Philip Kerr - Réquiem Alemán

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Berlín 1947. Tras la derrota de la Alemania Nazi en la II Guerra Mundial Bernie Gunther,sobrevive como detective privado en una dura postguerra en que los berlineses se encuentran atemorizados por la represión que sufren por parte de las tropas soviéticas (el Ejército Rojo) sobre todo en la llamada Zona Este de la ciudad. Gunther luchó en el frente ruso y pasó una temporada en un campo de concentración soviético antes de poder regresar a Berlín con 15 kilos menos de peso y una ligera cojera como recuerdo.
En Réquiem Alemán Bernie Gunther recibe el encargo por parte de un coronel de la inteligencia soviética de investigar el caso de Emil Becker, un amigo común antiguo compañero de Gunther en la policía criminal (la Kripo). Becker, que después de la guerra controlaba parte del mercado negro en la ciudad austríaca de Viena, ha sido detenido por los estadounidenses acusado del asesinato de uno de los suyos. Pero Becker se declara inocente y reclama a Gunther como el único hombre en que confía para demostrar la verdad. Pero para conseguir la verdad, Gunther deberá sumergirse en las luchas secretas entre los distintos servicios de inteligencia aliados en lo que fueron los inicios de la llamada Guerra Fría.

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– Me parece que eso le convierte en un ruso bastante típico.

Rustaveli sonrió, irónico.

– Por cierto, habla usted un ruso excelente, Herr Gunther… para ser alemán.

– Lo mismo digo, capitán… para ser georgiano. ¿De dónde es?

– De Tbilisi.

– ¿El lugar de nacimiento de Stalin?

– No, gracias a Dios. Esa desgracia le corresponde a Gori. -Rustaveli cerró mi carpeta-. Esto debería ser suficiente para impresionarla, ¿no le parece?

– Sí.

– ¿Qué le digo?

– Que tiene información de que es una puta -expliqué-, así que no está muy dispuesto a dejarla ir. Pero luego me deja que yo lo convenza.

– Bien, todo parece estar en orden, Herr Gunther -dijo Rustaveli, volviendo a hablar alemán-. Mis disculpas por haberlo detenido. Puede marcharse.

Me devolvió el carné de identidad, me levanté y me dirigí a la puerta.

– ¿Y qué pasa conmigo? -gimió Lotte.

Rustaveli negó con la cabeza.

– Me temo que usted tendrá que quedarse, Fräulein. El médico de la brigada Antivicio vendrá enseguida. Parahacerle unas preguntas sobre su trabajo en el Oriental.

– Pero soy crupier -gimió-, no una chocolatera.

– No es esa la información que tenemos.

– ¿Qué información?

– Su nombre ha sido mencionado por otras chicas.

– ¿Qué otras chicas?

– Prostitutas, Fräulein. Es posible que tenga que someterse a un examen médico.

– ¿Un examen médico? ¿Para qué?

– Para ver si tiene alguna enfermedad venérea, claro.

– ¿Una enfermedad venérea?

– Capitán Rustaveli -dije por encima del agudo grito de ofendida indignación de Lotte-, puedo responder por esta señorita. No diría que la conozco muy bien, pero sí lo bastante para declarar categóricamente que no es una prostituta.

– Bueno… -dijo dubitativo.

– Déjeme que le pregunte: ¿parece una prostituta?

– Francamente, todavía tengo que encontrar una chica austríaca que no se esté vendiendo. -Cerró los ojos un segundo y luego negó con la cabeza-. No puedo ir contra el protocolo. Son cargos graves. Muchos soldados rusos han resultado contagiados.

– Por lo que yo recuerdo, el Oriental, donde ha sido arrestada Fräulein Hartmann, queda fuera de la jurisdicción del Ejército Rojo. Tenía la impresión de que sus hombres tienen tendencia a ir al Moulin Rouge en la Walfischgasse.

Rustaveli frunció los labios y se encogió de hombros.

– Eso es verdad, pero con todo…

– Quizá si volviera a reunirme con usted, capitán, podríamos hablar de la posibilidad de que yo compensara al Ejército Rojo por cualquier molestia debida a no cumplir el protocolo. Entretanto, ¿querría aceptar mi garantía personal de la reputación de la señorita?

Rustaveli se frotó la barba, pensativo.

– De acuerdo -dijo-, su garantía personal. Pero recuerde, tengo sus direcciones. Siempre pueden ser arrestados de nuevo.

Se volvió hacia Lotte Hartmann y le dijo que también estaba libre para marcharse.

– Gracias a Dios -musitó ella con un suspiro, y se puso en pie de un salto.

