Con todas las presiones que estaba recibiendo, tenía que agarrarse a cualquier probable indicio. Pero estaba convencido de que lo que estaba solicitando era mucho más que eso.
La voz de la jueza adquirió un tono aún más directo:
– ¿Quiere hacer esta operación en un cementerio público en domingo y a plena luz del día, superintendente? ¿Cómo cree que se van a sentir los familiares afligidos que estén visitando las tumbas de sus seres queridos en el Día del Señor?
– Estoy seguro de que podemos provocar cierta consternación -respondió-. Pero nada comparable con lo que estará pasando esa joven, Jessie Sheldon, que ha desaparecido. Creo que el Hombre del Zapato puede haberla secuestrado. Podría equivocarme. También puede ser que lleguemos ya demasiado tarde. Pero si hay una ocasión de salvarle la vida, me parece que eso justifica herir por un momento los sentimientos de unos cuantos familiares afligidos que probablemente después del cementerio se vayan al ASDA o al Tesco, o allá donde suelan ir a hacer la compra en el «Día del Señor» -dijo, dejando clara su postura.
– Muy bien -dijo ella-. Firmaré la orden. Pero sea todo lo discreto que pueda. Estoy seguro de que lo será.
– Por supuesto.
– Le veré en mi despacho dentro de media hora. Supongo que es la primera vez que se encuentra con uno de estos procedimientos.
– Pues sí.
– No tiene idea de la cantidad de papeleo que suponen.
Grace sí la tenía. Pero en aquel momento le preocupaba más salvar la vida de Jessie Sheldon que dar gusto a un puñado de chupatintas. Aun así, no quiso arriesgarse a hacer algún comentario corrosivo. Le dio las gracias a la jueza y le dijo que estaría allí al cabo de media hora.
Domingo, 18 de enero de 2010
Jessie oyó el sonido metálico de la puerta lateral de la furgoneta al abrirse. Luego el vehículo se balanceó un poco y oyó unos pasos a su lado. Estaba temblando de terror.
Un instante más tarde le deslumbró el haz de luz de la linterna, que enfocaba directamente a su cara.
– ¡Qué peste! -exclamó el hombre, furioso-. Hueles a meado. Te has meado encima, guarra asquerosa.
Apartó el rayo de luz de su rostro. Jessie levantó la cabeza, parpadeando. Ahora él se enfocaba el rostro encapuchado con el rayo de luz deliberadamente, para que le viera.
– No me gustan las mujeres sucias -anunció-. Y ese es tu problema, ¿verdad? Todas sois unas guarras. ¿Cómo esperas darme placer si apestas de este modo?
Ella rogó con la mirada: «Por favor, desátame. Por favor, quítame la mordaza. Haré lo que sea. No me resistiré. Haré lo que sea. Por favor. Haré lo que tú quieras, y luego me dejas ir. ¿Vale? ¿De acuerdo? ¿Tenemos un trato?».
De pronto sintió unas ganas terribles de volver a orinar, aunque no había bebido nada en lo que le había parecido una eternidad, y tenía la boca toda seca. ¿Qué hora sería? Supuso que por la mañana, a juzgar por la luz que había inundado fugazmente la furgoneta unos minutos antes.
– Hoy tengo una comida de domingo -dijo-. No dispongo de tiempo de arreglarte y limpiarte. Tendré que volver más tarde. Lástima que no pueda invitarte. ¿Tienes hambre?
Volvió a enfocarle la cara con la linterna.
Ella rogo con la mirada que le diera agua. Intentó articular la palabra tras la mordaza, desde la garganta, pero lo único que salió fue un gemido ondulante.
Estaba desesperada por beber agua. Y se agitaba, intentando controlar la vejiga.
– No entiendo muy bien lo que dices. ¿Que me aproveche la comida?
– Grnnnnmmmmmoooowhhh.
– ¡Qué detalle por tu parte!
Jessie volvió a rogarle con la mirada: «Agua. Agua».
