– Has sido muy generoso -dije mordiéndome los labios a la espera de que se le escapara algo, algo que pudiera servirme para escapar de Viena.
– Mira, yo en tu lugar me entregaría. Como Eric Gruen, desde luego. Mejor que lo hagas antes de que alguien atrape a Bernie Gunther y lo cuelgue en la horca.
Eché unas cuantas monedas más en el teléfono y solté una carcajada.
– No creo que las cosas puedan empeorar más -dije-. Tú ya te has ocupado de eso.
– Pues podrían empeorar -contestó-. Créeme. Viena es una ciudad cerrada, Bernie. No es fácil salir de ella. Dadas las circunstancias, no creo que los escuadrones israelíes tarden en dar contigo. ¿Cómo se hacen llamar? ¿El Nakam? ¿O es el Brichah? El caso es que es uno de esos malditos nombres judíos. ¿Sabías que tienen un cuartel en Austria? No, seguramente no. En realidad, Linz y Viena son su centro de operaciones. El mayor Jacobs los conoce bien, por algo también es judío. Y por algo hay tantos judíos que trabajan tanto para el Nakam como para la CIA. Es más, fue un circunciso de la CIA el que mató a la auténtica frau Warzok. No me sorprende, después de lo que hizo en Lemberg-Janowska. Cosas terribles. Lo digo con conocimiento de causa, yo estuve allí. Era una verdadera bestia esa mujer. Mataba a los judíos por deporte.
– Tú en cambio sólo los matabas en aras del progreso científico -dije.
– Ahora te me pones sarcástico, Bernie -dijo-. No te culpo. Sin embargo, es verdad. Nunca maté a nadie por placer. Soy médico. Ninguno de nosotros mataba por gusto.
– ¿Y Vera? ¿Cómo justificas su asesinato?
– Yo no estaba de acuerdo -dijo Gruen-. Pero Jacobs pensó que serviría para darte una lección.
– Puede que después de todo me entregue como Bernie Gunther -dije-. Sólo por estropearos la jugada.
– Podrías hacerlo, en efecto -dijo-. Pero Jacobs tiene amigos muy poderosos en Viena. De alguna manera lograrían hacer ver que eres Eric Gruen. Hasta tú verás que es lo mejor una vez caigas en manos de la policía.
– ¿De quién fue la idea de todo esto?
– Oh, de Jacobs. Menudo zorro, este mayor Jacobs. Se le ocurrió el día que apareció con Wolfram Romberg para cavar en tu jardín de Dachau. En cuanto te vio, advirtió nuestro parecido. En principio iba a volver a Dachau para preparar allí toda la trama, pero resultó que te habías trasladado a Múnich y habías vuelto a tu antiguo oficio. Fue entonces cuando ideamos el plan para que le siguieras la pista a Friedrich Warzok. La intención era que pensaras que te habías cruzado en el camino de la Com pañía, eso justificaría la paliza y nos permitiría hacer el traje a la medida. Me refiero a cortarte el dedo. Esos expedientes de las SS son exhaustivos hasta la exasperación, aparece uno descrito hasta los últimos detalles. Una maniobra muy hábil por parte de Jacobs, ¿no te parece? El dedo es lo primero que buscaría un investigador de crímenes de guerra aliado o un escuadrón de la muerte judío.
– ¿Y la mujer que me contrató?
– Mi esposa. La primera vez fue a verte a Dachau, pero no estabas. Luego pasó por tu despacho para echarte un vistazo, para ver si Jacobs tenía razón con lo del parecido. Cuando nos lo confirmó, empezamos a urdir el plan, lo cual, todo sea dicho, fue la parte más divertida. Era como escribir una obra de teatro, como inventar personajes y asegurarse de que todas las partes encajaban correctamente. A partir de ahí, todo lo que había que hacer era traerte a Garmisch para conocernos mejor.
– Pero era imposible saber lo de la muerte de tu madre -dije-. ¿O no?
– Llevaba tiempo enferma -contestó-. Podía morir en cualquier momento. Digamos que en un momento dado propiciamos el óbito. No es difícil matar a alguien en un hospital, y menos si está en una habitaciónprivada. ¿Sabes una cosa? Fue un acto de misericordia.
