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P. James: La Sala Del Crimen

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P. James La Sala Del Crimen

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El cuerpo calcinado de una de las personas más estrechamente vinculadas a un pequeño museo privado es el origen de esta nueva investigación de Adam Dalgliesh. La entidad dedicada al período de entreguerras, acoge, además de obras de arte, biblioteca y archivo una inquietante Sala del Crimen donde estudiar los sucesos más sonados de la época, uno de los cuales presenta extrañas semejanzas con el caso en que se ocupa Dalgliesh.

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Dalgliesh recorrió una entrada asfaltada tan estrecha que dificultaba el paso para dos coches. A cada lado había una delgada franja de césped y, más allá, un seto espeso de rododendros. Tras éstos, unos árboles altos y delgados, con las hojas amarillentas, contribuían con su presencia a la penumbra del camino. Pasaron junto a un joven arrodillado en el césped en compañía de una mujer mayor de facciones angulosas que estaba de pie junto a él como si dirigiese su trabajo. Entre ambos había una canasta de madera, y parecía que estuviesen plantando bulbos. El chico levantó la vista y los siguió con la mirada mientras pasaban, pero la mujer apenas si se fijó en ellos.

El camino giró hacia la izquierda antes de enderezarse de nuevo, y entonces el museo apareció de pronto ante ellos. Dalgliesh detuvo el coche y se pusieron a contemplarlo en silencio. El camino se dividía para rodear una extensión circular de césped con un arriate central de arbustos, más allá de la cual se alzaba un edificio simétrico de ladrillo, elegante, arquitectónicamente impresionante y mayor de lo que Dalgliesh había esperado. Tenía cinco miradores -el del centro muy adelantado-, dos ventanales, uno encima del otro, cuatro ventanas idénticas en los dos niveles inferiores a cada lado del saledizo central y dos más en el tejado a cuatro aguas. Una puerta acristalada pintada de blanco estaba ubicada en medio de una intrincada composición de ladrillos. El comedimiento y la simetría absoluta del edificio conferían a éste un aire discretamente imponente, más institucional que hogareño. Sin embargo, había un rasgo poco común: donde habría cabido esperar pilastras había una serie de tablas empotradas con capiteles de ladrillo ornamentado que ponían la nota de excentricidad en una fachada que, por lo demás, era tremendamente uniforme.

– ¿Reconoces la casa? -le preguntó Ackroyd.

– No. ¿Por qué? ¿Debería?

– No a menos que hayas visitado la casa Pendell, cerca de Bletchingley. Es una excentricidad de Inigo Jones del año 1636. El próspero industrial Victoriano que mandó construir ésta en 1894 vio la casa Pendell, le gustó y pensó que por qué no mandar hacer una reproducción. A fin de cuentas, el arquitecto original no estaba allí para oponerse. Sin embargo, no llegó hasta el extremo de duplicar el interior, lo cual, por otra parte, fue una buena idea, porque el interior de la casa Pendell resulta un tanto sospechoso. ¿Te gusta?

Ackroyd estaba tan candorosamente ansioso como un niño pequeño, esperando que su ofrecimiento no decepcionase a su compañero.

– Es interesante -respondió Dalgliesh-, aunque nunca se me habría ocurrido pensar que era copia de un edificio de Inigo Jones. Me gusta, pero no estoy seguro de que quisiera vivir en ella; el exceso de simetría me pone nervioso. Jamás había visto paneles empotrados de ladrillo.

– Ni tú ni nadie, según Pesvner. Se supone que son únicos. Yo los apruebo. La fachada sería demasiado discreta sin ellos. Bueno, vamos a ver el interior, que para eso hemos venido. El aparcamiento está detrás de aquellas matas de laurel de la derecha. Max Dupayne detestaba ver coches delante de la casa. En realidad, detestaba la mayor parte de las manifestaciones de la vida moderna.

Dalgliesh volvió a poner en marcha el motor. Una flecha blanca en un cartel de madera lo dirigió al aparcamiento, un área cubierta de gravilla de unos cincuenta metros por treinta con la entrada en el lado sur. Ya había doce coches ordenadamente estacionados en dos filas. Dalgliesh encontró un hueco al fondo.

– No hay mucho espacio -señaló-. ¿Qué hacen un día de mucha afluencia de público?

