Philip Kerr - El infierno digital

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En la ciudad de Los Angeles se inaugura un modernísimo rascacielos in-formatizado regido por un superordenador al que han puesto el nombre de Abraham. De pronto, en el edificio se empiezan a producir extrañas muertes -primero un técnico informático, después un guarda de seguridad…- que la policía no sabe si catalogar como accidentes o asesinatos. Los dos principales sospechosos son el estudiante que encabeza las manifestaciones contra el propietario de la constructora, un multimillonario de origen chino simpatizante del Gobierno comunista de Pekín, y uno de los técnicos del equipo del arquitecto responsable del proyecto, que se ha peleado con él. Otra posible explicación es que el edificio, según las teorías de una empresa en embrujos tradicionales chinos, está maldito. Pero acaso el verdadero culpable no sea humano ni tenga nada que ver con antiguas brujerías… Philip Kerr ha escrito un apasionante tecno-thriller protagonizado por un superordenador capaz de poner en jaque a policías, arquitectos y técnicos informáticos. Como el Hal de 2001: Una odisea en el espacio, Abraham no está dispuesto a limitarse a cumplir órdenes…

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Dukes se encogió de hombros.

– Bueno, ahora se presentará la poli en vez de los bomberos. No veo la diferencia.

– No habría estado mal esperarlos cómodamente -replicó Richardson-. No sé a usted, pero a mí me habría venido bien una copa. -Meneó la cabeza con furia-. Está despedido. ¿Se entera?

Cuando salgamos de ésta, ni se le ocurra aparecer por aquí, amigo.

Dukes se encogió de hombros con aire de resignación, lanzó una mirada a la Sig automática que empuñaba y volvió a guardarla en la funda.

– Voy a decirle una cosa, so cabrón -dijo sonriendo-. Se necesitan agallas para despedir a alguien que tiene una pistola en la mano. O ser idiota.

El walkie-talkie del servicio de seguridad, que Dukes llevaba al cinturón, zumbó. El guarda jurado lo desenganchó y pulsó el botón de recepción de llamada.

– ¿Qué coño pasa ahí abajo?

– ¿Mitch? -dijo Richardson, tras arrancar el aparato de manos de Dukes-. Soy Ray, Mitch. Estamos atrapados como en una ratonera. En vez de utilizar el martillito de la cadena para romper el cristal de la alarma contra incendios, Dukes ha sacado la pistola. El muy gilipollas debe de creerse Clint Eastwood o algo así. Activó los sistemas de defensa.

– ¿Estáis bien todos?

– Sí, estamos bien. Pero dime, ¿están ahí Declan y esos dos pintores?

– No, no los hemos visto.

– Entonces deben de estar encerrados en el ascensor. No sería tan grave si no fuese porque todo el aire acondicionado del edificio se ha canalizado de algún modo por el hueco de los ascensores. El que cogieron debe estar como una nevera. Por eso intentábamos alertar a los bomberos.

– Ya puedes olvidarte de eso -le recomendó Mitch-. Me parece que han saboteado a Abraham.

– Pero ¿quién, por amor de Dios?

Mitch le habló de Allen Grabel.

– Si no me equivoco, Abraham ha perdido su integridad, y puede que luego le hayan dado una nueva serie de prioridades. Y tengo la impresión de que entre ellas no figura la de que podamos llamar a los servicios públicos. Tendremos que probar algo desde aquí arriba. ¿Qué sabes de Kay?

Richardson suspiró.

– Está muerta.

– ¿Muerta? ¡Santo cielo, no! ¿Qué ha pasado?

– No tengo ni idea. La encontré flotando en la piscina. Intenté reanimarla, pero fue inútil. -Se calló un momento y luego añadió-: Oye, ¿qué quieres decir con eso de que Abraham ha perdido su integridad? ¿Qué espera Kenny para volver a poner en marcha los sistemas?

– No logramos comunicarnos con él -contestó Mitch-. Esperaba que de camino hacia acá fueseis a echar una mirada a la sala de informática. -Mitch le explicó su teoría sobre la grabación en vídeo de la secuencia repetitiva-. Tenemos que entrar como sea en el centro de datos y borrar todos los programas SGE.

– ¿Y el ordenador de la sala de juntas? -preguntó Richardson-. ¿Es que Beech no puede hacer algo desde ahí?

– Sólo si le deja Abraham.

– ¡Vaya jodienda, coño! ¿Qué vamos a hacer?

– Mira, estáte tranquilo. Trataremos de pensar algo y luego os volveremos a llamar.

– Sí, bueno, no tardéis mucho. Esto parece un horno.

