P. James - Muerte en la clínica privada

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Muerte en la clínica privada: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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– En una noche ventosa, me imagino.

La conversación se estaba volviendo un fastidio, pero a Rhoda le costaba ponerle punto final. Con toda evidencia, la muchacha -parecía poco más que eso y seguramente no era mucho mayor de lo que había sido Mary Keyte- estaba morbosamente obsesionada con la historia de la bruja.

– Los niños del pueblo -explicó Rhoda- murieron de infecciones propias de la infancia, tal vez tuberculosis, o de calentura. Antes de ser condenada, culparon a Mary Keyte de las enfermedades, y después de ser quemada le achacaron las muertes.

– Entonces, ¿usted no cree que los espíritus de los muertos pueden volver para visitarnos?

– Los muertos no vuelven a visitarnos ni como espíritus, al margen de lo que esto signifique, ni de ninguna otra manera.

– ¡Pero los muertos están aquí! Mary Keyte no descansa en paz. Los retratos de la casa. Esas caras… no han abandonado la Mansión. Sé que no me quieren aquí.

No sonaba histérica ni siquiera especialmente preocupada. Era una simple exposición de hechos.

– Esto es absurdo -dijo Rhoda-. Están muertos. Ya no piensan. En la casa donde vivo tengo un viejo retrato. Un caballero estilo Tudor. A veces intento imaginar qué pensaría él si pudiera verme viviendo y trabajando ahí. Pero la emoción es mía, no suya. Aunque yo me convenciera a mí misma de que puedo comunicarme con él, el caballero no hablaría conmigo. Mary Keyte está muerta. No puede regresar. -Hizo una pausa y añadió con tono autoritario-: Ahora tomaré el té.

Apareció la bandeja, porcelana fina, una tetera del mismo diseño, la jarra de la leche a juego.

– Debo preguntarle una cosa sobre el almuerzo, señora -dijo Sharon-. Si querrá que se lo sirvan aquí o en el salón de los pacientes. Está en la galería larga de abajo. Hay un menú a elegir.

Sacó un papel del bolsillo de la rebeca y se lo dio. Había dos opciones. Rhoda dijo:

– Dígale al chef que tomaré el consomé, las escalopas sobre crema de chirivías y espinacas con patatas a la duquesa, y de postre sorbete de limón. Y también me apetece un vaso de vino blanco frío. Un Chablis estaría bien. En mi sala de estar a la una.

Sharon se fue de la habitación. Mientras tomaba el té, Rhoda pensó en lo que identificaba como emociones confusas. No había visto antes a la chica ni había oído hablar de ella, y la suya era una cara que no habría olvidado fácilmente. Y sin embargo era, si no familiar, sí al menos un incómodo recordatorio de cierta emoción pasada, no sentida con entusiasmo en su momento pero alojada aún en algún lugar recóndito de la memoria. Y el breve encuentro había reforzado la sensación de que la casa contenía algo más que los secretos encerrados en los cuadros o elevados al rango de folclore. Sería interesante explorar un poco, dar rienda suelta a la pasión de siempre de describir la verdad sobre las personas, como individuos o en sus relaciones de trabajo, las cosas que revelaban sobre sí mismas, los caparazones cuidadosamente construidos que ofrecían al mundo. Era una curiosidad que ahora estaba decidida a disciplinar, una energía mental que pretendía utilizar para un fin distinto. Esta podría ser muy bien su última investigación, si se le podía llamar así; era improbable que fuera su última curiosidad. Y se dio cuenta de que aquel sentimiento ya estaba perdiendo su capacidad, de que ya no era una compulsión. Quizá cuando se hubiera librado de la cicatriz, desaparecería para siempre o permanecería como poco más que un útil complemento para investigar. De todos modos, le gustaría saber más sobre los habitantes de la Mansión Cheverell; y si en efecto había verdades interesantes que descubrir, Sharon, con su innegable necesidad de charlar, acaso fuera la más susceptible de revelarlas. Rhoda había hecho la reserva sólo hasta después del almuerzo, pero medio día sería insuficiente para explorar siquiera el pueblo y los terrenos de la Mansión, y porque además tenía una cita con la enfermera Holland para echar un vistazo al quirófano y a la sala de recuperación. La niebla de primera hora presagiaba buen tiempo, por lo que estaría bien pasear por el jardín y quizás un poco más allá. Le gustaba el lugar, la casa, la habitación. Preguntaría si podía quedarse hasta la tarde siguiente. Y al cabo de dos semanas volvería para operarse y comenzaría su nueva vida partiendo de cero.