Rustaveli hizo un gesto al kapral que hacía guardia al otro lado de la sucia puerta cristalera y luego le ordenó quenos escoltara hasta el exterior del edificio. Luego dio un taconazo y se disculpó por «el error», tanto para beneficio de su kapral como para cualquier efecto que pudiera tener en Lotte Hartmann.

Ella y yo seguimos al kapral de vuelta a la escalinata, oyendo el eco de nuestros pasos en el ornamentado trabajo que adornaba la cornisa del alto techo, y a través de las puertas de cristal en forma de arco hasta la calle donde el kapral, inclinándose en el bordillo de la acera, escupió abundantemente en la calzada.

– Un error, ¿eh? -soltó una risa amarga-. Miren bien lo que digo, yo seré el que cargue con las culpas.

– Confío en que no -dije, pero el hombre se limitó a encogerse de hombros, se encasquetó el gorro de piel de carnero y volvió a entrar con andares cansinos en el cuartel.

– Supongo que tendría que darle las gracias -dijo Lotte abrochándose el cuello de la chaqueta.

– Olvídelo -dije, y empecé a dirigirme hacia el Ring. Vaciló un momento y luego echó a andar detrás de mí.

– Espere un momento -dijo.

Me detuve y la miré. Vista de frente su cara era aún más atractiva que de perfil porque la longitud de la nariz era menos visible. Y no era fría en absoluto. Belinsky se había equivocado, confundiendo el cinismo con la indiferencia hacia todo. En realidad, pensé que parecía capaz de tentar a los hombres, aunque toda una noche observándola en el Casino había dejado sentado que era probablemente una de esas mujeres insatisfactorias que ofrecen intimidad solo para retirarla en una etapa posterior.

– ¿Sí? ¿Qué sucede?

– Mire, ha sido usted muy amable -dijo-, pero ¿le importaría acompañarme a casa? Es muy tarde para que una chica decente ande por las calles y dudo que pueda encontrar un taxi a estas horas de la noche.

Me encogí de hombros y miré la hora.

– ¿Dónde vive?

– No está muy lejos. En el Bezirk 3, en el sector británico.

– Está bien. -Suspiré con una notoria falta de entusiasmo-. Adelante.

Fuimos hacia el este, por calles que estaban tan silenciosas como la casa de unos terciarios franciscanos.

– No me ha explicado por qué me ha ayudado -dijo, rompiendo el silencio al cabo de un rato.

– Me gustaría saber si eso es lo que dijo Andrómeda cuando Perseo la salvó del monstruo marino.

– Su heroísmo parece un poco menos evidente, Herr Gunther.

– No se deje engañar por mis modales -le contesté-. Tengo un cajón lleno de medallas en la casa de empeños.

– Así que tampoco es un tipo sentimental.

– No, me gusta el sentimiento. Queda bien en las labores de costura y en las postales de Navidad. Solo que no se graba demasiado bien en los ivanes. O puede que no estuviera usted mirando.

– Claro que estaba mirando. Fue admirable la manera en que lo manejó. No sabía que se podía untar así a los ivanes.

– Solo hay que conocer el punto exacto del eje. El kapral habría estado demasiado asustado para aceptar nada y un mayor habría sido demasiado orgulloso. Eso sin mencionar que ya conocía a nuestro capitán Rustaveli cuando solo era simplemente el teniente Rustaveli y él y su novia cogieron una gonorrea y les conseguí penicilina de la buena, que me agradeció muchísimo.

– No tiene aspecto de ser un estraperlista.

– No tengo aspecto de estraperlista; no tengo aspecto de héroe. ¿Qué es usted, la directora de reparto de Warner Brothers?

– Ya me gustaría -murmuró-. Además, ha sido usted quien ha empezado. Le ha dicho a aquel iván que yo no tenía aspecto de chocolatera. Viniendo de usted, diría que casi suena a cumplido.

– Como le he dicho, la he visto en el Oriental, y no vendía nada más que mala suerte. Por cierto, confío en que sea una buena jugadora de cartas, porque se supone que tengo que volver y darle algo al iván por su libertad. Suponiendo que quiera seguir fuera de chirona.

– ¿Cuánto será?

– Unos doscientos dólares tendrían que bastar.

– ¿Doscientos? -Sus palabras resonaron por toda la Schwarzenbergplatz mientras pasábamos al lado de una enorme fuente y cruzábamos a Rennweg-. ¿De dónde voy a sacar toda esa pasta?

– Del mismo sitio de dónde sacó ese bronceado y esa bonita chaqueta, supongo. Si eso falla, siempre puedeinvitarlo al club y pasarle un par de ases por debajo de la mesa.

– Lo haría si fuera tan buena, pero no lo soy.

– Mala suerte.

Se quedó en silencio durante un momento mientras le daba vueltas al asunto.

– Quizá podría convencerlo para que se conformara con menos. Después de todo, parece que habla muy bien ruso.

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