P. James - El Pecado Original

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Después de su aclamada novela Hijos de los hombres, una incursión en la utopía negativa, P. D. James regresa al género que más la caracteriza, el policial clásico, y a su detective y poeta, el inconformista Adam Dalgliesh.
Pecado original transcurre en el ámbito de una editorial de larga data, ubicada en un palacete estilo veneciano sobre el río Támesis. La editorial Peverell, fundada en 1792, atraviesa momentos decisivos. Henry Peverell, su presidente, acaba de morir; su socio francés, Jean Philippe Etienne, se ha jubilado, y el inescrupuloso hijo de éste, Gerard, ha asumido la presidencia y la gerencia general de la casa editora.
Gerard Etienne se ha ganado enemigos: una amante despechada, un autor rechazado y humillado, y los sufridos colegas de Peverell. Cuando lo encuentran muerto en las instalaciones de la editorial, con el cuerpo extrañamente profanado, no faltan sospechosos.

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Esta vez Dauntsey habló con más firmeza.

– No debes decir eso, Frances. No existe el menor indicio de que nada de lo que Gerard hizo o dijo causara la muerte de Sonia. Tú sabes lo que escribió en su nota de despedida. Si hubiera decidido matarse porque Gerard la había echado, creo que lo habría dicho así. La nota era explícita. Nunca debes decir eso fuera de esta habitación. Este tipo de rumores puede producir grandes perjuicios. Prométemelo; es importante.

– De acuerdo, te lo prometo. No se lo he dicho a nadie más que a ti, pero no soy la única que lo piensa en Innocent House y algunos lo dicen. Arrodillada en aquella horrible capilla he intentado rezar, por papá, por ella, por todos nosotros. Pero era todo tan absurdo, tan fútil… Sólo podía pensar en Gerard, en que Gerard hubiera debido estar con nosotros en el primer banco, en que Gerard fue mi amante, en que Gerard ya no lo es. Es muy humillante. Ahora sé a qué vino todo, naturalmente. Gerard pensó: «Pobre Frances, con veintinueve años y todavía virgen. Tendré que hacer algo al respecto. Le daré la experiencia de su vida, le enseñaré lo que se está perdiendo.» Su buena acción del día. O su buena acción de tres meses, más bien. Supongo que le duré más que la mayoría. Y el final fue sórdido, sucio. Aunque ¿no lo es siempre? Gerard sabe muy bien cómo empezar una aventura amorosa, pero no sabe terminarla; no con cierta dignidad. Claro que yo tampoco. Y fui lo bastante ingenua para pensar que era distinta de sus demás mujeres, que esta vez iba en serio, que estaba enamorado, que quería compromiso, matrimonio. Creí que dirigiríamos la Peverell Press los dos juntos, que viviríamos en Innocent House, que criaríamos aquí a nuestros hijos, incluso que cambiaríamos el nombre de la empresa. Creí que eso le agradaría. Peverell y Etienne. Etienne y Peverell. Solía practicar las dos alternativas, tratando de decidir cuál sonaba mejor. Creí que él quería lo mismo que yo: matrimonio, hijos, un hogar adecuado, una vida en común. ¿Es tan irrazonable? Dios mío, Gabriel, me siento tan estúpida, tan avergonzada.

Nunca le había hablado con tanta franqueza, nunca le había mostrado las honduras de su angustia. Era casi como si hubiera estado ensayando las frases en silencio, esperando este momento de alivio en el que, por fin, se encontraba con alguien en quien podía confiar y a quien podía confiarse. Pero viniendo de Frances, siempre tan sensible, reticente y orgullosa, este chorro incontrolado de amargura y autodesprecio lo llenó de consternación. Quizás habían sido los funerales, el recuerdo de aquella otra incineración anterior, los que habían liberado todo el odio y la humillación acumulados. Dauntsey no sabía si sería capaz de manejar la situación, pero sabía que debía intentarlo. Aquel caudal de dolor exigía algo más que el blando pábulo del consuelo: «El no es digno de ti, olvídalo, el dolor pasará con el tiempo.» Pero esto último era verdad: el dolor pasaba con el tiempo, tanto si era el dolor de la traición como el dolor del luto. ¿Quién podía saberlo mejor que él? Pensó: «Lo trágico de la pérdida no es que nos aflijamos, sino que dejamos de afligirnos y, entonces, quizá los muertos mueran por fin.»

Habló con voz suave.

– Las cosas que tú quieres, hijos, matrimonio, hogar, sexo, son deseos razonables, incluso hay quien diría que deseos muy correctos. Los hijos son nuestra única esperanza de inmortalidad. No es algo que deba avergonzarnos. Es una desdicha, no una vergüenza, que los deseos de Etienne y los tuyos no coincidan. -Hizo una pausa y añadió, preguntándose si sería prudente, si ella no encontraría sus palabras de una cruda insensibilidad-: James está enamorado de ti.