– Hiciste que la mataran -dije introduciendo más monedas en el teléfono-. A tu propia madre…
– Nadie la mató -insistió Gruen-. No. Fue eutanasia. Selección preventiva. La mayoría de los médicos alemanes lo considerarían una muerte misericordiosa. Es una práctica muy extendida, mucho más de lo que te imaginas. Es imposible alterar todo el sistema sanitario en un santiamén. La eutanasia forma parte de la rutina hospitalaria alemana y austriaca desde 1939.
– Mataste a tu propia madre para salvar la piel.
– Muy al contrario, Bernie, lo hice por un bien mayor. El fin justifica los medios en este caso. Creía que Heinrich ya te había explicado lo importante que es la investigación. Una vacuna para la malaria justifica todo lo que se haga en su nombre. Pensaba que lo entendías. ¿Qué significan unos cientos de vidas, quizás un par de miles, al lado de los millones que se salvarían con esa vacuna? Tengo la conciencia muy tranquila, Bernie.
– Lo sé. Eso es lo que lo hace tan trágico.
– Para seguir con nuestra labor necesitamos trabajar con infraestructura estadounidense. Laboratorios, equipos, fondos…
– Más prisioneros para seguir experimentando -añadí-. Como los de Garmisch-Partenkirchen. ¿Quién iba a imaginar que habían muerto de malaria en los Alpes? He de admitirlo, Eric, fue muy astuto. ¿Y adonde os trasladáis? ¿A Atlanta? ¿A Nueva Jersey? ¿A Illinois? ¿A Rochester?
Gruen vaciló un instante.
– ¿Qué te hace pensar que nos vamos a alguno de esos lugares? -preguntó con cautela.
– Tal vez sea mejor detective de lo que crees.
– No intentes venir a por mí, Bernie. Para empezar, ¿quién iba a creerte? Tu palabra, la de un criminal deguerra, contra la de alguien como yo, que cuento con el respaldo de la CIA, nada más y nada menos. Créeme: Jacobs lo tiene todo atado y bien atado, amigo mío. Ha encontrado unas fotografías muy interesantes en las que se te ve con Himmler, el general Heydrich y Arthur Nebe. Hasta hay una en la que estás con Hermann Goring. No tenía ni idea de que estuvieses tan bien relacionado. A los judíos les hará mucha gracia. Pensarán que eres su hombre y que la influencia de Eric Gruen en el Reich fue mayor que la que tuvo en realidad.
– Te encontraré -dije-. Os encontraré a todos. Y pienso mataros. A ti, a Henkell, a Jacobs y a Albertine.
– Ah, ¿conque también has averiguado lo suyo? Veo que has hecho los deberes, Bernie. Felicidades. Qué lástima que tus facultades detectivescas no te asistieran antes. Y bien, ¿qué debo contestar a tan estéril amenaza?
– De estéril nada.
– Como he dicho antes, mis amigos son muy poderosos. Si vienes a por mí, no serán sólo los judíos quienes se te echen encima, sino también la CIA.
– Olvidas la Odes sa -dije-. No los dejes fuera. Rió.
– ¿Qué crees saber acerca de la Odes sa?
– Lo suficiente para saber que me vendieron. Ellos y tu amigo, el padre Gotovina.
– Entonces no sabes tanto como crees. En realidad, el padre Gotovina no tuvo nada que ver con lo que te ocurrió. Ni siquiera forma parte de la Odes sa. No querría que le hicieras daño. Tiene las manos limpias, de verdad.
– ¿No? ¿Y entonces por qué fue a verlo tu mujer a la iglesia del Santo Espíritu de Munich?
– Bueno, no me extrañaría que el padre Gotovina estuviera mezclado con la Com pañía. -Gruen rió otra vez -. No me extrañaría en absoluto. Pero no forma parte de la Odes sa ni tiene relación alguna con la CIA, eso seguro. El padre Gotovina va mucho por la prisión de Landsberg, es el capellán de los católicos de Landsberg. De vez en cuando le confío mensajes para un amigo, uno que cumple condena perpetua por supuestos crímenes de guerra. Le lleva revistas médicas y cosas así. Para no olvidar los viejos tiempos.
– Gerhard Rose -dije-. Supongo que te refieres a él.
– Exacto. Has hecho los deberes pero que muy bien. Te había subestimado… al menos en ese sentido. En eso voy a emplear también el dinero de mi madre, Bernie, en pagar un recurso de apelación contra su sentencia. Saldrá dentro de cinco años, créeme lo que te digo. Deberías, porque también a ti te interesa.
Читать дальше