Philip Kerr - Unos Por Otros

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Transcurre el año 1949. Harto de ocuparse del hotel de su suegro situado a un paso del campo de concentración de Dachau, en Alemania, y con su esposa ingresada en una institución mental, el sardónico detective Bernhard Gunther ha decidido ir tras los pasos de un famoso sádico, uno de los muchos espías de las SS capaz de infiltrarse entrelas filas de los aliados y encontrar refugio en América. Pero, por supuesto, nada es lo que parece, y Gunther pronto se encontrará navegando en un mar mortal habitado por ex-nazis que huyen de la persecución y de organizaciones secretas constituidas con el objetivo de facilitar la huída a los verdugos del tercer Reich.

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– De acuerdo -dije-. Pero necesitaré un tiempo para reunir el dinero. Ni siquiera se ha verificado el testamento todavía.

El semblante se le endureció.

– No me tome por estúpido, señor -contestó-. Yo nunca lo traicionaría, pero no puedo decir lo mismo de mi esposa. Tal vez ya lo ha notado en el funeral. ¿Pongamos veinticuatro horas? Mañana a esta hora. -Echó un vistazo a su reloj de bolsillo-. Las dos en punto. Tiene tiempo de sobra para ir a Spaengler y hacer los trámites necesarios.

– Está bien -dije-. Hasta mañana a las dos.

Le abrí la puerta y salió renqueando, como si bailara solo. Tenía que admitir que él y su esposa habían escogido una buena estrategia. El poli bueno y el poli malo. Y todas aquellas chorradas sobre la lealtad. Buen pretexto. Y la forma en que había dejado caer lo del banco Spaengler y Garmisch.

Cerré la puerta, descolgué el teléfono y le pedí a la operadora del hotel que me pusiera con la casa de Henkell en Sonnenbichl. Al cabo de unos minutos la operadora me llamó y me dijo que no contestaban, de modo que me puse el abrigo y el sombrero y cogí un taxi para Dorotheengasse.

La mayoría de los edificios de aquella estrecha calle adoquinada habían sido restaurados. En uno de los extremos se levantaba una iglesia de estuco blanco con una aguja como un cohete V2 y, en el otro, una fuente ornamentada con una dama que había elegido un mal día para hacer topless. La enorme puerta verde del banco Spaengler, con su portada barroca, parecía el tren de Hitler encallado en medio de un túnel. Me acerqué a un empleado que llevaba un sombrero de copa, le di el nombre de la persona a la que había ido a ver y me indicó una sala que podría haber pasado por la Gru ta del Rey de la Mon taña. Luego subí unas escaleras anchas como una autopista; mis pasos resonaban contra el techo como el tintineo de una campana resquebrajada.

Herr Trenner, el director del banco de los Gruen, me esperaba al final de la escalera. Era más joven que yo, pero parecía haber nacido con las canas, las gafas y el chaqué. Era servil como una parra japonesa. Frotándose las manos como si esperara que de las uñas le manara la leche de la amabilidad, me hizo pasar a una sala amueblada con una mesa y dos sillas. Sobre la mesa había veinticinco mil chelines y una cantidad en metálico para mis gastos, conforme a lo acordado. En el suelo, junto a la mesa, había una bolsa de piel para guardar el dinero. Trenner me entregó la llave de la sala y me informó de que, mientras estuviera en el edificio, él estaría a mi servicio, se inclinó en señal de respeto y me dejó a solas. Me guardé el dinero para los gastos en el bolsillo, cerré la puerta con llave y bajé las escaleras para esperar a Vera en la entrada. Eran las tres menos diez.

32

Esperé casi hasta las tres y media, momento en que concluí que Vera Messmann habría reconsiderado la conveniencia de aceptar el dinero de Gruen y que no iba a presentarse.

Liechtensteinstrasse quedaba a veinte minutos a pie por el centro de la ciudad. Llamé al timbre y golpeé la puerta. Incluso grité a través de la ranura del buzón, pero en la casa no había nadie. Claro que no hay nadie, me dije, sólo son las cuatro. Estará en la tienda, al doblar por la esquina, en Wasegasse. Si ayer estaba en casa era sólo porque había cerrado antes, pero hoy es laborable. Vaya un detective estás hecho, Bernie Gunther.

