Philip Kerr - Unos Por Otros

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Transcurre el año 1949. Harto de ocuparse del hotel de su suegro situado a un paso del campo de concentración de Dachau, en Alemania, y con su esposa ingresada en una institución mental, el sardónico detective Bernhard Gunther ha decidido ir tras los pasos de un famoso sádico, uno de los muchos espías de las SS capaz de infiltrarse entrelas filas de los aliados y encontrar refugio en América. Pero, por supuesto, nada es lo que parece, y Gunther pronto se encontrará navegando en un mar mortal habitado por ex-nazis que huyen de la persecución y de organizaciones secretas constituidas con el objetivo de facilitar la huída a los verdugos del tercer Reich.

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El monasterio era una hermosa construcción gótica con muros de ladrillo rojo y dos campanarios en forma de pagoda desde los que se dominaban kilómetros y kilómetros de nevado paisaje. Sólo al traspasar la puerta principal se tomaba conciencia de las verdaderas dimensiones del lugar y, de paso, de la riqueza y el poder de la Ig lesia católica romana. El que hubiera un monasterio católico tan grande en un lugar tan pequeño y tan a trasmano como Kempten me hizo caer en la cuenta de la clase de recursos económicos y humanos con los que contaba el Vaticano y, por extensión, la Com pañía. Lo que me hizo preguntarme qué interés podía tener la Ig lesia en proporcionar rutas de escape a los nazis y criminales de guerra como yo.

El camión se detuvo y bajé. Estábamos en un patio interior del tamaño de una plaza de armas. Timmermann me llevó a través de una puerta hasta una basílica del tamaño de un hangar con un altar que sólo habría parecido modesto a los ojos del emperador del sacro Imperio romano. Se me antojó ostentoso como un pastel de Navidad polaco. Alguien tocaba el órgano y se oía la dulce voz de un coro de muchachos del lugar. Exceptuando el potente olor a cerveza que impregnaba el aire, todo tenía un gran aire de santidad. Seguí a Timmermann hasta un pequeño despacho, donde un monje vino a nuestro encuentro. El padre Bandolini era un hombre corpulento con una gran panza y manos de carnicero. Tenía el pelo corto y cano, a juego con sus ojos grises. Sus facciones eran tan duras que parecía un tótem esculpido en madera. Traía pan, queso, fiambre, pepinillos, un vaso de cerveza elaborada en el propio monasterio y unas cálidas palabras de bienvenida. Me hizo acercarme al fuego y nos preguntó si el viaje había sido dificultoso.

– Ningún problema, padre -dijo Timmermann, que no tardó en excusarse diciendo que quería llegar a Griesheim aquella misma noche.

– El padre Lajolo me ha dicho que es usted médico -dijo el padre Bandolini cuando Timmermann se hubo marchado-. ¿Es eso cierto?

– Así es -contesté, arriesgándome a que me solicitara algún favor que evidenciara toda la farsa-. Aunque no ejerzo desde antes de la guerra.

– Pero es usted católico -dijo.

– Por supuesto -dije, pensando que lo mejor era aparentar el credo de mis benefactores-. Aunque no muy bueno.

– Quién sabe lo que significa ser bueno -dijo encogiéndose de hombros.

– Por alguna razón siempre pensé que los monjes eran buenos católicos -dije encogiéndome de hombros también yo.

– Es fácil ser un buen católico cuando se hace vida monacal -comentó-. Por eso vivimos aquí. La tentación no existe en un sitio como éste.

– No estoy muy seguro -dije-. La cerveza es excelente.

– ¿Verdad que sí? -Sonrió-. Hace cientos de años que se elabora siguiendo la misma receta. Acaso sea por eso que muchos nos quedamos aquí.

Su voz era queda y cadenciosa, lo que me hizo pensar que tal vez no le había oído bien cuando, tras haber comido, me explicó que el monasterio -y en particular la comunidad de San Rafael que en él habitaba- venía ayudando a los exiliados católicos alemanes desde 1871, muchos de los cuales eran católicos no arios.

– ¿Ha dicho usted «católicos no arios»?

Hizo un gesto de afirmación con la cabeza.

– ¿Es alguna clase de término eclesiástico para referirse a los italianos? -pregunté.

– No, no. Es como llamábamos a los judíos a los que ayudábamos. Muchos de ellos se convertían al catolicismo, desde luego, pero a otros sólo los llamábamos católicos para conseguir que países como Brasil y Argentina los acogieran.

– ¿Y eso no era peligroso? -pregunté.

