Philip Kerr - Réquiem Alemán

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Berlín 1947. Tras la derrota de la Alemania Nazi en la II Guerra Mundial Bernie Gunther,sobrevive como detective privado en una dura postguerra en que los berlineses se encuentran atemorizados por la represión que sufren por parte de las tropas soviéticas (el Ejército Rojo) sobre todo en la llamada Zona Este de la ciudad. Gunther luchó en el frente ruso y pasó una temporada en un campo de concentración soviético antes de poder regresar a Berlín con 15 kilos menos de peso y una ligera cojera como recuerdo.
En Réquiem Alemán Bernie Gunther recibe el encargo por parte de un coronel de la inteligencia soviética de investigar el caso de Emil Becker, un amigo común antiguo compañero de Gunther en la policía criminal (la Kripo). Becker, que después de la guerra controlaba parte del mercado negro en la ciudad austríaca de Viena, ha sido detenido por los estadounidenses acusado del asesinato de uno de los suyos. Pero Becker se declara inocente y reclama a Gunther como el único hombre en que confía para demostrar la verdad. Pero para conseguir la verdad, Gunther deberá sumergirse en las luchas secretas entre los distintos servicios de inteligencia aliados en lo que fueron los inicios de la llamada Guerra Fría.

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Todo esto me lo explicó el cabo ruso que mandaba el furgón de la PI aparcado a corta distancia del Casino Oriental en la Petersplatz, en el cual yo estaba sentado, bajo arresto, esperando que los colegas del kapral cogieran también a Lotte Hartmann. El kapral, que no hablaba ni francés ni inglés y solo un poco de alemán, estaba encantado de haber encontrado a alguien con quien podía conversar, aunque fuera un prisionero de habla rusa.

– Me temo que no le puedo decir mucho sobre por qué está bajo arresto, aparte de que es por estar en el mercado negro -dijo a guisa de excusa-. Se enterará mejor cuando lleguemos a la Kärtnerstrasse. Los dos nos enteraremos, ¿eh? Lo único que puedo explicarle es el procedimiento. Mi capitán llenará un formulario de arresto, por duplicado (todo es por duplicado) y le dejará las dos copias a la policía austríaca. Ellos enviarán una al oficial de Seguridad Pública del Gobierno Militar. Si va a juzgarlo un tribunal militar, mi capitán preparará una hoja de cargos, y si lo tiene que juzgar un tribunal austríaco, la policía recibirá las instrucciones precisas. -El kapral frunció el ceño-. Para ser sincero, ahora no nos molestamos mucho con los delitos del mercado negro. O de la moralidad, si a eso vamos. A quienes perseguimos es a los contrabandistas o a los emigrantes ilegales. Puedo decirle que los otros tres cabrones piensan que me he vuelto loco, pero yo tengo mis órdenes.

Sonreí comprensivo y le dije que le agradecía que me explicara todo aquello. Estaba pensando en ofrecerle un cigarrillo cuando la puerta se abrió y el patrullero francés ayudó a una Lotte Hartmann muy pálida a subir y sentarse a mi lado. Luego él y el británico entraron también y cerraron la puerta desde dentro. El olor del miedo de Lotte solo era levemente más débil que el empalagoso aroma de su perfume.

– ¿Adónde nos llevan? -me preguntó en un susurro.

Le dije que a la Kärtnerstrasse.

– No se permite hablar -dijo el PM inglés en un alemán atroz-. Los prisioneros se mantendrán en silencio hasta que lleguemos a la central.

Sonreí para mis adentros. El lenguaje de la burocracia era la única segunda lengua que un inglés no sería nunca capaz de hablar bien.

La PI tenía su cuartel general en un viejo palacio a un tiro de colilla de la Ópera. La furgoneta se detuvo en el exterior y nos condujeron a través de unas enormes puertas cristaleras al interior de un vestíbulo de estilo barroco, donde todo un surtido de atlantes y cariátides exhibían la mano omnipresente de los canteros vieneses. Subimos una escalinata tan ancha como el tendido del ferrocarril, pasamos frente a urnas y bustos de olvidados nobles, cruzamos un par de puertas más largas que las piernas del contorsionista de un circo y entramos en una zona de oficinas con paredes de cristal. El kapral ruso abrió la puerta de una de ellas, hizo entrar a sus dos prisioneros y nos dijo que esperáramos allí.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Fräulein Hartmann en cuanto se cerró la puerta.

– Ha dicho que esperáramos. -Me senté, encendí un cigarrillo y eché una ojeada a la sala. Había un escritorio, cuatro sillas y, en la pared, un gran tablero de madera del tipo que se ve en la parte exterior de las iglesias, salvo que este estaba escrito en cirílico, con columnas de nombres escritos con tiza, encabezadas por «Personas buscadas», «Ausentes», «Vehículos robados», «Mensajes urgentes», «Órdenes. Parte I», «Órdenes. Parte II». En la columna de «Personas buscadas» aparecía mi propio nombre y el de Lotte Hartmann. El ruso favorito de Belinsky estaba haciendo que todo pareciera muy convincente.