Así que doblé por la esquina. Supongo que daba por hecho que cambiaría de parecer respecto al dinero en cuanto viera la bolsa. El hecho de ver el dinero contante y sonante tiene la propiedad de hacer cambiar de idea a la gente, o por lo menos ésa es mi experiencia. Como es natural, daba por supuesto que con Vera no sería distinto, que cambiaría de idea al ver el dinero y que se dejaría persuadir por mí. Si esto fallaba, me pondría serio y le diría que tenía que coger el dinero de Gruen. ¿Cómo iba a dejar de hacer lo que yo le dijera cuando la noche anterior, en el dormitorio, se había mostrado tan devotamente sumisa?

La tienda daba a la parte trasera del Instituto de Química de la Uni versidad de Viena. En el cartel sobre el escaparate ponía: «Vera Messmann. Corseletes, corpiños, fajas y sujetadores a medida». En el escaparate se veía un maniquí femenino con un corsé de seda rosa y un sujetador a juego. Al lado había un letrero en el que estaba dibujada una muchacha vestida con otro conjunto. Llevaba el pelo recogido en un moño y, de no ser porque le faltaban las gafas, me habría recordado a Vera. Una campanilla tintineó sobre mi cabeza al abrir la puerta. Había un mostrador con superficie de cristal no mayor que una consola y, al lado, otro maniquí con una faja. En el fondo, entraba una luz tenue por la claraboya y caía junto a un probador cubierto por una gruesa cortina. Frente al sanctasanctórum había una silla de brazos que parecía puesta allí para esperar con señorial satisfacción a que laamante o la esposa apareciera de detrás de la cortina con su sofisticada ropa interior. ¿Quién dijo que no tengo imaginación?

– ¿Vera? -llamé-. Vera, soy yo, Bernie. ¿Por qué no te has presentado en el banco?

Abrí un pequeño cajón en el que había una docena de sujetadores negros, unos encima de otros como esclavos camino de las plantaciones de las Indias Occidentales. Cogí uno y, al notar los alambres con la yema de los dedos, pensé que parecía el arnés de un paracaídas.

– ¿Vera? Te he esperado en el banco durante media hora. ¿Te has olvidado o es que has cambiado de idea?

La cuestión era que no me apetecía entrar en la trastienda y encontrarme a una mujerona vienesa en bragas. Abrí otro cajón y cogí algo que se parecía vagamente a un acueducto y que terminé identificando como un liguero. Pasó un minuto. Una mujer se asomó al escaparate, pero debió de sorprenderla ver a un hombre allí de pie, dándole vueltas con el dedo a una pieza de encaje. Dejé el liguero y fui hacia la trastienda, pensando que quizá Vera estuviese en el piso de arriba, si es que había piso de arriba.

– ¿Vera?

Fue entonces cuando lo vi y el corazón me dio un vuelco. De debajo de la cortina del probador sobresalía un pie de mujer. Llevaba medias, pero estaba descalzo. Cogí la cortina y por un instante me quedé inmóvil, preparándome para lo que estaba a punto de encontrar. La descorrí. Era Vera, y estaba muerta. La media de nailon con que la habían asesinado todavía estaba apretada en torno a su cuello, como una serpiente invisible. Suspiré y cerré los ojos un momento. Pasados uno o dos minutos dejé de comportarme como un ser humano normal y empecé a pensar como un detective. Fui hacia la entrada y cerré, por si acaso. Lo último que quería en ese momento era que entrara alguna de las clientas de Vera y me encontrara examinando su cadáver. Volví al probador, corrí la cortina tras de mí y me arrodillé junto a ella para asegurarme de que estaba muerta. Tenía lapiel fría y mis dedos no notaron nada al colocarlos entre la media y la yugular. Llevaba varias horas muerta. Tenía sangre seca en los orificios de la nariz, las encías y los lados de la cara. Y muchos arañazos y marcas de dedos en torno a la barbilla y cerca del nudo de la media. Los ojos estaban cerrados. He visto borrachos vivos con peor aspecto. Tenía el pelo revuelto y las gafas estaban en el suelo, rotas. La silla del probador también estaba en el suelo y el espejo de la pared tenía una grieta considerable. Estaba claro que había opuesto mucha resistencia. Mi conclusión se confirmó al examinarle las manos y ver las magulladuras de los nudillos. Por lo visto había conseguido golpear al agresor, puede que incluso más de una vez.

Me puse en pie para echarle un vistazo al suelo, vi una colilla y la recogí. Para desgracia mía, era Lucky. Había un cenicero lleno de Lucky en mi habitación del hotel. Me guardé la colilla en el bolsillo. Ya había suficientes pruebas circunstanciales contra mí, no había necesidad de regalarle otra a la policía. La noche anterior habíamos hecho el amor y yo no llevaba condón. Vera había dicho que no pasaba nada. La autopsia revelaría mi grupo sanguíneo.

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