Philip Kerr - Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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– Y las cosas serán diferentes cuando todos estemos recibiendo órdenes de Stalin en algún degenerado Estado proletario.

– Habla como Trotsky -dijo Mielke.

– Él también es un socialdemócrata, ¿no?

– Es un fascista -afirmó Mielke.

– O sea que no es un verdadero comunista.

– Así es.

Nuestro camino de vuelta al centro de Berlín nos llevó por la Bismarck Strasse. En una parada de tranvía, justo antes del Tiergarten, Mielke se volvió hacia la calle y dijo:

– Aquella es Elisabeth.

Frené el coche y Mielke le hizo una seña a una bonita mujer morena. Cuando ella se inclinó hacia la ventanilla del coche olí el sudor, pero no se lo reproché porque hacía calor. Yo también me notaba sudado.

– ¿Qué haces aquí? -le preguntó Mielke.

– Le estaba probando un vestido a una dienta que es actriz en el teatro Schiller.

– Es un trabajo que me gustaría -comenté.

La morena me dedicó una sonrisa.

– Soy modista.

– Elisabeth, éste es el Kommissar Günther, del Alex.

– ¿Estás metido en algún lío, Erich?

– Podría haberlo estado de no haber sido por la valentía del Kommissar. Ahuyentó a unos nazis que iban a darme una paliza.

– ¿Puedo llevarla a algún sitio? -le pregunté a la morena, para cambiar de tema.

– Bueno, puede dejarme en cualquier lugar cerca de Alexanderplatz -respondió.

Se sentó en el asiento trasero del coche y partimos de nuevo hacia el oeste, por la Berliner Strasse, cruzamos el canal y el parque.

En un primer momento supuse, llevado por los celos, que la morena tenía relaciones con Mielke, y las tenía, aunque no de la manera que yo había creído; al parecer había sido una buena amiga de la difunta madre de Mielke, Lydia, que también era modista, y después de su muerte la morena había intentado ayudar al padre viudo a criar a sus cuatro hijos. En consecuencia, Erich Mielke parecía considerar a Elisabeth como una hermana mayor, cosa que a mí ya me venía bien. Aquel año me gustaban mucho las morenas bonitas, así que desde ese mismo momento decidí intentar verla de nuevo, si era posible.

Diez minutos más tarde nos acercábamos a la Bülowplatz, que era el destino preferido de Erich Mielke, por ser allí donde estaba la sede central del KPD en Berlín. Ocupaba toda la esquina de una de las plazas más vigiladas de Europa. La Karl Liebknecht Haus era una aparatosa muestra de lo que podrían ser todos los edificios si los izquierdistas llegaban alguna vez al poder, con cada uno de sus cinco pisos decorados con más banderas rojas que una playa peligrosa y con trillados eslóganes pintados en letras mayúsculas blancas. Si la arquitectura es música inmóvil, esto era como una Lotte Lenya semicongelada que nos decía que debíamos morir sin preguntar por qué.

Mielke se agachó en el asiento del pasajero cuando entramos en la plaza.

– Déjeme a la vuelta de la esquina, en la Linien Strasse. Por si acaso alguien me ve bajarme de su coche y cree que soy un confidente.

– Tranquilo -dije-. Voy de paisano.

Él se rió.

– ¿Cree que eso le salvará cuando llegue la revolución?

– No, pero quizá le ha salvado a usted esta tarde.

– Muy acertado, Kommissar. Si le parezco desagradecido es porque no estoy acostumbrado a recibir un trato justo por parte de los polis de Berlín. Estoy más acostumbrado a tratar con cerdos.

– ¿Cerdos?

– Ese cerdo de Anlauf.

Asentí. El capitán Paul Anlauf era -al menos entre los comunistas- el poli más odiado de Berlín.

Me detuve en la Weyding-Strasse y esperé a que Mielke bajase del coche.

– Gracias una vez más. No lo olvidaré, poli.

– No se meta en líos, ¿vale?

– Usted tampoco.

Le dio un beso en la mejilla a la morena y se bajó. Encendí un cigarrillo y lo vi caminar hacia Bülowplatz y desaparecer entre la multitud.

