Philip Kerr - El infierno digital

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En la ciudad de Los Angeles se inaugura un modernísimo rascacielos in-formatizado regido por un superordenador al que han puesto el nombre de Abraham. De pronto, en el edificio se empiezan a producir extrañas muertes -primero un técnico informático, después un guarda de seguridad…- que la policía no sabe si catalogar como accidentes o asesinatos. Los dos principales sospechosos son el estudiante que encabeza las manifestaciones contra el propietario de la constructora, un multimillonario de origen chino simpatizante del Gobierno comunista de Pekín, y uno de los técnicos del equipo del arquitecto responsable del proyecto, que se ha peleado con él. Otra posible explicación es que el edificio, según las teorías de una empresa en embrujos tradicionales chinos, está maldito. Pero acaso el verdadero culpable no sea humano ni tenga nada que ver con antiguas brujerías… Philip Kerr ha escrito un apasionante tecno-thriller protagonizado por un superordenador capaz de poner en jaque a policías, arquitectos y técnicos informáticos. Como el Hal de 2001: Una odisea en el espacio, Abraham no está dispuesto a limitarse a cumplir órdenes…

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– Bueno, eso es lo que pasa en momentos de crisis, Marty -repuso Arnon, sarcástico-. Las viejas estructuras de clase ya no significan nada. La supervivencia suele basarse en la posesión de cierta sabiduría práctica. Como ser ingeniero. Tener un profundo conocimiento del terreno. Esas cosas.

– ¿Estás insinuando que no sé nada de este edificio, David? ¿En qué crees tú exactamente que consiste el trabajo de un director administrativo en una empresa como ésta?

– ¿Sabes una cosa, Marty? Hace meses que me vengo haciendo esa misma pregunta. Me encantaría conocer la respuesta.

– ¡Vaya, hombre! -La indignación hizo que Birnbaum se pusiera en posición de firmes, como quien se defiende ante un tribunal-. Díselo, Mitch. Dile…

Curtis se aclaró ruidosamente la garganta.

– ¿Por qué no lee la lista? -propuso-. Ya discutirán sobre sus respectivas funciones cuando salgamos de aquí.

Birnbaum frunció el ceño y luego, malhumorado, empezó a enumerar las provisiones:

– Doce botellas de dos litros de agua mineral con gas, veinticuatro botellas de Budweiser, doce botellas de Miller Lite, seis botellas de un mediocre Chardonnay californiano, ocho botellas de zumo de naranja recién exprimido, ocho bolsas de patatas fritas, seis bolsas de cacahuetes tostados, dos poulets fríos, un jamón, un salmón, seis barras de pan, varios trozos de queso, fruta, hay mucha fruta, seis chocolatinas Hershey y cuatro termos grandes de café. La nevera no funciona, pero todavía hay agua corriente.

– Muchas gracias, Marty -dijo Arnon-. Buen trabajo. Ya puedes marcharte a casa.

Birnbaum enrojeció, puso la lista en manos de Curtis y volvió con paso resuelto a la cocina, seguido por la risa cruel de David Arnon.

– Suficiente comida, en cualquier caso -dijo Curtis a Coleman.

– Yo me bebería una cerveza -repuso éste.

– Yo también -dijo Jenny-. Estoy sedienta.

– Mi estómago resuena como la falla de San Andreas -dijo Levine-. ¿Quieres algo de la cocina, Bob?

Bob Beech empujó la silla apartándose del terminal simple, se puso en pie y se acercó a la ventana.

– ¿Bob? -le preguntó Mitch-. ¿Tienes algo que decirnos?

Todos perdieron el apetito o la sed cuando llegó la tranquila respuesta de Beech:

– Creo que tendremos que revisar nuestras expectativas de rescate. Radicalmente.

Eran casi las nueve.

– Ninguno de nosotros tiene un horario regular, ¿verdad? -dijo Bob Beech-. Yo, por ejemplo, a veces trabajo hasta medianoche. Y ha habido ocasiones en que ni siquiera he vuelto a casa. Me parece que puede decirse lo mismo de casi todos los que están en esta habitación. ¿Inspector Curtis?

– Un policía trabaja a cualquier hora -admitió con un encogimiento de hombros-. Vaya al grano.

– ¿Les suena el nombre de Roo Evans, señores?

Nathan Coleman miró a Curtis y asintió.

– El chico negro de Watts, la persecución de coches.

– Estamos investigando su asesinato -explicó Curtis.

– No, ya no -repuso Beech.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Coleman.

– Ustedes dos están relevados de sus funciones, con el salario entero, y retenidos en la comisaría de la calle Setenta y siete para ser interrogados por la Brigada de Asuntos Internos como sospechosos de haber participado en el asesinato de Evans. Al menos eso es lo que cree el comisario Mahoney.