– Oh, sin duda. Mucho. La Ges tapo de Kempten nos tuvo bajo vigilancia durante casi una década. Incluso hubo uno de los hermanos que murió en un campo de concentración por prestar auxilio a los judíos.

Me pregunté si se daría cuenta de lo irónico que resultaba que estuviera ayudando a Eric Gruen, uno de los criminales de guerra más deleznables. No tardé en saber que sí.

– Es la voluntad de Dios que la comunidad de San Rafael ayude a quienes fueran sus perseguidores en el pasado -dijo-. Además, en estos momentos el enemigo es otro, aunque no menos peligroso. Un enemigo que ve en la religión el opio que envenena las mentes del pueblo.

Con todo, eso no era nada en comparación con lo que seguiría.

Mi celda no se encontraba en el claustro, como las de los monjes, sino en la enfermería, donde, según me aseguró el padre Bandolini, estaría mucho más cómodo.

– Créame -dijo acompañándome a través del claustro-, ahí tendrá menos frío. En esas celdas se permite encender fuego, disponen de cómodos sillones y los baños son más modernos que los del claustro. Se le llevará la comida a la celda, y si quiere, puede asistir a misa en la basílica con los demás hermanos. Y si busca absolución, no tiene más que decírmelo y le haré mandar un sacerdote. -Abrió una pesada puerta de madera y me condujo a través de la sala capitular hasta la enfermería-. No estará solo -añadió-. Tenemos otros dos huéspedes alojados con nosotros en estos momentos. Caballeros como usted. Ellos le explicarán cómo funciona todo. Ambos esperan para emigrar a Sudamérica. Enseguida se los presento, aunque no por su verdadero nombre, por razones obvias. Si me permite, lo presentaré con su nuevo nombre, el que figurará en su pasaporte cuando lo envíen desde Viena.

– ¿Cuánto suele tardar? -pregunté.

– Puede que unas semanas -dijo-. Una vez lo tenga, necesitará un visado. Es posible que lo destinen a Argentina. Últimamente, todo el mundo va allí, según creo. Su gobierno se ha solidarizado con la emigración alemana. Y por último, naturalmente, necesitará el pasaje para el barco. La Com pañía se encargará también de eso. -Sonrió como para darme ánimos-. Me temo que tendrá que hacerse a la idea de pasar con nosotros unmes o dos por lo menos.

– Mi padre vive cerca -dije-. En Garmisch-Partenkirchen. Me gustaría verlo antes de abandonar el país. Me parece que no habrá otra ocasión.

– Efectivamente, Garmisch no queda lejos. Unos ochenta o noventa kilómetros en línea recta. Nosotros enviamos cerveza a la base que los americanos tienen allí. Hay que ver lo que les gusta la cerveza a los americanos. Tal vez pueda ir con el camión del próximo reparto. Veré qué puedo hacer.

– Gracias, padre, se lo agradezco de veras.

Desde luego, en cuanto dispusiera de mi nueva identidad y el pasaporte me dirigiría a Hamburgo. Siempre me ha gustado Hamburgo. Además, es el lugar que queda más alejado de Munich y Garmisch sin salir de Alemania. Lo último que me pasaba por la cabeza era terminar en un barcucho con destino a alguna república bananera como los compañeros que estaban a punto de presentarme.

El padre Bandolini llamó a la puerta con delicadeza y la abrió. Entramos en un saloncito acogedor en el que había dos hombres sentados en sendas butacas. Sobre la mesa había una botella de Three Feathers y un paquete de Regents abierto. Buen augurio, pensé. En la pared había un crucifijo y un retrato del papa Pío XII con algo parecido a una colmena sobre la cabeza. Tal vez sea por las gafas sin montura y el semblante ascético, pero ese Papa tiene algo que me hace pensar invariablemente en Himmler. La cara del Papa también se parecía bastante a la de uno de los dos hombres del salón. La última vez que lo había visto era enero de 1939 y estaba entre Himmler y Heydrich. Recuerdo haber pensado en él como un tipo simple e intelectualmente insignificante, e incluso en ese momento, al reencontrarlo, me costó creer que fuera el hombre más buscado de Europa. A simple vista no se percibía en él nada extraordinario: rostro anguloso, ojos rasgados, orejas algo prominentes y, sobre un bigotito al estilo de Himmler -de por sí una mala elección-, una larga nariz sobre la que descansaban unasgafas de montura negra. Parecía un sastre judío, descripción que, por lo que se me alcanza, le hubiera fastidiado bastante, pues el tipo en cuestión era Adolf Eichmann.

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