– Supongo que sí. Pobre James. Nunca me lo ha dicho, pero no le hace falta decirlo, ¿no crees? ¿Sabes una cosa? Creo que, de no haber sido por Gerard, hubiera podido amar a James. Y el caso es que Gerard ni siquiera me gusta. No me ha gustado nunca, ni cuando más lo deseaba. Eso es lo terrible del sexo, que puede existir sin amor, sin afecto, incluso sin respeto. Oh, yo trataba de engañarme. Cuando se mostraba insensible, egoísta o grosero le buscaba excusas. Me recordaba que era un hombre brillante, apuesto, divertido, un amante maravilloso. Todo eso era. Todo eso es. Me decía a mí misma que no era razonable aplicarle a Gerard los criterios mezquinos que aplicaba a los demás. Y lo amaba. Cuando se ama, no se juzga. Y ahora lo odio. No sabía que pudiera odiar, odiar de veras, a otra persona. Es distinto a odiar una cosa, una doctrina política, una filosofía, una lacra social. Es tan concentrado, tan físico, que me hace enfermar. El odio es lo último en que pienso por la noche, y todas las mañanas despierto con él. Pero está mal, es pecado. Tiene que estar mal. Tengo la sensación de estar viviendo en pecado mortal y de que no puedo recibir la absolución porque soy incapaz de dejar de odiar.

Dauntsey respondió:

– No pienses en esos términos de pecado y absolución. El odio es peligroso. Pervierte la justicia.

– ¡Ah, la justicia! Nunca he esperado mucho, en cuestión de justicia. Y el odio me ha vuelto aburrida. Me aburro a mí misma. Sé que te aburro, querido Gabriel, pero eres la única persona con la que puedo hablar y, a veces, como esta noche, tengo la sensación de que si no hablo me volveré loca. Y eres tan sabio… En todo caso, ésa es la reputación que tienes.

Él protestó con sequedad.

– Es muy fácil labrarse una reputación de sabiduría. Sólo hace falta vivir mucho, hablar poco y hacer menos.

– Pero cuando hablas conviene escucharte. Gabriel, dime qué he de hacer.

– ¿Para librarte de él?

– Para librarme de este dolor.

– Están los medios habituales: alcohol, drogas, suicidio. Los dos primeros conducen al tercero; se trata sólo de una ruta más lenta, más cara y más humillante. No te lo aconsejo. También podrías asesinarlo, pero tampoco te lo aconsejo. Hazlo en tu imaginación tan ingeniosamente como quieras, pero no en la realidad. Amenos que quieras pudrirte diez años en la cárcel.

– ¿Tú podrías soportarlo? -le preguntó ella.

– No durante diez años. Quizá podría aguantar tres, pero no más. Para afrontar el dolor hay medios mejores que la muerte, ya sea la de él o la tuya. Recuérdate que el dolor es parte de la vida, que sentir dolor es estar vivo. Te envidio. Si yo pudiera experimentar tal dolor, quizás aún sería un poeta. Valórate. El hecho de que un hombre egoísta, soberbio e insensible se haya negado a quererte no impide que seas un ser humano. ¿De veras necesitas valorarte según los criterios de un hombre, y no digamos de Gerard Etienne? Piensa que el único poder que tiene sobre ti es el que tú le das. Quítale ese poder y eliminarás el dolor. Recuerda, Frances, no tienes por qué seguir en la empresa. Y no me digas que siempre ha habido un Peverell en la Peverell Press.

– Lo ha habido siempre desde 1792, antes incluso de que nos mudáramos a Innocent House. Papá no habría querido que yo fuese la última.

– Alguien tiene que serlo, alguien lo será. Tenías cierto deber con tu padre cuando vivía, pero cesó a su muerte. No podemos ser vasallos de los muertos.

Nada más salir de su boca estas palabras se arrepintió de haberlas pronunciado, medio temiendo que ella replicara: «¿Y tú? ¿Acaso no eres tú vasallo de los muertos, de tu esposa, de tus hijos perdidos?» Se apresuró a añadir:

– ¿Qué te gustaría hacer si tuvieras libertad de elección?

– Trabajar con niños, creo. Quizás ejercer como maestra de primaria. Tengo un título. Supongo que sólo necesitaría un año más de preparación. Y creo que me gustaría trabajar en el campo o en una pequeña ciudad.

– Pues hazlo. Tienes libertad de elección. Pero no se te ocurra buscar la felicidad: encuentra el trabajo adecuado, el lugar adecuado, la vida adecuada; la felicidad vendrá si tienes suerte. La mayoría recibimos la parte que nos corresponde. Y algunos más de la que nos corresponde, aunque se concentre en un reducido espacio de tiempo.

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