P. James - Sabor a muerte

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Adam Dalgliesh tendrá que desvelar en esta ocasión el misterio que rodea el asesinato de dos hombres a los que la muerte ha unido pero que en vida raramente habrían coincidido: un barón y un vagabundo alcohólico. Antes de alcanzar su objetivo, no obstante, deberá enfrentarse a un crimen que conmueve la opinión pública e introducirse en las mansiones de la enigmática clase alta londinense.

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– Gracias, muchísimas gracias.

Con su percepción ahora agudizada por la ansiedad seguida por el alivio, la señorita Wharton sospechó que la inspectora Miskin estaba pensando en hacerle alguna nueva pregunta sobre los asesinatos, pero no dijo nada. Cuando se levantaron y la inspectora la acompañó hasta la puerta, la miró y le dijo:

– Ha sido usted muy amable. Si recuerdo alguna otra cosa respecto a los asesinatos, algo que aún no les haya dicho, en seguida me pondré en contacto con usted.

Sentada en el metro, en su trayecto hacia la estación de Saint James's Park, planeó que si todo salía bien se obsequiaría después con un café en los Army and Navy Stores, pero su visita al Yard parecía haberle exigido mayor esfuerzo de lo que ella había esperado, y la mera idea de tener que salvar el tráfico de Victoria Street la deprimió y desalentó. Tal vez resultara menos fatigoso prescindir del café y encaminarse hacia su casa. Mientras titubeaba junto al borde de la acera, notó que un hombro rozaba el suyo. Una voz varonil, joven y agradable, dijo:

– Perdone, pero ¿no es usted la señorita Wharton? La conocí en las primeras diligencias sobre la muerte de Berowne. Soy Dominic Swayne, el cuñado de sir Paul.

Ella parpadeó, confusa unos segundos, y entonces le reconoció. Él dijo:

– Estamos bloqueando la acera -ella sintió la mano de él en su brazo, guiándola firmemente a través de la calle.

Después, sin soltarla, él añadió:

– Habrá estado usted en el Yard. Yo también. Necesito tomar algo, y le ruego que me acompañe. Estaba pensando en ir al Saint Ermin's Hotel.

La señorita Wharton respondió:

– Es usted muy amable, pero no estoy segura de que…

– Por favor. Necesito hablar con alguien. Me está usted haciendo un favor.

En realidad, era imposible rehusar. Su voz, su sonrisa, la presión de su brazo, eran persuasivas. Y la conducía, amable pero firmemente, a través de la estación y en dirección de Caxton Street. Y de pronto se encontró ante el hotel, tan sólidamente acogedor, con su amplio patio flanqueado por animales heráldicos. Sería agradable sentarse allí tranquilamente antes de iniciar el camino de regreso a casa. Él la guió hacia la puerta de la izquierda y hasta el salón.

Era todo grandioso, pensó: la escalinata bifurcada que conducía a un gran balcón curvado, los resplandecientes candelabros, los espejos de las paredes y las columnas elegantemente esculpidas. Y, sin embargo, se sentía extrañamente a sus anchas. Había algo tranquilizador en aquella elegancia eduardiana, aquella atmósfera de respetable y segura comodidad. Siguió a su acompañante, sobre la alfombra de color azul y crema, hasta un par de butacas de respaldo alto, ante la chimenea. Después de sentarse en ellas, él preguntó:

– ¿Qué le apetece tomar? Hay café, pero creo que debería tomar algo un poco más fuerte. ¿Un jerez?

– Sí, es una buena idea, muchas gracias.

– ¿Seco?

– Bueno, tal vez no demasiado seco.

