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P. James: La Sala Del Crimen

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P. James La Sala Del Crimen

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El cuerpo calcinado de una de las personas más estrechamente vinculadas a un pequeño museo privado es el origen de esta nueva investigación de Adam Dalgliesh. La entidad dedicada al período de entreguerras, acoge, además de obras de arte, biblioteca y archivo una inquietante Sala del Crimen donde estudiar los sucesos más sonados de la época, uno de los cuales presenta extrañas semejanzas con el caso en que se ocupa Dalgliesh.

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– Así puede enmarcarse en un contexto más amplio. Aunque quizá no lo utilice cuando me ponga a escribir. ¿Sigo? ¿No te estaré aburriendo?

– Por favor, sigue. Y no, no me estás aburriendo.

– Las fechas: lunes 19 y martes 20 de enero. El presunto asesino: William Herbert Wallace, cincuenta y dos años, agente de seguros de la compañía Prudential, un hombre con gafas, ligeramente cargado de espaldas, de aspecto anodino que vive con su esposa, Julia, en el número 29 de la calle Wolverton de Anfield. Pasaba los días yendo de casa en casa recaudando el dinero de los seguros. Un chelín por aquí, otro chelín por allí en mitad de un día lluvioso y el final inevitable. Típico de su época. Aunque el dinero apenas te alcance para comer, sigues poniendo un poquito cada semana para asegurarte de que te podrás pagar un entierro decente. Vives en la miseria, pero al menos al final podrás organizar una especie de espectáculo. Nada de ir a toda prisa al crematorio para salir de nuevo al cabo de un cuarto de hora porque si no el siguiente cortejo fúnebre empezará a aporrear la puerta.

»Estaba casado con Julia, de cincuenta y dos años, extracción social un poco superior, rostro delicado, buena pianista. Wallace tocaba el violín y a veces la acompañaba en el salón delantero. Al parecer, no era demasiado bueno: si se hubiese puesto a raspar las cuerdas con entusiasmo mientras ella tocaba, tendríamos un móvil para el asesinato, pero con otra víctima. Bueno, el caso es que se les conocía por ser una pareja muy unida, pero ¿quién sabe? No te estoy distrayendo de la conducción, ¿verdad que no?

Dalgliesh recordó que Ackroyd, que no sabía conducir, siempre había sido un pasajero aprensivo.

– En absoluto.

– Llegamos a la tarde del 19 de enero. Wallace jugaba al ajedrez y tenía que ir a jugar una partida al Club Central de Ajedrez, que se reunía en una cafetería del centro de la ciudad los lunes y los jueves por la tarde. Ese lunes recibieron la llamada de un hombre preguntando por él. Una camarera respondió y llamó al director del club, Samuel Beattie, para que se pusiese al teléfono. Beattie sugirió que, puesto que Wallace debía jugar esa tarde pero aún no había llegado, el hombre volviese a llamar más tarde, pero éste repuso que no podía porque estaba celebrando la fiesta de cumpleaños de su hija, que cumplía los veintiuno, pero que Wallace fuese a verlo al día siguiente a las siete y media para hablar de una proposición de negocios. Dijo llamarse R. M. Qualthrough y vivir en Menlove Gardens East, 25, Mossley Hill. Lo más interesante e importante es que la persona que llamó tenía ciertas dificultades para hacerse entender, ya fuesen genuinas o fingidas. Como resultado de todo ello sabemos que la operadora dejó constancia de la hora de la llamada: las siete y veinte.

»De modo que al día siguiente, Wallace se dirigió a la dirección de Menlove Gardens East que, como ya sabes, no existe. Tuvo que tomar tres tranvías para llegar a la zona de Menlove Gardens, estuvo buscando la dirección alrededor de media hora y preguntó al menos a cuatro personas, incluyendo un policía. Al final se dio por vencido y regresó a casa. Los vecinos de la casa contigua, los Johnston, se disponían a salir cuando oyeron que alguien llamaba a la puerta trasera del número 29. Acudieron a ver qué ocurría y vieron a Wallace, quien les dijo que no podía entrar en su casa. Mientras estaban allí con él, lo intentó de nuevo, y esta vez el pomo de la puerta cedió. Los tres entraron en la casa; el cuerpo de Julia Wallace yacía tendido boca abajo sobre la alfombra del salón delantero tapado con el impermeable ensangrentado de Wallace. La habían matado a golpes en un ataque furibundo y tenía el cráneo fracturado por once golpes propinados con una fuerza descomunal.

