Richardson se incorporó bruscamente. Empezaba a pensar que Mitch quizá tuviese razón, que alguien quería hacerles daño. ¿Por qué vaciaban el estanque en aquel preciso momento, si no para privarles de agua a los tres?
Se tumbó boca abajo, como uno de los desechos del ejército de Gedeón, y empezó a lamer como un perro en los últimos centímetros de agua. Luego permaneció inmóvil, contemplando las carpas que se agitaban desesperadamente.
– Por lo menos nos evitará tener que atraparlas -comentó, incorporándose al fin-. Puede darnos hambre.
Joan se puso en pie, sin importarle que Dukes la viese en ropa interior.
– El sashim * i me da sed -declaró.
Dukes sonrió, observó el cuerpo medio desnudo de la mujer, con el agua brillando como esmalte sobre una estatuilla de barro, goteando en un reguero potable de los negros rizos de vello púbico que traslucían las bragas húmedas, y pensó que le gustaría poner la boca debajo y beber como en una fuente. Gorda o no, tenía una cara bonita.
– A mí también -dijo.
En la negra pantalla del ordenador portátil de Tony Levine aparecieron los trazos verdes de la parte exterior de los ascensores. Tony giró la bola del ratón y la imagen pasó al otro lado de las puertas, centrándose en el sistema de mando que había sobre ellas. Willis Ellery sacó la pluma y señaló una pieza que parecía una cadena de bicicleta.
– Bueno -dijo-. Eso es un sistema de mando de alta velocidad completamente regulable. Utiliza ese motor de corriente continua para accionar las dos bielas que abren y cierran las puertas. La fuerza que mantiene unidas las puertas es mayor en la parte de arriba y menor por abajo. Así que por ahí intentaremos forzarlas: por abajo. De ese modo liberaremos el aire tratado hacia el cuerpo principal del edificio, apartándolo de los tres hombres encerrados en la cabina. Por lo menos, eso evitará que se mueran de frío. Luego ya veremos la forma de bajar por el hueco y abrir la trampilla del techo de la cabina.
– Me parece buena idea -aprobó Mitch-. Pero necesitaremos una navaja o un destornillador. David, ¿por qué no le preguntas a Helen qué ha encontrado?
Arnon asintió y salió a buscarla.
– Aunque no lleguemos a separar mucho las puertas -añadió Ellery-, el mecanismo de mando tiene sensores incorporados. Una especie de haz luminoso. Si lo desconectamos, quizá podríamos activar el movimiento de las puertas en sentido contrario.
– ¿Abrirlas, quiere decir? -dijo Curtis, sonriendo.
– Eso es -confirmó Ellery con voz queda.
Horrorizado por la muerte de Kay Killen, no entendía cómo podía considerarse divertido nada de lo que estaba pasando. La noticia de que estaban atrapados en la Parrilla le había producido una clara sensación de náusea, como si hubiese comido algo estropeado a mediodía. Suspiró con visible impaciencia.
– Oiga, lo hago lo mejor que puedo -afirmó.
– No lo dudo -repuso Curtis-. Todos lo hacemos. Así que debemos mantener la moral alta, ¿eh? Que no nos deprima lo que ha pasado. ¿Entiende lo que quiero decir?
Ellery asintió.
Arnon volvió a aparecer con una selección de cuchillos y tijeras de cocina, además de algunos salvamanteles de madera.
– Podemos meter los salvamanteles en los intersticios que hagamos con los cuchillos -explicó-. Como cuñas, para mantener las puertas abiertas.
– Muy bien -dijo Mitch-, vamos allá.
Los cuatro hombres salieron al pasillo en dirección a los ascensores.
– ¿Cuál? -preguntó Ellery.
Mitch tocó las puertas con cautela. Tal como había dicho Richardson, estaban heladas.
– El del medio, de este lado.
Ellery escogió un largo cuchillo para el pan y se tumbó boca abajo en el suelo. Colocó la punta del cuchillo donde se juntaban las puertas y empezó a hacer fuerza. De pie, Levine intentó meter otro cuchillo más arriba, entre los paneles. Ninguno de los dos consiguió gran cosa.
– No quiere entrar -gruñó Ellery.