9

La capilla de la Mansión estaba a unos ochenta metros del ala este, medio oculta por un círculo de matas de laurel moteadas. No quedaba constancia de su historia ni de la fecha en que fue construida, pero desde luego era más antigua que la Mansión. Se trataba de una sencilla celda rectangular con un altar de piedra bajo la ventana orientada al este. Sólo se podía iluminar con velas, que estaban en una caja de cartón sobre una silla a la izquierda de la puerta, junto con un surtido de palmatorias, muchas de madera, que parecían desechadas de antiguas cocinas y dormitorios de sirvientes Victorianos. Como no había cerillas, el visitante fortuito e imprevisor tenía que rezar sus oraciones, dado el caso, a oscuras. La cruz del altar de piedra había sido esculpida con escaso arte, quizá por algún carpintero de la finca que obedecía órdenes o que estaba bajo el efecto de algún impulso piadoso o de afirmación religiosa. Difícilmente pudo haber sido algún Cressett muerto hacía tiempo, pues habría preferido plata o una talla de más empaque. Aparte de la cruz, en el altar no había nada más. Sin duda el primer mobiliario había cambiado con la gran agitación de la Reforma, antaño debió de estar primorosamente engalanado y más adelante sin adorno ninguno.

La cruz estaba directamente en la línea de visibilidad de Marcus Westhall, quien a veces, y durante largos períodos de silencio, la miraba fijamente como si esperase de ella algún poder misterioso, una ayuda para cierto propósito, una gracia que, como bien comprendía, siempre le sería negada. Bajo ese símbolo se habían librado batallas, grandes convulsiones sísmicas del Estado y la Iglesia habían cambiado la faz de Europa, hombres y mujeres habían sido torturados, quemados y asesinados. Con su mensaje de amor y perdón, había sido transportado a los infiernos más sombríos de la imaginación humana. A Marcus le servía de ayuda para concentrarse, hilvanar los pensamientos que se arrastraban, se elevaban y se arremolinaban en su mente como frágiles hojas pardas en un viento racheado.

Había entrado en silencio y, tras tomar asiento como de costumbre en el banco de madera de atrás, fijó la mirada en la cruz pero sin rezar, toda vez que no tenía ni idea de cómo se hacía ni de con quién exactamente quería comunicarse. A veces se preguntaba cómo sería descubrir esa puerta secreta que por lo visto se abría al más leve contacto, y sentir que se desprendía de sus hombros esa carga de culpa e indecisión. Sin embargo, sabía que una dimensión de la experiencia humana le estaba tan vedada como la música a quien no tiene buen oído. Quizá Lettie Frensham la hubiera encontrado. Los domingos por la mañana, a primera hora, la veía pasando en bicicleta ante la Casa de Piedra, con gorra de lana, su figura angulosa batallando contra la ligera pendiente de la carretera, convocada por campanas no oídas a algún pueblo lejano innominado del que ella nunca había hablado. Jamás la había visto en la capilla. Si iba, sería a horas en las que él estaría con George en el quirófano. Marcus pensó que no le habría importado compartir este santuario si ella hubiera entrado alguna vez a sentarse a su lado en cordial silencio. No sabía nada de Lettie salvo que en otro tiempo había sido gobernanta de Helena Cressett, y no tenía ni idea de por qué había regresado a la Mansión al cabo de tantos años. Pero con su discreción y su tranquila sensatez, ella le parecía a Marcus un estanque de agua quieta en una casa donde había profundas y turbulentas corrientes submarinas, no menos que en su propia mente atribulada.

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