– Supongo que los visitantes lo intentan al otro lado de la casa. Allí hay un garaje, pero Neville Dupayne lo usa para guardar su Jaguar E. Pero nunca he visto el aparcamiento abarrotado, ni tampoco el museo, por cierto. Esto es lo normal para un viernes por la tarde. Además, algunos de los coches pertenecen a los miembros del personal.

En efecto, no vieron señales de vida mientras se dirigían hacia la puerta principal. Se trataba, pensó Dalgliesh, de una puerta un tanto intimidatoria para el visitante ocasional, pero Ackroyd asió el tirador de latón con confianza, lo hizo girar y abrió la puerta empujándola.

– En verano suele permanecer abierta. La verdad es que con este sol no se corren riesgos. Bueno, pues aquí estamos. Bienvenido al Museo Dupayne.

2

Dalgliesh siguió a Ackroyd hasta una espaciosa sala con el suelo de mármol blanco y negro. Frente a él se extendía una elegante escalera que al cabo de unos veinte escalones se dividía en dos, hacia el este y hacia el oeste, hasta ir a parar a la galería ancha. A cada lado de la sala había tres puertas de caoba con sendas puertas similares pero más pequeñas que comunicaban con la galería superior. En la pared de la izquierda había una hilera de percheros y debajo de éstos dos largos paragüeros. A la derecha se situaba un mostrador curvado, también de caoba, detrás del cual había una antigua centralita telefónica y una puerta con el indicador de privado que Dalgliesh imaginó que conducía a las oficinas. La única señal de vida era una mujer sentada tras el mostrador de recepción, quien levantó la vista cuando Ackroyd y Dalgliesh se aproximaron.

– Buenas tardes, señorita Godby -la saludó Ackroyd antes de volverse hacia Dalgliesh para añadir-: Te presento a la señorita Muriel Godby, que se encarga de las entradas y nos mantiene a todos a raya. Éste es un amigo mío, el señor Dalgliesh. ¿Tiene que pagar entrada?

– Por supuesto que tengo que pagar entrada -replicó Dalgliesh.

La señorita Godby lo miró, y Dalgliesh vio un rostro cetrino de expresión grave con un par de ojos extraordinarios tras unas gafas estrechas de montura de concha. Los iris eran de color amarillo verdoso y muy brillantes hacia el centro. El cabello, de un color extraño entre rojizo luminoso y dorado, era espeso y liso, y lo llevaba cepillado con la raya al lado y recogido con un pasador para apartárselo de la cara. Tenía la boca pequeña pero firme y un mentón que contrastaba con su edad aparente: no podía tener mucho más de cuarenta años, pero su barbilla y la parte superior del cuello poseían parte de esa flacidez propia de la vejez. A pesar de que le había dedicado una sonrisa a Ackroyd, ésta había sido poco más que un rictus que le confería un aire cauteloso y ligeramente intimidatorio a la vez. Llevaba un conjunto de suéter y chaqueta de lana azul y un collar de perlas, que le hacía parecer tan anticuada como algunas de las fotografías de debutantes inglesas que aparecían en los viejos ejemplares de la revista Country Life. Tal vez, pensó Dalgliesh, la mujer se vistiera así expresamente para ajustarse a las décadas en que se especializaba el museo. Desde luego, la señorita Godby no tenía nada de aniñado ni de ingenuamente atractivo.

Encima del mostrador un cartel enmarcado informaba de que el precio de las entradas era de cinco libras para los adultos, tres libras y media para los pensionistas y los estudiantes, y gratis para los menores de diez años y los desempleados. Dalgliesh le dio su billete de diez libras y obtuvo, además de su cambio, una etiqueta adhesiva redonda y azul. Al recibir la suya, Ackroyd protestó:

– ¿De verdad tenemos que ponernos esto? Pertenezco a la Asociación de Amigos del Museo, me he inscrito en la lista.

La señorita Godby se mostró inflexible.

– Es un sistema nuevo, señor Ackroyd: azul para los hombres, rosa para las mujeres y verde para los niños. Se trata de una forma sencilla de hacer cuadrar la recaudación de la caja con el número de visitantes y facilitar información sobre las personas a las que atendemos. Y además, claro está, significa que el personal puede ver de inmediato quién ha pagado y quién no.

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