– Tenga cuidado de no cortarse -le recomendó Curtis.
– No cede ni un milímetro. O el sistema de mando tiene más fuerza de lo que pensaba, o las puertas están completamente atascadas.
Levine rompió el cuchillo y por poco no se rebanó el dedo.
Provisto de unas tijeras abiertas, Curtis avanzó y ocupó el lugar de Levine.
– Déjeme probar.
Al cabo de unos minutos se apartó a su vez y, con más atención, examinó la juntura de arriba abajo. Luego pasó el pulgar por la parte alta e hizo palanca en la junta con la hoja de las tijeras. Algo se rompió, pero no era metal.
– Las puertas no están completamente atascadas -dijo sombríamente. Se agachó a recoger el fragmento que había caído en la moqueta y lo mostró en la palma de la mano para que lo vieran todos. Era un trozo de hielo-. Están completamente congeladas.
– ¡Mierda! -jadeó Mitch.
– Lamento decirlo, señores -dijo Curtis- Pero casi con toda seguridad, quien se encuentre detrás de esas puertas ya estará muerto.
– ¡Pobrecillos! -comentó Arnon-. Vaya forma de morir, joder.
Ellery se puso en pie, jadeante.
– No me encuentro bien -anunció.
– ¿Y ya está? -inquirió Levine-. ¿Es que vamos a darnos por vencidos?
Curtis se encogió de hombros.
– Acepto cualquier sugerencia.
– Tiene que haber algo que podamos hacer. ¿Mitch?
– El inspector tiene razón, Tony. Probablemente ya estarán muertos.
Frustrado, Levine dio una patada a la puerta y soltó una andanada de tacos.
– Tranquilo -dijo Mitch.
– Ya hay cuatro personas, quizá cinco, muertas en este edificio, ¿y me dices que esté tranquilo? ¿No lo entiendes, Mitch? ¡Estamos acabados, hombre! Nadie va a salir de aquí. Ese cabrón de Grabel va a eliminarnos uno por uno.
Curtis cogió firmemente a Levine por los hombros y lo empujó violentamente contra la pared.
– Será mejor que empiece a afrontar la situación -le advirtió-. No quiero oírle decir más chorradas. -Soltando a Levine de su poderosa presa, añadió sonriendo-: No hay que inquietar a las damas.
– No se preocupe por ellas -intervino Arnon-. Tienen cojones para lo que sea…, más que otros, en todo caso. Créame, inspector, son incombustibles.
– ¿Me disculpan, por favor? -pidió débilmente Ellery-. Tengo que ir al lavabo.
Mitch lo cogió del brazo.
– Estás un poco pálido, Willis. ¿Te encuentras bien?
– No mucho -admitió Ellery.
Los otros tres hombres vieron cómo se alejaba por el pasillo en dirección a la sala de juntas.
– Dave tiene razón -dijo Levine, sonriendo con sarcasmo-. Aquí, las únicas damas que pueden inquietarse son Ellery y Birnbaum.
– ¿Cree que se le pasará? -preguntó Curtis a Mitch, sin hacer caso a Levine.
– Le tenía cariño a Kay, eso es todo.
– Todos la queríamos -observó Arnon.
– Quizá esté un poco deshidratado -sugirió Curtis-. Tendremos que ocuparnos de que beba algo.
Volvieron a la sala de juntas y sacudieron la cabeza cuando los otros les preguntaron por los tres encerrados en el ascensor.
– Así que la cosa es grave -comentó secamente Marty-. Bueno, por lo menos no moriremos de hambre ni de sed. He preparado una lista de nuestras provisiones, aunque no comprendo por qué se me ha encomendado una tarea tan doméstica. Aquí soy el socio más importante, ¿sabes, Mitch? Por derecho, me correspondería estar al cargo de todo.
– ¿Quiere tomar el mando? -le preguntó Curtis-. Pues sírvase. Yo no pretendo lucirme ni tengo un ardiente deseo de imponer mi voluntad a los demás. Si se cree capaz de sacarnos de aquí, adelante, no seré yo quien se lo impida.
– No he dicho eso. Simplemente, observaba que se ha invertido el orden jerárquico.
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