– No le haga mucho caso -dijo la morena-. En realidad no es tan malo.

– No me preocupa tanto como parece que yo le preocupo a él -respondí.

– Gracias por acompañarme -dijo ella-. Aquí ya me va bien.

Vestía un brillante vestido de percal estampado con la cintura abotonada, cuello de encaje y mangas abullonadas. El estampado era un caos de frutos rojos y blancos y flores sobre fondo negro. Parecía un puesto de verduras a medianoche. En la cabeza llevaba un pequeño sombrerito blanco con una cinta de seda roja, como si el sombrero fuese un pastel para el cumpleaños de alguien, quizás el mío. Y por supuesto que lo era. El olor del sudor en su cuerpo era honesto y más provocativo para mí que ningún caro perfume embriagador. Debajo del jardín nocturno había una mujer de verdad con piel en todas las partes de su cuerpo, órganos y glándulas, y todas esas cosas de las mujeres que sabía que me gustaban, pero que casi había olvidado. Era esa clase de día en que las muchachas como Elisabeth llevaban de nuevo vestidos de verano, y yo recordaba lo largo que había sido el invierno en Berlín, durmiendo en aquella cueva con mis sueños como única compañía.

– Le invito a una copa -dije.

Ella pareció tentada, pero sólo por un momento.

– Me gustaría, pero… la verdad es que debo volver al trabajo.

– Vamos. Hace calor y necesito una cerveza. No hay nada como pasar un par de horas en el cemento para que un hombre tenga sed. Sobre todo cuando es su cumpleaños. No querrá que beba solo el día de mi cumpleaños, ¿no?

– No. Si de verdad es su cumpleaños.

– ¿Si le muestro mi carné de identidad vendrá?

– De acuerdo.

Lo hice, y ella me acompañó. Junto a la comisaría de Bülowplatz había un bar llamado Braustübl y, después de dejar mi coche donde estaba, entramos allí.

El lugar estaba lleno de comunistas, por supuesto, pero ya no pensaba en ellos ni en Erich Mielke, aunque Elisabeth continuó hablando de él durante un rato como si yo estuviese interesado. No lo estaba, pero me gustaba ver como se abrían y cerraban sus labios rojos para dejar a la vista sus dientes blancos. Me atraía sobre todo el sonido de su risa, porque parecían gustarle mis chistes, y eso era lo único que importaba, porque cuando nos separamos aceptó verme de nuevo.

Cuando se marchó compré un paquete de cigarrillos, y mientras volvía a mi coche vi a uno de los polis de uniforme en la plaza y me detuve a charlar con él al sol. Se llamaba Bauer, el sargento Adolf Bauer. Nuestra charla era el cotilleo habitual de los polis: el juicio de Charles Urban por el asesinato en el teatro Mercedes, los decretos de emergencia de Brünning, el testimonio de Hitler en el juicio en Moabit. Bauer era un buen poli y durante todo el tiempo que estuvimos hablando vi como no le quitaba ojo un coche que estaba aparcado delante de la Karl Liebknecht Haus, como si lo reconociese o conociese al hombre que esperaba pacientemente al volante. Luego vimos a otros tres hombres salir del Braustübl y subirse al coche donde aguardaba aquel tipo. Y uno de esos hombres era Erich Mielke.

– Vaya -dijo Bauer-. Ahí van los problemas.

– Conozco al chico -comenté-. El tipo de la gorra. Pero no conozco a los demás.

– El que conduce es Max Thunert -me informó Bauer-. Es un matón del KPD. Uno de los otros es Heinz Neumann. Es diputado del Reichstag, aunque no se limita a montar follones cuando está allí. Al otro tipo no lo he reconocido.

– Acabo de estar en ese bar -dije-, y no he visto a ninguno.

– Hay un salón privado en la planta alta, que es la que usan -me explicó Bauer-. Creo que guardan armas ahí dentro. Por si acaso se nos ocurre registrar la Karl Liebknecht Haus. Y si a las SA se les ocurre montar aquí una manifestación no sospecharán nada de la planta alta de aquel bar.

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