Philip Kerr - Unos Por Otros

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Transcurre el año 1949. Harto de ocuparse del hotel de su suegro situado a un paso del campo de concentración de Dachau, en Alemania, y con su esposa ingresada en una institución mental, el sardónico detective Bernhard Gunther ha decidido ir tras los pasos de un famoso sádico, uno de los muchos espías de las SS capaz de infiltrarse entrelas filas de los aliados y encontrar refugio en América. Pero, por supuesto, nada es lo que parece, y Gunther pronto se encontrará navegando en un mar mortal habitado por ex-nazis que huyen de la persecución y de organizaciones secretas constituidas con el objetivo de facilitar la huída a los verdugos del tercer Reich.

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– ¿Eric? -dije-. Tengo que dejarte. Se me han acabado las monedas. Pero te encontraré.

– No, Bernie. No volveremos a vernos. Al menos no en esta vida.

– Entonces en el infierno.

– Sí, puede que en el infierno. Adiós, Bernie.

– Auf Wiedersehen, amigo mío. Auf Wiedersehen.

Colgué el teléfono y me quedé mirando mis botas nuevas mientras pensaba en todo lo que acababa de averiguar. Casi se me escapa un suspiro de alivio. Era la Odes sa y no la Com pañía la que estaba detrás de todo lo que me había ocurrido. Aún no había salido de la jungla vienesa, todavía no, ni mucho menos. Pero si, como dijo Fritz Gebauer cuando fui a visitarlo en su celda de Landsberg, la Odes sa y la Com pañía no estaban relacionadas, sólo tenía que preocuparme por la CIA y la Odes sa. Nada me impedía solicitar la ayuda de la Com pañía. Les pediría a mis viejos compañeros de las SS que me ayudaran a escapar de Viena. Acudiría a la Te laraña. Como una rata nazi cualquiera.

37

En cierto modo era muy apropiado que la Rup rechtskirche de Ruprechtsplatz fuera el lugar de contacto en Viena para los compañeros fugitivos de la justicia aliada. Ruprechtsplatz queda al sur del canal, junto a Morzinplatz, que es donde la Ges tapo tenía su cuartel en Viena. Tal vez por eso hubieran elegido esa iglesia. No podía haber ninguna otra razón: era la iglesia más antigua de Viena y estaba medio en ruinas, curiosamente, y según un cartel colgado en la puerta, no como resultado de los bombardeos aliados, sino de la demolición negligente de un edificio próximo. Dentro hacía más frío que en un establo polaco, y el parecido no acababa ahí; hasta la virgen parecía una lechera. Aparte de esto, la iglesia contaba con algo que sorprendería a cualquier visitante. Bajo uno de los altares laterales, y protegido por un ataúd de cristal, yacía el esqueleto de san Vital. Como si Blancanieves hubiera esperado más de la cuenta para que el príncipe viniera a despertarla del sueño con su beso.

El padre Lajolo -el religioso italiano que, según el padre Gotovina, tenía tratos con la Com pañía- estaba casi tan flaco como san Vital y no mucho mejor conservado. Delgado como una percha, su pelo era como lana de acero y la cara como una hoz. Estaba bastante bronceado y tenía tantos huecos entre los dientes como un león de la dinastía Ming. Con su larga sotana negra se me antojó muy italiano, la clase de personaje que aparecería en un cuadro de multitudes de algún antiguo maestro florentino. Lo seguí hasta el ábside y, frente a uno de los altares, le alargué un billete de tren para Pressbaum. Al igual que en Múnich con el padre Gotovina, había tachado todas las letras menos la doble ese.

– Me preguntaba, padre, si podría recomendarme una buena iglesia católica en Pressbaum -dije.

Al ver el billete y oír mi pregunta cuidadosamente formulada, el padre Lajolo hizo un gesto como de fastidioy por un momento pensé que me diría que no sabía nada sobre Pressbaum.

– Sí, tal vez pueda ayudarle -contestó, con un fuerte acento italiano. Tan fuerte casi como su hálito de café y tabaco-. No sé, todo depende. Acompáñeme.

Me condujo a la sacristía, donde no hacía tanto frío como en la iglesia. Había una pila de agua bendita, una estufa de gas, un armario lleno de casullas con los colores de la liturgia, un crucifijo de madera colgado de la pared y, separado por una puerta, un cuarto de baño. Cerró la puerta por la que habíamos entrado y la aseguró con la llave. Luego se acercó a una mesita en la que había una tetera, tazas, platitos y un hornillo de gas.

