Philip Kerr - Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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– ¿Se lo has dicho al Húsar?

El Húsar era el sargento uniformado llamado Max Willig, que con frecuencia rondaba por la Bülowplatz y era casi tan impopular como el capitán Anlauf.

– Se lo dije.

– ¿No te creyó?

– Él sí. Pero el juez Bode no, cuando le pedimos una orden de registro. Dijo que necesitábamos más pruebas que un cosquilleo en la punta de la nariz.

– ¿Crees que están planeando algo?

– Siempre están planeando algo. Son comunistas, ¿no? Delincuentes, la mayoría de ellos.

– No me gustan los delincuentes que quebrantan las leyes -dije.

– ¿De qué otra clase puede haberlos?

– De los que hacen las leyes. Los Hindenburg y Schleicher de este mundo hacen más por joder a la República que los comunistas y los nazis juntos.

– En eso tienes toda la razón, amigo.

Quizá nunca más hubiese vuelto a oír el nombre de Erich Mielke salvo por dos razones. Una de ellas es que seguí viendo con frecuencia a Elisabeth, y de vez en cuando me decía que le había visto a él o a una de sus hermanas. Entonces ocurrieron los acontecimientos del 9 de agosto de 1931. No hay ningún policía del Berlín de la República de Weimar que no recuerde el 9 de agosto de 1931. De la misma manera que los americanos recuerdan el hundimiento del Maine.

12

ALEMANIA, 1931

Lo mínimo que se puede decir es que aquel fue un verano difícil. Pese a que se promulgaron nuevas leyes que convertían la violencia política en un crimen capital, los nazis estaban matando a comunistas a un promedio de casi dos a uno. Después de las elecciones de marzo, en la que los nazis consiguieron el triple de votos que el KPD, los comunistas se volvieron cada vez más violentos, seguramente llevados por la desesperación. Después, a principios de agosto, se convocaron elecciones para el parlamento prusiano. Lo más lógico era suponer que tuvieran relación con la crisis económica mundial. Después de todo, estábamos en 1931 y nos encontrábamos en plena Gran Depresión. Casi la mitad de los bancos habían quebrado en Estados Unidos, y en Alemania estábamos intentando pagar las indemnizaciones de guerra, con casi seis millones de hombres sin trabajo. Y los franceses tenían una buena parte de culpa, por imponer sus brutales condiciones de paz.

Las elecciones prusianas constituían siempre un barómetro para el resto de Alemania, y por lo general se disputaban con dureza, un hecho atribuible al carácter prusiano. Jedem das Seine es un lema prusiano. Significa literalmente: «A cada uno lo suyo», pero en un sentido más figurado también significa: «Todos reciben lo que se merecen». Es por eso que lo pusieron sobre la reja de la entrada del campo de concentración de Buchenwald. Y es probable que, dado el peculiar carácter del parlamento prusiano, recibimos lo que nos merecíamos cuando, el 9 de agosto, se anunciaron los resultados y resultó que no había votado bastante gente para obligar a convocar comicios a nivel nacional. Sin quórum para las elecciones, la irritación se extendió por todo Berlín. Pero sobre todo en la Bülowplatz, frente a la Karl Liebknech Haus. Convencidos de que se había sellado algún pacto secreto entre la administración nazi y la prusiana, miles de comunistas se congregaron allí. Lo más probable es que estuviesen en lo cierto respecto al acuerdo. Pero las cosas se pusieron feas cuando apareció la policía antidisturbios y comenzó a romper cabezas comunistas como si fueran huevos. Los polis de Berlín siempre han sido buenos preparando tortillas.

Tampoco la lluvia ayudó mucho. Había hecho un calor muy seco durante varias semanas, pero aquel día llovió con fuerza y a los polis de Berlín no les gustaba mojarse. Algo relacionado con todo aquel cuero en los chacós que llevaban. Había una cubierta de hule que debías ponerte encima cuando empeoraba el tiempo, pero después se olvidaban de ello, lo que significaba que tenían que pasarse siglos limpiando y puliendo el chacó. Si había algo que cabreara de verdad a los polis de Berlín era que se les mojase el chacó.

