Philip Kerr - Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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– Como si fuese su secretaria.

11

ALEMANIA, 1931

Era el martes 23 de mayo. Lo sé porque era el día de mi cumpleaños. Tiendes a recordar tu cumpleaños cuando has tenido que pasarlo en la prisión de Tegel, interrogando a uno de los convictos en el juicio del Eden Dance Palace. Un miembro de las Secciones de Asalto del partido nazi que se llamaba Konrad Stief. No era más que un muchacho, no tendría más de veintidós años; con un par de condenas por hurto, se había unido a las SA la primavera anterior. Durante los últimos años de la República de Weimar, la suya era una típica historia berlinesa: el 22 de noviembre de 1930, Stief y otros tres camaradas de la SA Storm 33 habían ido a un salón de baile. No había nada de malo en ello, excepto que no fueron allí para bailar el charlestón; y en lugar de corbatas y el pelo bien peinado, llevaban pistolas. Verán, el Eden Dance Palace era frecuentado por un club de excursionistas comunistas. Por curioso que resulte, los clubes de excursionistas comunistas solían hacer lo mismo que los demás en la sala de baile: bailar. Pero aquella noche no pudieron hacerlo, porque llegaron los nazis, subieron las escaleras y abrieron fuego. Varios de los alegres excursionistas fueron alcanzados por las balas, y dos de ellos resultaron gravemente heridos.

Como digo, era una típica historia de Berlín, y probablemente yo no hubiese recordado muchos de los detalles salvo por el hecho de que el caso del Eden Dance Palace en la Corte Criminal Central de Berlín, en el viejo Moabit, no era un juicio típico. Verán, el abogado de la defensa, un tipo llamado Hans Litten, citó a Hitler al banquillo y lo interrogó sobre su verdadera relación con las SA y sus métodos violentos; y Hitler, que intentaba venderse a sí mismo como el Señor de la Ley y el Orden, no sentía mucho interés por lo sucedido ni por Hans Litten, que además resultaba ser judío. En cualquier caso, los cuatro fueron condenados. Stief fue sentenciado a dos años y medio en Tegel, y a la mañana siguiente acudí a la prisión para ver si podía arrojar alguna luz sobre otro caso. Tenía algo que ver con el asesinato de un hombre de las SA. El arma que Stief había utilizado en el Eden Dance Palace había sido utilizada para asesinar a otro hombre de las SA. Mis preguntas eran las siguientes: ¿Los comunistas habían asesinado al hombre de las SA por ser miembro de la organización? ¿O, como comenzaba a parecer más probable, lo habían asesinado los nazis porque en realidad era un comunista enviado a espiar a la sección de asalto Storm 33?

Conseguí que Stief me diera un nombre y la dirección de una taberna en la ciudad vieja frecuentada por los miembros de la Storm 33. La taberna Reisig's estaba en la Hebbelstrasse, en el distrito oeste de Charlottenburg, y no quedaba muy lejos del Eden Dance Palace. Así que cuando salí de Tegel decidí pasarme por allí y echar un vistazo. Pero tan pronto como llegué vi salir a un grupo de hombres de las SA y subirse a un camión. Iban armados, y era obvio que partían en alguna misión asesina. No había tiempo para llamar a la jefatura y, convencido de que por una vez podría evitar un homicidio en lugar de investigarlo, los seguí.

Esto puede parecer valiente o una tontería, pero no lo es. En aquellos días muchos polis solían llevar una Bergmann MP18 en el maletero del coche en lugar de una pistola. La Bergmann era una metralleta de calibre nueve milímetros con un cargador de treinta y dos balas, perfecto para barrer la basura de las calles. Así que seguí a la pandilla todo el camino hasta la Colonia Felseneck, en Reinickendorf Este, un reducto del partido comunista. La Colonia Felseneck consistía en una serie de parcelas para los comunistas que querían cultivar sus propios alimentos; y como el dinero escaseaba tanto, muchos de ellos necesitaban cultivar verduras para sobrevivir. Algunos de aquellos comunistas incluso vivían allí. Tenían sus propios guardias, y se suponía que debían estar atentos por si aparecían los nazis, pero esta vez no hicieron bien su trabajo. Habían huido o les habían avisado, o quizás eran cómplices del ataque, ¿quién sabe?