La señora Kendrick sacaba la botella del jerez cada noche, antes de cenar, en la vicaría de Saint Crispin. Invariablemente era jerez seco, un vino pálido y áspero que realmente no era de su gusto. Pero al regresar a su casa echó de menos este ritual. Sin duda, cualquiera se acostumbraba con rapidez a esos pequeños lujos. Él levantó un dedo y el camarero acudió, rápido y deferente. Llegó el jerez, de un hermoso color ámbar, semidulce, inmediatamente reconfortante. Había un pequeño cuenco con frutos secos y otro con galletitas saladas. Todo era elegante, idóneo para aplacar los nervios. La vida ruidosa de Victoria Street parecía encontrarse a kilómetros de distancia. Sentada allí, con la copa junto a los labios, contempló con trémula admiración la ornamentación tallada en el techo, las lámparas murales gemelas, con sus pantallas fruncidas, los enormes jarrones con flores al pie de la escalinata. Y de pronto supo por qué se sentía tan a sus anchas. Visiones, rumores, sensaciones, incluso la cara de aquel joven que la miraba sonriente, todo se fundió en una imagen durante largo tiempo olvidada. Ella se encontraba en el salón de un hotel, seguramente el mismo hotel, aquel mismo lugar, sentada junto a su hermano, que disfrutaba de su primer permiso después de haber conseguido los galones de sargento. Y entonces recordó. Él había sido destinado a Bassingbourn, en East Anglia. Debieron de reunirse en un hotel cercano a Liverpool Street, no a Victoria Street, pero era un hotel muy similar. Ella recordaba con orgullo la elegancia de su uniforme, la insignia alada de ametrallador de la aviación en su pecho, el flamante brillo de sus tres galones, la sensación de importancia que experimentó al ser acompañada por él, cómo le satisfizo aquel lujo desacostumbrado, el aplomo con que él llamó al camarero y le encargó jerez para ella y cerveza para él. Y su actual acompañante le recordaba un poco a John. Como John, era casi de la misma estatura de ella. A los ametralladores de popa «nos prefieren pequeños», había dicho John. Pero además era rubio como John, había algo de John en sus ojos azules y la alta curva de las cejas, y mucho de John en su amabilidad y cortesía. Casi podía imaginar aquel emblema alado de la aviación en su pecho. Entonces él dijo:

– Supongo que la habrán estado interrogando de nuevo acerca de los asesinatos. ¿Le han hecho pasar un mal rato?

– Oh, no, nada de eso…

Le explicó la finalidad de su visita, sin la menor dificultad en hablarle acerca de Darren, de sus caminatas a lo largo del camino de sirga, sus visitas a la iglesia, su necesidad de verle de nuevo. Añadió:

– La inspectora Miskin no puede hacer nada ante la autoridad municipal, pero me ha dicho cuál es la escuela de Darren. Realmente, se ha mostrado muy amable.

– Los de la policía nunca son amables, excepto cuando les conviene. Conmigo no han sido amables. Verá, creen que yo sé algo. Tienen una teoría. Creen que pudo hacerlo mi hermana, ella junto con su amante.

Miss Wharton gritó:

– ¡Oh, no! ¡Eso es una idea terrible! Imposible que lo hiciera una mujer… ¡y menos su propia esposa! Una mujer no pudo cometer semejante asesinato. Seguramente, ellos han de comprenderlo.

– Tal vez sí. Tal vez sólo fingieran creerlo. Pero están tratando de obligarme a decir que ella confió en mí, que incluso me confesó lo que había hecho. Ella y yo nos llevamos muy bien, ¿comprende? Siempre hemos estado muy cerca el uno del otro. Sólo contamos el uno con el otro. Saben que, de estar ella metida en algún lío, me lo contaría a mí.

– ¡Pero ésta es una situación terrible para usted! No puedo creer que el comandante Dalgliesh admita realmente una cosa así.

– Necesita proceder a una detención, y la esposa o el marido siempre son los sospechosos más obvios. He pasado dos horas muy desagradables.

La señorita Wharton había terminado su jerez y, al parecer por milagro, había otro en su lugar. Tomó un sorbo y pensó: Pobrecito mío, pobre muchacho. También él bebía, un líquido más pálido en un vaso ancho, mezclado con agua. Tal vez fuese whisky. Ahora dejó su vaso sobre la mesa y se inclinó hacia ella, que pudo oler el alcohol en su aliento, masculino, áspero, un tanto inquietante. Dijo:

– Hábleme del crimen. Dígame lo que vio, cómo era aquello.

Ella pudo sentir la necesidad de él, intensa como una fuerza, y también experimentó la necesidad de salir a su encuentro. También ella necesitaba hablar. Había pasado demasiadas noches insomne, luchando contra el horror, esforzándose en no pensar en aquello, en no recordarlo. Era mejor abrir de nuevo la puerta de aquella sacristía y afrontar la realidad. Por tanto, se lo explicó, susurrando a través de la mesa. Volvía a encontrarse en aquel matadero. Lo describió todo: las heridas como bocas fláccidas, Harry Mack con aquella mancha de sangre seca en el pecho, el hedor, más insistente en la imaginación que en la realidad, las manos pálidas y carentes de vida, caídas como flores. Él se inclinaba hacia ella a través de la mesa, bebiendo las palabras de su boca. Después, ella dijo:

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