P. James - Sabor a muerte
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– Por tanto, lo último que vio usted del hombre y la chica es que estaban juntos en la orilla, y entonces usted empezó a remar lentamente contra corriente sin que la viera, ¿no es así?
– Sí. El río se curva allí ligeramente y las matas son más altas junto al agua. A ellos en seguida los perdí de vista. Me senté tranquilamente y esperé a que regresara sir Paul.
– ¿Desde qué dirección?
– Desde más arriba, la misma dirección en que había remado yo. Tuvo que venir atravesando el aparcamiento para coches, ¿comprende?
– ¿Sin oír ni ver al chico y a la chica?
– Bueno, sin poder verlos, pero yo todavía la oí a ella, riéndose, mientras cruzábamos el río. Tuve que remar con mucho cuidado, pues con Makepeace y un pasajero íbamos muy bajos sobre el agua.
La imagen de los dos en aquel cascarón, con Makepeace rígido en la proa, era ridícula pero al mismo tiempo conmovedora, y a Dalgliesh le entraron ganas de echarse a reír. No esperaba sentir un impulso semejante en medio de una investigación por asesinato, y mucho menos en ésta, y lo agradeció. Preguntó:
– ¿Cuánto tiempo estuvo riéndose la chica?
– Casi hasta que llegamos a la orilla opuesta. Entonces, de repente, la risa cesó.
– ¿Oyó usted algo en aquel momento? ¿Un grito, una zambullida en el agua?
– Nada. Pero es que si ella se zambulló limpiamente allí, apenas pudo oírse nada. Y no creo que yo hubiera podido oír la zambullida con el ruido de mis remos.
– ¿Y qué ocurrió entonces, señorita Gentle?
– Primero, sir Paul preguntó si podía utilizar el teléfono para una llamada local. No dijo adónde y yo, naturalmente, no se lo pregunté. Le dejé allí y entré en la cocina, para que él pudiera sentirse a sus anchas. Después, le sugerí que tomara un baño caliente. Encendí el calentador eléctrico del cuarto de baño y también todas mis estufas de parafina. No parecía el momento propicio para economizar. Y le di un desinfectante para la cara. No creo haber mencionado que aquel joven le había hecho un feo arañazo en la mejilla. No era una manera muy viril de pelear, pensé. Después, mientras él estaba en el cuarto de baño, le sequé la ropa en la secadora. Yo no tengo lavadora, y en realidad no la necesito, viviendo, como vivo, sola. Incluso me las arreglo muy bien con las sábanas, gracias al escurridor. Sin embargo, no sabría cómo arreglármelas sin la secadora. Además, le di la vieja bata de mi padre para que se la pusiera mientras se le secaba la ropa. Es de pura lana y calienta mucho. Ahora ya no se fabrican batas así. Cuando salió del cuarto de baño, pensé que estaba muy guapo con ella. Nos sentamos ante el fuego y yo preparé un poco de cacao caliente. Por tratarse de un caballero, pensé que tal vez le gustara algo más fuerte y le ofrecí mi vino de bayas de saúco, pero me dijo que prefería el cacao. Bien, en realidad no dijo que prefiriese el cacao. Le hubiese gustado probar el vino, pues estaba seguro de que había de ser excelente, pero pensaba que una bebida caliente le sentaría mejor. Estuve de acuerdo con él. En realidad, no hay nada tan reconfortante como un buen cacao bien fuerte cuando el frío aprieta. Lo preparé con leche. Había encargado medio litro más porque aquella noche había pensado hacer coliflor con bechamel para cenar. ¿No fue una suerte?
Dalgliesh dijo:
– Lo fue, ciertamente. ¿Ha hablado de esto con alguna otra persona?
– Con nadie. Y no se lo hubiera dicho a usted si no me hubiera telefoneado y si él no estuviera muerto.
– ¿Le pidió él que guardara silencio al respecto?
– Oh, no, él no hubiera hecho tal cosa. No era de esa clase de hombres, y además sabía que yo no lo contaría. Siempre se sabe cuándo se puede confiar en una persona en un caso como éste, ¿no cree? Si se puede confiar, ¿por qué decírselo? Y si no se puede, de nada sirve pedirlo.
– Le ruego que siga sin hablar de ello, señorita Gentle. Podría ser muy importante.
