– O le persiguen a usted, amigo -dijo-, o me persiguen a mí.
– ¿A usted? ¿Y qué ha hecho?
– Este coche lleva gasolina del economato -dijo él gritando-. Exclusiva para las tropas de ocupación, como el coche. Y como los cigarrillos y el alcohol y las medias del maletero.
– Estupendo -dije yo-. Muchísimas gracias. Es justo lo que necesitaba, vérmelas con la policía el día que entierran a mi madre.
Esto lo dije sólo para hacerle sentir mal.
– No se preocupe -dijo sonriendo de oreja a oreja-. Primero tendrán que atraparnos y este coche tiene las de ganar frente a un Jeep con cuatro elefantes a cuestas. Mientras no pidan refuerzos por radio, les daremos esquinazo seguro. Además, seguro que el que conduce es americano. Son las normas. Como el vehículo es nuestro, también el piloto. Y en general los americanos no estamos locos. Aunque si el que conduce es el Iván, tal vez tengamos problemas. Esos tipos son un peligro cuando se ponen al volante.
Yo ya había ido en coche con rusos y sabía que no exageraba.
Nos acercábamos a toda velocidad al centro desde el este. El Jeep nos siguió hasta la vía del tren, pero luego lo dejamos atrás.
– Tome -dije mientras dejaba unos cuantos billetes en el asiento trasero; estábamos ya en Am Modenapark. -. Déjeme en la esquina, seguiré a pie. Tengo los nervios de punta.
Bajé, cerré de un portazo y vi cómo el Cadillac arrancaba haciendo derrapar los neumáticos y se perdía por Zaunergasse. Caminé hasta Stalin Platz y luego bajé por Gusshausstrasse en dirección al hotel. Como mañana no estaba mal, pero el día no había hecho más que empezar.
Tomé un almuerzo ligero y luego subí a la habitación para descansar antes de la cita con Vera Messmann en el banco. No llevaba mucho tiempo en la cama cuando alguien llamó suavemente a la puerta; creyendo que sería la camarera, me levanté para abrir. El que estaba allí era un hombre al que reconocí del funeral. Por un momento pensé que iba a tener que soportar más agresiones verbales referentes al oprobio que por mi culpa había caído sobre el nombre de la familia Gruen. En vez de ello, el hombre se quitó respetuosamente el sombrero y se quedó sosteniéndolo por el ala como si fueran las riendas de una calesa.
– ¿Sí? -dije-. ¿Qué desea?
– Soy el ex mayordomo de su madre, señor -dijo con un acento que me sonaba a búlgaro-. Tibor, señor. Tibor Medgyessy, señor. ¿Me permitiría hablar con usted un instante, señor? Se lo ruego. -Echó una mirada nerviosa hacia el pasillo del hotel-. ¿En privado, señor? Sólo unos minutos, si es tan amable.
Era alto y corpulento para su edad, unos sesenta y cinco años según mis cálculos. Tal vez más. Tenía el pelo blanco y rizado como si lo hubiera esquilado del lomo de una oveja. Los dientes parecían de madera. Llevaba unas gafas gruesas de montura metálica, traje oscuro y corbata. Tenía un porte casi militar, y pensé que eso debía de ser lo que les gustaba a los Gruen.
– Está bien, pase. -Cojeaba, una cojera que parecía debida a la cadera más que a la rodilla o el tobillo. Cerré la puerta-. ¿Y bien? ¿De qué se trata? ¿Qué desea?
Medgyessy echó una mirada en torno a la habitación, evidentemente complacido.
– Qué elegante, señor -dijo-. Elegante de verdad. No le culpo por alojarse aquí en vez de en casa de su madre. Sobre todo después de lo sucedido esta mañana en el funeral. Cuánto lo lamento. Qué inconveniencia. Ya le he llamado la atención, señor. He sido el mayordomo de su madre durante quince años, señor, y es la primera vez que oigo a Klara diciendo impertinencias.
– ¿Conque Klara?
– Sí, señor. Mi esposa.
– Mire, vamos a olvidarlo -dije encogiéndome de hombros-. Cuando antes lo olvidemos, mejor, ¿de acuerdo? Le agradezco que haya venido a disculparse, pero de verdad, no tiene importancia.
– Oh, no he venido a disculparme, señor -dijo.
– Ah, ¿no? -pregunté moviendo la cabeza-. ¿Entonces a qué ha venido?