– Probablemente quieras agua. Supongo que es eso lo que dices. El problema es que, si te traigo agua, vas a mearte otra vez, ¿no?
Ella sacudió la cabeza.
– ¿No? Bueno, pues ya veremos. Si me prometes que te portarás bien, quizá luego te traiga un poco.
Jessie siguió intentando controlar la vejiga desesperadamente. Pero en el momento en que oyó el ruido de la puerta corredera al cerrarse, sintió de nuevo un goteo cálido extendiéndose por su entrepierna.
Domingo, 18 de enero de 2010
El Lawn Memorial Cemetery de Woodingdean estaba situado en alto, al este de Brighton, y ofrecía buenas vistas del canal de la Mancha. «No es que los residentes del cementerio vayan a apreciar las vistas», pensó apesadumbrado Roy, vestido con su traje de papel azul con capucha y cremallera hasta el cuello, mientras salía de la larga tienda azul en forma de oruga sacudida por el viento y pasaba a la que habían designado como vestidor y zona de refresco.
La jueza no se había equivocado en cuanto a la burocracia que conllevaba consigo una exhumación. Conseguir la orden y firmarla era la parte fácil. Mucho más difícil era conseguir el equipo necesario en un domingo por la mañana.
Estaba la empresa comercial especializada en exhumaciones, cuyo negocio principal era el traslado de fosas comunes para liberar terrenos de construcción, o para vaciar los cementerios de iglesias desconsagradas. Pero no iban a empezar hasta el día siguiente sin cargar unos suplementos prohibitivos.
Grace no estaba dispuesto a esperar. Llamó a su subdirector Rigg, que accedió a asumir los costes.
El equipo reunido para la reunión que había celebrado en John Street una hora antes era considerable: un oficial del juzgado, dos agentes de la Científica (uno de ellos fotógrafo forense), una mujer del Departamento de Medio Ambiente (que dejó claro que le molestaba profundamente sacrificar su domingo), un funcionario del Ministerio de Sanidad (cuya presencia hacía necesaria la nueva legislación) y, dado que era un terreno consagrado, un clérigo. También estaban presentes la arqueóloga forense Joan Major y Glenn Branson, a quien había puesto a cargo del control de los transeúntes, así como Foreman, al que había nombrado observador oficial.
Cleo, Darren Wallace -su número dos en el depósito- y Walter Hordern -al cargo de los cementerios de la ciudad, y en esta ocasión al volante de la discreta furgoneta verde del juzgado usada para la recuperación de cadáveres- también estaban allí. Solo necesitaba a dos de ellos, pero como ninguno de los tres había asistido nunca a una exhumación, acudieron voluntariamente. A Grace le resultaba evidente que les gustaba aquello de ver cadáveres. A veces se preguntaba cómo se relacionaba aquello con el amor que Cleo sentía por él.
No solo el personal del depósito había manifestado su curiosidad. Cuando se extendió la noticia, se pasó toda la mañana recibiendo llamadas de otros miembros del D.I.C. que preguntaban si podían asistir. Para muchos de ellos sería una ocasión única en su carrera, pero tuvo que decirles que no a todos por falta de espacio, y entre el cansancio y los nervios acumulados, en más de un caso estuvo a punto de añadir que aquello no era un circo.
Eran las cuatro de la tarde y hacía un frío glacial. Volvió a salir de la tienda con una taza de té en la mano. La luz del día iba desapareciendo rápidamente. La luz de los focos móviles, situados por todo el cementerio y a los lados del camino que llevaba hasta la tienda que cubría la tumba de Molly Glossop y varias a su alrededor, se iba volviendo cada vez más intensa.
El lugar estaba cercado por un doble cordón policial. Todas las entradas al cementerio estaban vigiladas por la Policía y hasta el momento la reacción del público había sido más de curiosidad que de indignación. Un segundo cordón policial rodeaba directamente las dos tiendas. No se había permitido el acceso de la prensa más allá de la calle.
Читать дальше