El equipo reunido en la tienda principal estaba a punto de llegar al fondo de la tumba. Grace no necesitaba que nadie se lo dijera; todo el mundo lo notaba por la peste, que iba en aumento. El olor a muerte siempre le había parecido la peor peste del mundo, y ahora flotaba en el aire, incluso fuera de la tienda. Era el hedor a un desagüe añejo de pronto desatascado, de la carne podrida en la nevera después de un apagón de dos semanas en pleno verano, un olor pesado y penetrante que parecía absorber el espíritu, al tiempo que se hundía en el terreno.
Ninguno de los expertos había podido predecir el estado en el que estaría el cuerpo de aquel ataúd, ya que había demasiadas variables en juego. No sabían qué cuerpo había allí, si es que había cuerpo, ni cuánto tiempo llevaría muerto antes de ser enterrado. La humedad del terreno siempre es un factor decisivo. Pero aquel suelo era calcáreo y estaba elevado, posiblemente sobre la capa freática, por lo que estaría seco hasta cierto punto. A juzgar por el olor cada vez más hediondo, saldrían de dudas al cabo de muy poco.
Grace se había acabado el té y estaba a punto de volver a entrar en la tienda cuando sonó su teléfono. Era Kevin Spinella.
– ¿Qué? ¿A la gran estrella del Argus se le han pegado las sábanas? -dijo, a modo de saludo.
Había mucho ruido por el viento y por el zumbido de un enorme generador portátil situado cerca.
– ¡Lo siento! -gritó el reportero-. ¡No le he oído!
Grace repitió lo que acababa de decir.
– De hecho estoy haciendo un recorrido por los cementerios de la ciudad buscándole, superintendente. ¿Hay alguna posibilidad de que pueda entrar?
– Claro, cómprate una tumba y luego ve a que te atropelle un autobús.
– ¡Ja, ja! Quiero decir ahora.
– No, lo siento.
– Bueno. ¿Y qué tiene para mí?
– No mucho más de lo que puedes ver desde el perímetro ahora mismo. Llámame dentro de una hora. Puede que entonces tenga algo más.
– Perdóneme, pero pensaba que estaba buscando a una joven que desapareció anoche, Jessie Sheldon. ¿Qué está haciendo aquí, desenterrando a una octogenaria?
– Tú desentierras cosas, y a veces yo también tengo que hacerlo -respondió Grace, que una vez más se preguntó cómo había conseguido aquella información el periodista.
De pronto, Joan Major salió de la tienda principal y le hizo un gesto.
– ¡Roy! -le llamó.
Grace colgó.
– ¡Han llegado al ataúd! Buenas noticias. ¡Está intacto! ¡Y la placa dice: «Molly Winifred Glossop»! Así que es el bueno.
Entró tras ella. El hedor era insoportable. Cuando la solapa de la tienda se cerró tras él, intentó respirar solo por la boca. El interior, atestado de gente, parecía el set de filmación de una película, con la batería de potentes focos repartidos alrededor de la tumba y el montón de tierra en el otro extremo, mientras varias cámaras de vídeo fijas grababan todo lo que ocurría.
La mayoría de los presentes tenía los mismos problemas con el olor, a excepción de los cuatro agentes de la Unidad Especial de Búsqueda. Llevaban trajes blancos de protección bioquímica con accesorios para respirar. Dos de ellos estaban de rodillas sobre la tapa del ataúd, atornillando unos sólidos ganchos a los lados para pasar unos cables y fijarlos a un sistema de poleas una vez limpios los laterales. Los otros dos estaban colocándose en posición, a un metro por encima de la superficie de la tumba.
Joan Major se puso a cavar. Durante la hora siguiente estuvo limpiando sin descanso los laterales y liberando la base del ataúd por ambos extremos, para pasar unas correas por debajo. Mientras trabajaba, fue recogiendo y embolsando muestras de tierra de encima, de los laterales y de debajo del ataúd, para su posterior examen en busca de posibles fugas de fluidos del interior del ataúd.