– ¿Tiene idea de qué va todo esto? -me preguntó temblorosa.

– No -mentí-, ¿y usted?

– No, por supuesto que no. Tiene que ser un error.

– Claro.

– No parece estar muy preocupado. O quizá es que no se da cuenta de que han sido los rusos quienes han ordenado que nos trajeran aquí.

– ¿Habla ruso?

– Por supuesto que no -dijo impaciente-. El PM norteamericano que me arrestó me dijo que era una orden de los rusos y que él no tenía nada que ver.

– Bueno, los ivanes tienen el mando de la patrulla este mes -dije reflexivo- ¿Qué dijo el francés?

– Nada. Lo único que hizo fue no quitarme los ojos del escote.

– Seguro que lo hizo -dije sonriéndole-. Vale la pena.

Me brindó una sonrisa sarcástica.

– Sí, pero no creo que me hayan traído aquí para contemplar la leña apilada delante del refugio, ¿verdad?

Hablaba con un desagrado crispado, pero aceptó el cigarrillo que le ofrecía.

– No se me ocurre una razón mejor.

Soltó un taco entre dientes.

– Yo la conozco, ¿no? -dije-. ¿Del Oriental?

– ¿Qué era durante la guerra, observador aéreo?

– Sea amable. A lo mejor puedo ayudarla.

– Será mejor que se ayude usted mismo primero.

– Puede estar segura de ello.

Cuando por fin se abrió la puerta, fue un oficial del Ejército Rojo, alto y fornido, quien entró en la habitación. Se presentó como capitán Rustaveli y se sentó detrás del escritorio.

– Oiga -exigió Lotte Hartmann-, ¿le importaría decirme por qué me han traído aquí en mitad de la noche? ¿Qué demonios está pasando?

– Todo a su tiempo, Fräulein -replicó en un impecable alemán-. Por favor, siéntese.

Ella se dejó caer en una silla al lado de la mía y lo miró hoscamente. El capitán me miró.

– ¿Herr Gunther?

Asentí y le dije en ruso que la chica solamente hablaba alemán.

– Pensará que soy un hijo de puta si usted y yo hablamos solo una lengua que ella no entiende.

El capitán Rustaveli me miró fríamente y durante unos segundos me pregunté si algo habría marchado mal y Belinsky no le habría dejado claro a aquel oficial soviético que nuestro arresto era fingido.

– Muy bien -dijo después de un momento que duró mucho-. Sin embargo, por lo menos tendremos que cumplir con las formalidades de un interrogatorio. ¿Puedo ver sus papeles, Herr Gunther?

Por su acento supe que era georgiano; como el camarada Stalin.

Introduje la mano en la chaqueta y le di mi carné de identidad, en el cual, siguiendo la sugerencia de Belinsky, había metido dos billetes de cien dólares mientras íbamos en el furgón. Rustaveli deslizó rápidamente el dinero en el bolsillo del pantalón sin ni siquiera parpadear y por el rabillo del ojo vi cómo la boca de Lotte Hartmann se abría tanto que la mandíbula inferior le llegaba a las rodillas.

– Muy generoso -murmuró dándole la vuelta a mi carné de identidad entre sus peludos dedos. Luego abrió una carpeta que llevaba escrito mi nombre-, aunque era totalmente innecesario, se lo aseguro.

– Tenemos que pensar en los sentimientos de la señorita, capitán. No querría usted que decepcionara sus prejuicios,¿verdad?

– Por supuesto que no. Es una chica guapa, ¿no le parece?

– Mucho.

– Una puta, ¿no cree?

– Eso o algo que se le acerca mucho. Solo es una suposición, claro, pero diría que es del tipo de las que les gusta despojar a un hombre de bastante más que diez schillings y su ropa interior.

– No del tipo para enamorarse de ella, ¿eh?

– Sería como poner la verga en un yunque.

Hacía calor en el despacho de Rustaveli y Lotte empezó a darse aire con la chaqueta, dejando que el ruso entreviera su amplio escote.

– No sucede a menudo que un interrogatorio sea tan divertido -dijo Rustaveli, y mirando los papeles añadió-: Tiene unas tetas bonitas. Es una evidencia que respeto sinceramente.

– Supongo que a ustedes los rusos les resulta mucho más fácil mirarla.

– Bueno, sea lo que sea lo que quieran lograr con este número que hemos montado, espero que al final ella consiga lo que quiera. No puedo imaginar una razón mejor para tomarnos todo este trabajo. Yo, es que tengo una enfermedad sexual: se me hincha la verga cada vez que veo una mujer.

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