Cuando llegué allí, los nazis estaban a punto de darle una paliza a un joven de unos veintitantos años. No le vi de inmediato; había demasiados camisas pardas a su alrededor, como perros. Lo más probable es que pensasen darle una buena paliza, y luego llevarle a alguna otra parte y pegarle un balazo en la cabeza antes de arrojar el cuerpo. Barrí el aire por encima de sus cabezas con la Bergmann, les hice volver a su camión y les dije que se largasen porque eran demasiados para que pudiese arrestarlos a todos. Entonces, por si acaso decidieran volver, le ordené al muchacho que subiese a mi coche y le dije que le dejaría en algún lugar donde al menos estuviera más seguro que allí. Me dio las gracias y me preguntó si lo podía llevar a la Bülowplatz. Aquella fue la primera vez que le eché una buena mirada a Erich Mielke. En mi coche, camino de Berlín.

Tenía unos veinticuatro años y medía un metro sesenta y cinco, musculoso, con el pelo ondulado, y era berlinés; creo que de Wedding. También era un comunista de toda la vida, como su padre, que era carpintero o herrero. Tenía dos hermanas y un hermano menor que también eran militantes del partido comunista. Es lo que me dijo.

– Entonces es verdad lo que dicen -le comenté-. Que la locura se transmite de padres a hijos.

Él sonrió. Mielke en aquellos días aún tenía sentido del humor. Aquello fue antes de que los rusos le pillasen. Aunque, en lo que se refería a Marx, Engels y Lenin, no tenían ni pizca de sentido del humor.

– No tiene nada que ver con la locura -manifestó-. El KPD es el partido comunista más grande del mundo fuera de la Unión Soviética. Usted no es nazi, es obvio. Supongo que es del SDP.

– Es verdad.

– Me lo parecía. Un socialfascista. Nos odian más a nosotros que a los nazis.

– Tiene razón, por supuesto. El único motivo por el que le ayudé fue para que se muera de vergüenza cuando les diga a sus camaradas de izquierdas que un poli del SDP le rescató del fuego. Más aún, quiero que después vaya y se ahorque, como Judas Iscariote, por traicionar al movimiento, por ser un rojo que está en deuda con un republicano.

– ¿Quién dice que alguna vez se lo vaya a decir?

– Supongo que tiene razón. ¿Qué es una mentira más, después de todas las otras mentiras del KPD? -Sacudí la cabeza-. Nos espera una década muy oscura, no se confunda.

– No crea que no le estoy agradecido, polizonte -dijo Mielke-. Porque lo estoy. Aquellos desgraciados me hubiesen rajado la garganta. Querían matarme porque soy un reportero de Bandera Roja. Estaba haciendo un reportaje sobre la comunidad de trabajadores en la Colonia Felseneck.

– Ah, sí. El amor fraternal y toda esa mierda.

– ¿No cree en el amor fraternal, polizonte?

– A la gente le importa un pimiento el amor fraternal. Las personas sólo aman a quien las ame. Todo lo demás son pamplinas. La mayoría de la gente regalaría las llaves del paraíso de los trabajadores por la oportunidad de sentirse amados por sí mismos, no por ser alemanes, de la clase obrera, arios o proletarios. Nadie cree de verdad en el eufórico sueño construido sobre un libro o una visión histórica. Las personas creen en una palabra amable, en el beso de una muchacha bonita, en un anillo en el dedo o en una sonrisa feliz. Es en eso en lo que la gente, los individuos que forman parte de la gente, quiere creer.

– Estupideces sentimentales -se burló Mielke.

– Es probable -admití.

– Ése es el problema con ustedes los demócratas. No dicen más que tonterías. Bueno, no hay tiempo para esa clase de monsergas. Estará dando ese discurso en el cementerio, si usted y los de su clase no despiertan pronto. A Hitler y los nazis no les importan ustedes como individuos. Lo único que les importa es el poder.

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