– Pero ¿qué coño está diciendo? -inquirió Curtis.

– Lo siento, pero no soy yo quien lo dice. Alguien ha entrado en su ordenador central del Ayuntamiento. Buen trabajo, por cierto. Si no me creen, echen un vistazo a la pantalla. Nadie los espera en el despacho hasta dentro de bastante tiempo. Quizá nunca. Por lo que se refiere a sus colegas, ustedes dos son personae non gratae. Que en latín significa: estáis jodidos.

Curtis se volvió y miró al ordenador sin verlo.

– ¿Me está tomando el pelo? -preguntó-. ¿Es una broma?

– Ojalá lo fuese, inspector, créame.

– Pero los de Asuntos Internos tendrían que haber llamado a Mahoney para comunicárselo, ¿no? -se extrañó Coleman.

– Así era antes -suspiró Curtis-. Pero ahora el ordenador se encarga de todo. Creen que garantiza la objetividad, ¿sabes? Para que los delincuentes puedan jodernos bien. El capullo de Mahoney no levantará su gordo culo de la silla y creerá lo que imprima el ordenador como si viniese directamente del Todopoderoso. A lo mejor incluso llama a mi mujer para decirle que no me espere en unos días.

– Como decía -prosiguió Beech, moviendo la cabeza-, eso no es todo. Han mandado un fax a las líneas aéreas para cancelar los billetes de los Richardson en el vuelo de Londres. Incluso han anulado la reserva que tenías en el Spago, Tony. Qué atenlos, ¿eh?

– ¡Joder! Tuve que esperar cuatro semanas para conseguir la puñetera mesa.

– Han enviado fax o correo electrónico a mujeres, novias, novios. Para decirles que teníamos los teléfonos estropeados y que nos quedaremos trabajando toda la noche para terminar esta mierda.

Hubo un largo y pasmado silencio que terminó rompiendo David Arnon.

– ¿Creéis que Grabel habrá llamado a Mastercharge? -preguntó-. ¿Para cancelar mi deuda?

– ¿Nadie nos espera en casa esta noche? -resumió Jenny-. ¿Y nadie sabe que estamos encerrados aquí? ¿Con un loco?

– Eso es, más o menos -confirmó Beech-. Pero hay algo mejor aún.

– ¿Podría haber algo peor? -dijo Coleman, encogiéndose de hombros.

– Allen Grabel no es culpable de nada.

– ¿Cómo? ¿Quién es, entonces? -preguntó Helen.

– Nadie.

– No entiendo -dijo Curtis-. Ha dicho que «alguien» entró en el ordenador central…

– Ese «alguien», que todos suponíamos que era Allen Grabel, es el propio Abraham.

– ¿Quieres decir que el ordenador es el culpable de lo que está pasando? -preguntó Marty Birnbaum.

– Eso es exactamente lo que estoy diciendo.

– ¡Pero qué…! ¡No lo entiendo! -repitió Curtis-. Yo sólo conozco la mentalidad de los criminales que están cargados de armas, drogas y demás mierda. ¿Por qué haría un ordenador una cosa así?

– ¡Venga, hombre! -interrumpió Marty Birnbaum-. No hablarás en serio, ¿verdad, Bob? Habrá fallado la integridad del sistema, como has dicho. Pero lo que estás sugiriendo es absurdo. Y alarmista, además. Te estás comportando de manera irresponsable. En serio. ¿Por qué querría Abraham hacer daño a alguien? Ni siquiera estoy seguro de que pueda afirmarse que un ordenador tiene voluntad.

– Bueno, por lo menos estamos de acuerdo en eso -admitió Beech-. No en el porqué, inspector. Sino en el cómo. El cómo implica un motivo. Estamos hablando de una máquina, ¿recuerda?

– ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Y qué más da, joder? Me gustaría saber lo que está pasando.

– Pues puede que haya habido una especie de semiapagón.

– ¿Y qué coño es un semiapagón?

– Un descenso de tensión en vez de una interrupción del suministro de energía. Cuando hay un fallo importante en el suministro de energía, el generador de emergencia tiene que ponerse en marcha. Es posible que haya la energía justa para que no se active el sistema de emergencia, pero no la suficiente para que Abraham pueda gestionar las cosas como es debido. Puede faltarle energía. Como cuando falta oxígeno en el cerebro. -Se encogió de hombros y concluyó-: No sé. Sólo son conjeturas, nada más.

– ¿Estás seguro, Bob? ¿De lo de Abraham?

– No hay otra explicación, Mitch. He visto las operaciones en el terminal a medida que se procesaban en el Yu-5, abajo. Sólo la rapidez con que desfilaban me convenció de que no hay un operador que las esté ejecutando. Estoy seguro. Ni tampoco instrucciones programadas de antemano. Abraham lo está haciendo por su propia cuenta.

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