»El lunes 2 de febrero, trece días después del asesinato, Wallace fue detenido. Todas las pruebas eran circunstanciales, no se habían encontrado restos de sangre en sus ropas y el arma del crimen no había aparecido. No había ninguna prueba física que lo relacionase con el homicidio. Lo interesante es que las pruebas, las pocas que había, podían apoyar tanto la base de la acusación como la de la defensa, en función de cómo se optase por examinarlas. La llamada al café se había realizado desde una cabina cercana a la calle Wolverton a la hora en que Wallace habría estado pasando por allí. ¿Era porque la había efectuado él mismo o porque el asesino estaba esperando para asegurarse de que Wallace iba camino del club? En opinión de la policía, había estado increíblemente tranquilo durante la investigación, sentado en la cocina con el gato en el regazo, sin dejar de acariciarlo. ¿Era porque le traía sin cuidado o, por el contrario, porque se trataba de un hombre estoico que ocultaba sus emociones? Además, había que considerar las repetidas pesquisas para averiguar dónde estaba la dirección que le habían dado: ¿era una nueva coartada, u ocurría que Wallace, quien se tomaba muy en serio su trabajo de agente de seguros, no se rendía fácilmente?

Mientras esperaba en la cola de otro semáforo, Dalgliesh recordó el caso con mayor nitidez. Si la investigación había sido un caos, el juicio no le había ido a la zaga: el juez había recapitulado a favor de Wallace, pero el jurado lo había condenado, veredicto al que llegó en apenas una hora. Wallace apeló y el caso de nuevo hizo historia cuando el tribunal aceptó la apelación alegando que su culpabilidad no estaba probada más allá de toda duda razonable; en resumidas cuentas, que el jurado se había equivocado.

Ackroyd siguió charlando animadamente mientras Dalgliesh fijaba su atención en la carretera. Ya había supuesto que el tráfico sería intenso, pues el trayecto de regreso a casa los viernes empezaba cada año más temprano, con una congestión agudizada por las familias que salían de Londres en dirección a sus casitas de fin de semana. No habían llegado a Hampstead todavía cuando Dalgliesh ya se estaba arrepintiendo de haber cedido al impulso de ver el museo y estaba calculando mentalmente las horas perdidas. Se ordenó a sí mismo que dejase de preocuparse; llevaba una vida ya lo bastante agobiada, así que, ¿por qué estropear con arrepentimientos aquel agradable respiro? Antes de llegar a Jack Straw’s Castle, la retención del tráfico hizo que tardaran varios minutos en incorporarse a la menor afluencia de coches que transitaban por Spaniards Road, que se desplegaba en línea recta atravesando el Heath. Allí, los arbustos y los árboles crecían cerca del asfalto y daban la sensación de hallarse en pleno campo.

– No vayas tan deprisa, Adam -sugirió Ackroyd-, o nos pasaremos la calle. No se ve fácilmente. Ahora estamos llegando, a unos treinta metros a la derecha.

Desde luego, no era una calle fácil de localizar y, puesto que implicaba girar a la derecha cruzando el tráfico, tampoco resultaba sencillo entrar en ella. Dalgliesh vio una verja abierta y detrás de ésta un camino de entrada flanqueado por una enramada espesa y árboles frondosos. A la izquierda de la entrada había un tablón negro clavado en la pared con una indicación pintada en blanco: museo dupayne. por favor, conduzcan despacio.

– No me parece una invitación -comentó Dalgliesh-. ¿Es que no quieren visitantes?

– No estoy seguro de que los quieran, al menos no en grandes cantidades. Max Dupayne, que fundó este lugar en 1961, lo consideraba una especie de pasatiempo privado. Estaba fascinado, o mejor dicho, obsesionado, con el periodo de entreguerras. Coleccionaba cualquier cosa relacionada con los años veinte y treinta, lo cual explica algunos de los cuadros: pudo comprar antes de que creciese la cotización de los artistas. También adquirió las primeras ediciones de todos los novelistas importantes y de aquellos a quienes consideraba que valía la pena coleccionar. Ahora la biblioteca tiene un gran valor. En principio, el museo estaba dirigido a las personas que compartían su pasión, y esa visión del lugar ha influido en la generación actual. Es posible que las cosas cambien ahora que Marcus Dupayne se ha hecho con el control. Acaba de retirarse de la administración pública. Puede que vea el museo como un reto.

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