pronunciar unas embarazosas palabras de despedida. Decidió seguir su ruta favorita a Waterloo, atravesando Saint James’s Park, bajando por la avenida Northumberland y cruzando el puente de Hungerford. Traspuso las puertas giratorias por última vez y se dirigió a Birdcage Walk para adentrarse en el suave alboroto otoñal del parque. Se detuvo en mitad del puente que atravesaba el lago para contemplar, como hacía siempre, una de las vistas más hermosas de Londres, por encima del agua y la isla hacia las torres y tejados de Whitehall. A su lado había una madre arropando a su bebé en un cochecito de tres ruedas. Junto a ella, un crío de unos dos años arrojaba migas de pan a los patos. El aire se enrareció cuando los patos empezaron a disputarse las migas formando un remolino de agua. Se trataba de una escena que, en sus paseos a la hora del almuerzo, había observado durante más de veinte años, pero en ese momento le devolvió un recuerdo reciente y desagradable.
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