Cuando hubo acabado, dos de los especialistas en exhumación pasaron cuerdas por cada uno de los cuatro ganchos y por debajo del ataúd, por delante y por detrás, y salieron de la fosa.
– Ya está -anunció uno de ellos, apartándose-. Listos.
Todo el mundo se retiró.
El capellán de la Policía dio un paso adelante, sosteniendo un libro de oraciones. Pidió silencio, se puso sobre la tumba y leyó una oración impersonal que daba la bienvenida a la Tierra a quienquiera que estuviera en el ataúd.
A Grace aquella oración le resultó curiosamente conmovedora; parecía que estuvieran recibiendo a un viajero que volviera tras un largo viaje.
Los otros miembros del equipo de exhumaciones empezaron a tirar de una gruesa soga. Hubo un breve instante de nervios en el que no pasó nada. De pronto, hubo un extraño ruido de succión, que era más bien como un suspiro, como si la tierra cediera a regañadientes algo de lo que ya se había apropiado. Y de pronto el ataúd empezó a subir lentamente.
Emergió, oscilando, rozándose con los laterales, entre el crujido de las poleas, hasta quedar varios centímetros por encima de la fosa. Se balanceó. Todos los presentes en la tienda observaron durante unos momentos con un silencio reverencial. Unos cuantos terrones pegados se desprendieron y cayeron de nuevo a la fosa.
Grace se quedó mirando la madera, que tenía un color claro. Desde luego, parecía que se había conservado muy bien, como si solo llevara ahí abajo unos días, y no doce años. «Bueno, ¿qué secretos contienes? Por Dios, que sea algo que nos lleve al Hombre del Zapato.»
Ya habían llamado a la patóloga del Ministerio del Interior, Nadiuska de Sancha, que se dirigiría al depósito en cuanto cargaran el.cuerpo en la furgoneta del juzgado.
De pronto se oyó un crujido ensordecedor, como un trueno. Todos los presentes dieron un brinco.
Algo con la forma y el tamaño de un cuerpo humano, amortajado en plástico negro pegado con cinta americana, atravesó la base del ataúd y cayó al fondo de la tumba.
Domingo, 18 de enero de 2010
Jessie estaba luchando de nuevo por respirar. Presa del pánico, se agitaba desesperadamente intentado girar la cabeza hacia los lados para despejar un poco la nariz. «Benedict, Ben, Ben, por favor, ayúdame. Por favor, no me dejes morir aquí. Por favor.»
Tenía unos dolores terribles; sentía todos los músculos del cuello como si se estuvieran desgarrando de los hombros. Pero por lo menos ahora podía respirar. Aún no del todo bien, pero el pánico disminuyó por un momento. Sentía una sed insoportable y los ojos irritados de tanto llorar. Las lágrimas le caían por las mejillas, tentándola, pero no podía recogerlas con la boca, pues la había amordazado.
Volvió a rezar: «Por favor, Dios, acabo de encontrar una felicidad increíble. Ben es un hombre encantador. Por favor, no me lo quites, ahora no. Por favor, ayúdame».
Pese a todo su sufrimiento, intentó pensar con claridad. No sabía cuándo, pero en algún momento aquel tipo regresaría.
Le traería el agua de la que le había hablado, a menos que estuviera burlándose de ella, y tendría que desatarla, al menos lo suficiente para sentarse a beber. Si llegaba a tener una oportunidad, sería entonces.
Solo una oportunidad.
Aunque le dolían todos los músculos del cuerpo, a pesar de que estaba agotada, seguía teniendo fuerzas. Intentó pensar en las diferentes posibilidades. ¿Hasta dónde llegaría la inteligencia de aquel tipo? ¿Cómo podría engañarle? ¿Haciéndose la muerta? ¿Fingiendo un ataque? Debía haber algo, algo en lo que no hubiera pensado.
En lo que él no hubiera pensado.
¿Qué hora era? En aquel largo y oscuro vacío en el que estaba suspendida, de pronto sintió una imperiosa necesidad de medir el tiempo, de saber qué hora era, de averiguar cuánto tiempo llevaba allí.
Читать дальше