El mayordomo esbozó una extraña sonrisa. Parecía una valla de madera desgastada.
– La cuestión es la siguiente, señor -empezó-. Su madre nos dejó cierta cantidad en su testamento. Lo que pasa es que lo firmó hace bastantes años. Esa suma nos hubiera venido muy bien, si recientemente no hubiera cambiado el valor del chelín. Ella tenía intención de modificarlo, por supuesto, pero al morir tan de repente no le dio tiempo. Mi esposa y yo estamos en una situación complicada. Lo que nos dejó la señora no nos basta para retirarnos, y al mismo tiempo somos demasiado viejos para encontrar otro trabajo. Así que nos preguntábamos si podría usted ayudarnos, señor. Ahora es usted un hombre rico, y nosotros no somos codiciosos. Ni siquiera se lo pediríamos si su madre no hubiera tenido la intención de modificar el testamento. Puede preguntárselo al doctor Bekemeier si no me cree, señor.
– Entiendo -dije yo-. Si me permite que se lo diga, herr Medgyessy, no me pareció que su esposa, Klara, quisiera mi ayuda. Muy al contrario.
El mayordomo cambió el peso de pierna y relajó la postura.
– Estaba dolida, señor, eso es todo. No sólo por la repentina muerte de su madre en el hospital, sino también porque desde entonces la Pat rul la In ternacional no ha dejado de hacer preguntas sobre usted, señor. Querían saber si iba usted a venir para el funeral. Esa clase de cosas.
– ¿Y por qué iba a estar interesada en mí la policía aliada?
Mientras decía esto recordaba la huida del Cementerio Central. Empezaba a pensar que el chofer se había equivocado, y que a quien en verdad perseguía la Pat rul la In ternacional era a Eric Gruen, no a un estraperlista.
Medgyessy volvió a obsequiarme con su ladina sonrisa.
– Sería una lástima, señor -dijo-, porque mi mujer y yo no somos estúpidos, y si nunca hemos dicho nada no es porque no estemos al corriente.
Era evidente que había algo más que una muchacha con un bombo. Pero que mucho más.
– Así que, por favor, no me hable como si fuera idiota, señor. No nos beneficia a ninguno de los dos. Lo único que queremos es seguir al servicio de la familia, señor, y hacerlo de la única manera que nos es posible, dado que me imagino que no se va a quedar usted en Viena. Por lo menos, no oficialmente.
– ¿Y exactamente cómo tienen pensado servirme? -le pregunté haciendo acopio de paciencia.
– Con nuestro silencio, señor. Conozco casi todos los secretos de su madre, señor. Era una mujer muy confiada, y algo descuidada, no sé si me entiende.
– Está intentando chantajearme, ¿verdad? -pregunté-. ¿Por qué no se limita a decirme cuánto?
Medgyessy sacudió la cabeza irritado.
– No, señor. Nada de chantajes. Lamento que me haya interpretado así. Lo único que queremos es servir a la familia Gruen, señor. Nada más. Una modesta recompensa por nuestra lealtad, sólo se trata de eso. Tal vez hizo usted lo que debía hacer, no seré yo quien lo juzgue, pero debería reconocer que está en deuda con nosotros, señor. Por no revelar su paradero a la policía, por ejemplo. Garmisch, ¿verdad? Bonito lugar. Yo nunca heestado, pero me han dicho que es precioso.
– ¿Cuánto?
– Veinticinco mil chelines, señor. No es tanto, en realidad. No si se piensa bien, señor.
Apenas sabía qué decir. Había quedado claro que Eric Gruen no me había dicho toda la verdad, y que por alguna razón el hecho de que se encontrara en Viena era importante para los Aliados. ¿O quizá sí, después de todo? ¿Sería por la ejecución de aquellos prisioneros de guerra, en Francia, de los que había hablado Engelbertina? ¿Por qué no? Después de todo, los Aliados tenían a docenas de hombres de las SS encerrados en Landsberg por la masacre de Malmedy. ¿Por qué no iba a estar involucrado Eric Gruen en otra masacre? Fuera cual fuera la razón, una cosa era evidente: tenía que cerrar la boca de Medgyessy hasta hablar con Gruen en persona. No me quedaba más opción que ceder al chantaje, por el momento. Con todos mis documentos a nombre de Eric Gruen, no podía hacerme pasar por Bernie Gunther.
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