Ella asintió, pero sin decir palabra, y Dalgliesh preguntó, sin saber si ello podía ser importante ni por qué necesitaba saberlo con tanta urgencia:
– ¿De qué hablaron ustedes?
– No de la pelea, al menos no mucho. Yo dije: «Espero que no fuese por una mujer, ¿verdad que no?». Y él me dijo que sí.
– ¿La mujer que se reía, la chica desnuda?
– No lo creo. No estoy segura del porqué, pero no lo creo. Tengo la sensación de que se trataba de algo más complicado. Y no creo que él se hubiera peleado ante ella, al menos sabiendo que ella estaba allí. Pero, por otra parte, no creo que lo supiera. Ella debió de esconderse entre las matas cuando le vio venir.
Dalgliesh creía saber por qué Berowne se encontraba en la orilla del río. Había llegado para sumarse a la cena, para saludar a su esposa y al amante de su esposa, para tomar parte en una charada civilizada, como el marido complaciente, la figura clásica de la farsa. Y entonces oyó el murmullo de la corriente, olió, como lo hizo Dalgliesh, aquel intenso y nostálgico aroma del río, con su promesa de unos momentos de soledad y de paz. Y, tras unos momentos de vacilación, cruzó la entrada del seto para pasar del aparcamiento a la orilla del río. Una cosa tan ínfima, la obediencia a un simple impulso, lo llevó hasta aquella sacristía ensangrentada.
Y debió de ser entonces cuando Swayne, tal vez poniéndose la camisa por la cabeza, salió de entre los matorrales para enfrentarse a él, como la personificación de todo lo que él aborrecía en su vida y en su propia persona. ¿Había interpelado a Swayne respecto a Theresa Nolan, o ya estaba enterado de todo? ¿Sería aquél otro secreto que la joven le había confiado en aquella última carta, el nombre de su amante?
Dalgliesh preguntó nuevamente, con suave insistencia:
– ¿De qué hablaron, señorita Gentle?
– Sobre todo de mi obra, de mis libros. Estaba en realidad muy interesado en saber cómo empecé a escribir y de dónde sacaba yo mis ideas. Claro que no he publicado nada en los últimos seis años. La literatura que yo cultivo no está muy de moda. Me lo explicó el señor Hearne, siempre tan amable y tan dispuesto a ayudar. Hoy, la ficción romántica es más realista, y mucho me temo que yo soy demasiado anticuada. Pero ya no puedo cambiar. La gente se muestra a veces un poco hostil con los novelistas románticos, ya lo sé, pero somos exactamente lo mismo que los demás escritores. Cada uno sólo puede escribir lo que necesita escribir. Y yo me considero muy afortunada. Tengo buena salud, mi pensión de vejez, mi casa, y a Makepeace para hacerme compañía. Y sigo escribiendo. El próximo libro puede ser el de la suerte.
Dalgliesh preguntó:
– ¿Cuánto tiempo se quedó sir Paul?
– Pues varias horas, casi hasta la medianoche. Pero no creo que lo hiciera por cortesía. Creo que estaba a gusto aquí. Seguimos sentados, charlando, y preparé unos huevos revueltos cuando nos entró apetito. Había bastante leche para ellos, pero no, claro está, para la coliflor con bechamel. En cierto momento, él dijo: «Nadie en todo el mundo sabe dónde estoy en este momento, ni una sola persona. Nadie puede encontrarme». Y lo dijo como si yo le hubiera dado algo precioso. Estaba sentado en esta butaca, la que usted ocupa ahora, y parecía sentirse de lo más cómodo con la bata vieja de mi padre, como si estuviera en su propia casa. Usted es muy parecido a él, comandante. No me refiero a su físico. Él era rubio y usted muy moreno. Pero es usted como él: la manera de sentarse, las manos, la manera de andar, incluso un poco la voz.
Dalgliesh dejó su taza sobre la mesa y se levantó. Kate le miró, sorprendida, y en seguida se levantó también y recogió su bolso. Dalgliesh se oyó a sí mismo dando las gracias a la señorita Gentle por el café, reiterándole la necesidad de guardar silencio, y explicándole que les gustaría tener una declaración por escrito y que, si era necesario, vendría a buscarla un coche para llevarla a New Scotland Yard. Habían llegado ya a la puerta cuando, obedeciendo a un impulso, Kate preguntó:
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