– ¿Café? -preguntó.

– Si es tan amable, padre.

– Siéntese, amigo -dijo señalando dos sillones raídos.

Me senté y saqué los cigarrillos.

– ¿Le molesta? -pregunté, ofreciéndole un Lucky.

Rió.

– No, claro que no -dijo cogiendo un cigarrillo y añadiendo-: Mi teoría es que los discípulos también fumaban, ¿no lo cree usted? A fin de cuentas, eran pescadores. Mi padre también era pescador, en Génova. Y todos los pescadores italianos fuman. -Encendió el hornillo y luego mi cigarrillo y el suyo-. Cuando Jesús subió a la barca y llegó la tormenta, seguro que se pusieron todos a fumar. Cuando se tiene miedo, fumar es lo único que se puede hacer para fingir que no se tiene miedo. En cambio, cuando la gente se encuentra en medio de una tormenta en alta mar se pone a rezar o a cantar himnos, y eso no es que inspire mucho valor, ¿no?

– Supongo que depende del himno, ¿no le parece? -pregunté, creyendo que me estaba dando la entrada.

– Puede -dijo-. Dígame, ¿cuál es su himno favorito?

– Cuán Grande es Él -respondí sin titubear-. Me gusta la melodía.

– Sí, es verdad -dijo sentándose en el otro sillón-. Es muy bueno. Personalmente prefiero Il canto degli arditi o Giovinezza. Es una marcha italiana. Hubo una época en la que había algo sobre lo que marchar, ya me entiende. Pero ese himno que dice está muy bien. -Rió-. Me han dicho que la melodía se parece a la canción de Horst Wessel. -Dio una calada al cigarrillo-. Hace mucho que oigo esa canción, apenas recuerdo la letra. Tal vez usted podría refrescarme la memoria.

– Será mejor que no me oiga cantar -dije.

– Oh, no -dijo-. Si no le importa. Hágalo por mí.

Siempre he detestado la canción de Horst Wessel, y no obstante me sé la letra al dedillo. En Berlín hubo un tiempo en que bastaba con caminar por la calle para oírla varias veces al día, y recuerdo que era imposible ir al cine sin oírla en el noticiario. Recuerdo que en la Na vidad de 1935 alguien empezó a cantarla en la iglesia, como si fuera un villancico más. Yo sólo la había cantado cuando no hacerlo podía suponer arriesgarse a una paliza a manos de las SA. Carraspeé y empecé a cantar con mi desafinada voz de barítono:

Bandera al viento, cerrando filas,

las SA marchan con paso firme y silencioso.

Los compañeros asesinados por los rojos y reaccionarios

marchan con el espíritu entre nosotros.

Vía libre para las camisas pardas,

vía libre para la Sección de Asalto.

Millones, llenos de esperanza, miran la esvástica,

empieza el día del pan y la libertad.

Asintió con la cabeza y me acercó una taza de café solo. La tomé con ambas manos agradecido e inhalé su aroma agridulce.

– ¿Quiere oír las otras dos estrofas?

– No, no -dijo sonriendo-. No hace falta. Es una cuestión de procedimiento, para saber con quién estoytratando, supongo que se hace cargo. -Se llevó el cigarrillo a una de las comisuras de la boca para alejarse el humo de los ojos y sacó una libreta y un lápiz-. Hay que andarse con cuidado, ¿sabe? Es una precaución como cualquier otra.

– No sé si lo de la canción de Horst Wessel es mucha garantía -comenté-. Seguro que cuando Hitler llegó al poder los rojos se la sabían tan bien como nosotros. A muchos incluso se la hacían aprender en los campos de concentración.

Sorbió sonoramente su café sin hacer caso de mi objeción.

– Veamos -dijo-. Entremos en detalles. Su nombre.

– Eric Gruen -dije.

– Número de afiliación al Partido Nazi, número de SS, rango y lugar y fecha de nacimiento, por favor.

– Tenga -dije-. Se lo traigo apuntado.

Le acerqué una de las notas que había tomado al examinar el expediente de Gruen en la Kom mandatura rusa.

– Gracias. -Le echó un vistazo al papel e hizo un gesto de aprobación-. ¿Tiene algún documento de identificación?

Le enseñé el pasaporte de Eric Gruen. Lo escrutó minuciosamente y luego se lo guardó junto con la nota en el interior de la libreta.

– Tengo que quedármelos por el momento -dijo-. Y ahora dígame qué es lo que le ha traído hasta aquí.

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