Supongo que los rojos decidieron que ya habían tenido suficiente. Claro que siempre gritaban contra la dictadura policial, aun cuando la policía se comportaba con una conducta ejemplar. La policía local había sido amenazada con anterioridad, pero esto era diferente. Ahora se hablaba de matar policías. Alrededor de las ocho de la noche se oyeron disparos y se inició una batalla en toda regla entre la poli y el KPD; la más grande que habíamos visto desde el levantamiento de 1919.

Comenzaron a llegar noticias a la jefatura de policía en Berlín Alexanderplatz, alrededor de las nueve de la noche, de que varios agentes, incluidos dos capitanes de policía, habían resultado muertos. Ya estábamos investigando el asesinato de otro poli en junio. Yo había ayudado a llevar el féretro. A la hora en que varios detectives y yo llegamos a la Bülowplatz, la mayor parte de la muchedumbre se había dispersado, pero aún se mantenía un intenso tiroteo. Los comunistas se apostaban en los tejados de varios edificios, y las fuerzas de policía, provistas de reflectores, les devolvían el fuego y registraban al mismo tiempo los edificios de apartamentos de la zona en busca de armas y sospechosos. Un centenar de personas fueron arrestadas, quizá más, mientras continuaba la batalla. Esto significaba que no podíamos acercarnos a los cuerpos, y durante varias horas intercambiamos disparos con los rojos; una bala de fusil arrancó un trozo de mampostería por encima de mi cabeza y, llevado más por la furia que por la intención de hacer blanco, disparé con la Bergmann hasta vaciar el cargador. Era la una de la madrugada cuando conseguimos llegar a los polis heridos, cuyos cuerpos estaban tumbados en el portal del cine Babylon. En aquellos momentos había muerto un comunista y otros diecisiete estaban heridos.

De los tres policías del portal, dos estaban muertos. El tercero, el sargento Willig, el Húsar, estaba herido en el estómago y en un brazo. Su chaqueta azul grisáceo estaba manchada de sangre, aunque no toda era suya.

– Nos tendieron una emboscada -jadeó mientras nos sentábamos junto a él y esperábamos la llegada de la ambulancia-. Los que nos dieron no estaban en los tejados. Los cabrones estaban ocultos en un portal y nos dispararon por la espalda cuando pasamos.

El oficial al mando, el detective policía consejero Reinhold Heller, le dijo a Willig que contuviese el aliento, pero el sargento era de esa clase de hombres que no podían descansar hasta haber presentado su informe.

– Eran dos. Con pistolas automáticas. Les disparé con mi arma. Todo el cargador. No puedo decir si alcancé a alguno de ellos o no. Eran jóvenes. Gamberros. Veinteañeros. Se rieron cuando vieron a los dos capitanes caer al suelo. Luego entraron en el cine. -Intentó sonreír-. Debían de ser admiradores de la Garbo. A mí nunca me ha gustado mucho.

Llegaron los enfermeros de la ambulancia con una camilla y se lo llevaron, y nos dejaron con los dos cadáveres.

– ¿Günther? -dijo Heller-. Vaya a hablar con el director del cine. Averigüe si alguien vio algo aparte de la película.

Heller era judío, pero yo no tenía ningún problema con eso. No como otros. Él era el chico de oro de Bernard Weiss, el jefe de la Kripo, pero eso no hubiese creado ningún problema si no fuera porque Weiss también era judío. Yo creía que Heller era un buen policía, y eso era lo único que tenía importancia para mí. Los nazis, por supuesto, pensaban de otra manera.

La película era Mata Hari, con Greta Garbo en el papel principal y Ramón Novarro como el joven oficial ruso que se enamora de ella. Yo no la había visto, pero la película tuvo mucho éxito en Berlín. A Garbo la fusilan los traicioneros franceses, y con un argumento así, no podía fallar con los alemanes. El director del cine esperaba en el vestíbulo. Era moreno y parecía preocupado, con un bigote que parecía la ceja de un enano, y se parecía un poco a Ramón Novarro. Pero no se podía decir que la mujer rubia de la taquilla se pareciese a Greta Garbo, al menos no a la Garbo del cartel; tenía el pelo erizado, como Pedro Melenas.

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