En el bruñido techo de aluminio de cada ascensor había un agujero redondo de poco más de un centímetro de diámetro. Encastrada en el orificio, a unos milímetros de profundidad, estaba la tuerca triangular que mantenía en su sitio la escotilla de inspección de la cabina. Para quitar la tuerca y abrir la trampilla se necesitaba una llave especial de tubo que tenían los técnicos de mantenimiento de Otis. Pese a la evidente inutilidad de la tentativa, Dobbs, el más alto de los tres hombres atrapados en el ascensor, intentaba quitar la tuerca con un pequeño destornillador que había sacado de un bolsillo del mono.

– Tiene que haber una forma de aflojarla -dijo entre el castañeteo de los dientes.

– Estás perdiendo el tiempo -aseguró Declan Bennett, ya morado de frío.

– ¿Se te ocurre algo mejor, amigo? -inquirió Martinez-. Si es así, dilo, porque no hay manera de salir.

– ¡Maldita sea! -dijo Dobbs- No se mueve.

Bajó del techo los doloridos brazos, miró la herramienta con decepción y, dándose cuenta de su inutilidad, la tiró asqueado.

– Tienes razón. Igual que si meto la minga en ese agujero. Así, al menos, moriría contento. -Rió con amargura-. No entiendo a qué viene este frío. He oído hablar de un cambio climático que enfriaría la atmósfera, pero esto es ridículo. Nunca pensé que me moriría congelado en Los Ángeles.

– ¿Quién ha hablado de morir? -inquirió Declan Bennett.

– En casa tengo un congelador -dijo Dobbs-. Y he leído las instrucciones. Calculo que nos quedan unas doce horas, después nos conservaremos frescos hasta Navidad.

– Nos sacarán -insistió Bennett.

– ¿Y quién va a sacarlos a ellos?

– No es más que un fallo del ordenador. Algo que ha pasado en el programa. Lo mismo que con la puerta de entrada. Lo ha dicho el señor Richardson, he oído que lo comentaba con su mujer. Hay un especialista en redes que está tratando de que todo vuelva a funcionar. Este ascensor empezará a moverse de nuevo en cualquier momento. Ya veréis.

Martinez se quitó las manos heladas de las axilas y les echó el aliento.

– Me parece que no volveré a coger un ascensor en mi vida -declaró-. Suponiendo que sobreviva.

– Yo estuve en el ejército británico -anunció Bennett-. Así que conozco algunas técnicas de supervivencia. Se puede aguantar el frío extremo durante horas, incluso días, acelerando el ritmo cardiaco. Propongo que corramos sin movernos del sitio. Venga. Nos cogeremos de la mano para darnos calor.

Los tres hombres se dieron la mano, formaron un círculo y simularon una carrera, exhalando bocanadas de vapor. Parecían tres esquimales borrachos de juerga en torno a un caldero humeante. La cabina del ascensor crujía bajo sus pies medio congelados.

– Debemos mantener el cuerpo en movimiento -insistió Bennett-. La sangre se congela, ¿sabéis? Como cualquier otro líquido. Pero antes, se para el corazón. Así que hay que hacerle trabajar más. Que sepa que aún dominamos la situación.

– Me siento como un mariquita -se quejó Martinez.

– Eso es lo que menos debería preocuparte, muchacho -aseguró Bennett-. Considérate afortunado de que encima no padezcas claustrofobia.

– ¿Claustro qué?

– No se lo expliques -pidió Dobbs a Bennett-. No hay por qué darle ideas.

Miró a Martinez y sonrió como si su compañero fuese un niño.

– Pánico a Santa Claus, eso es la claustrofobia, mexicano estúpido. Sigue cogido de mi mano y deja de hacer preguntas tontas. Aunque en una cosa tienes razón. A partir de ahora, tú y yo iremos por la escalera.

– ¿Quieren prestarme atención, por favor?

Frank Curtis esperó a que todos guardaran silencio en la sala del consejo de administración y luego empezó a hablar:

– Gracias. Según el señor Bryan, ha fallado la integridad de los sistemas de gestión de este edificio. Lo cual, con su permiso, es otra forma de decir que el ordenador que controla todo, la máquina que ustedes llaman Abraham, ha sido saboteado por un loco. Parece que su antiguo compañero, Allen Grabel, guarda cierto rencor a su jefe. En cualquier caso, nuestra situación es la siguiente: Los teléfonos no funcionan. Las entradas y salidas están bloqueadas, lo mismo que las puertas de las escaleras de emergencia. Hay tres personas encerradas en un ascensor, así que debemos suponer que los ascensores tampoco funcionan. Y estoy seguro de que no hace falta recordarles que las ventanas son irrompibles y que hace mucho calor aquí dentro. Además, hay otra víctima. Lamento mucho tener que decírselo, pero han encontrado muerta en la piscina a su compañera, Kay Killen.

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