Vera Messmann se quitó los zapatos y colocó los pies con calcetines bajo su bonito trasero.
– Para lo que sirve, no le reprocho nada de eso. Comparado con lo que ocurrió durante la guerra, no es un gran crimen, ¿no? ¿Abandonar a una chica en apuros?
– No, supongo que no -dije.
– Pero me alegra que le enviara -dijo-. No me gustaría volver a verle. Sobre todo ahora que Magda está muerta, sería demasiado desagradable. Además, sería mucho más reticente a aceptar su dinero si estuviera él en persona. Pero veinticinco mil chelines… no puedo decir que no me vayan bien. Pese a lo que ve, no tengo mucho ahorrado. Todos estos muebles son bastante valiosos, pero eran de mi madre, y este piso es el único recuerdo quetengo de ella. Era suyo, tenía un gusto excelente.
– Sí -dije, y miré a mi alrededor con educación-. Es cierto.
– Pero no tiene sentido vender nada -dijo-. Ahora mismo no. No hay dinero para este tipo de cosas. Ni siquiera los americanos lo quieren. Todavía no, estoy esperando a que vuelva el mercado. Pero ahora -brindó conmigo, en silencio-, quizá no tendré que esperar al mercado. -Bebió un poco más-. ¿Y lo único que tengo que hacer es ir a ese banco y firmar un recibo?
– Eso es todo. Ni siquiera tiene que mencionar su nombre.
– Es un alivio -confesó.
– Sólo atraviese la puerta y la estarán esperando. Iremos a una sala privada y yo le haré entrega del dinero. O un cheque bancario, como prefiera. Así de sencillo.
– Sería bonito pensar así -dijo ella-. Pero nada que implique dinero es sencillo.
– A caballo regalado no le mires los dientes. Es mi consejo.
– Es un mal consejo, herr Gunther -repuso ella-. Piénselo. Todos esos recibos de veterinarios si el jamelgo no es bueno. Y no olvidemos lo que les pasó a esos pobres troyanos ingenuos. Tal vez si hubieran escuchado a Casandra en vez de a Sinón, lo hubieran evitado. Y si le hubieran mirado «el dentado» al caballo regalado de los griegos, hubieran visto a Odiseo y a sus amigos griegos hacinados dentro. -Sonrió-. Es la ventaja de recibir una formación clásica.
– En parte tiene razón -dije yo-. Pero cuesta ver cómo podría hacerlo en este caso concreto.
– Eso es porque usted es un policía que no lo es -dijo ella-. Oh, no quiero ser maleducada, pero tal vez si tuviera un poco más de imaginación podría pensar una manera de echarle un vistazo más a fondo al poni que ha traído hasta aquí.
Me quitó el cigarrillo de los dedos y le dio una breve calada antes de apagarlo en un cenicero. Luego se quitó las gafas y se inclinó hacia mí hasta que sólo unos centímetros separaban nuestras bocas.
– Ábrala bien -dijo, abrió los labios y los dientes y presionó su seductora boca contra la mía.
Estuvimos así un rato. Cuando se apartó, tenía miel en los ojos.
– Entonces, ¿qué has descubierto? -le pregunté-. ¿Algún indicio de héroe griego?
– Todavía no he acabado de mirar -contestó-. Aún no.
Se levantó, me cogió la mano y me levantó de un tirón.
– ¿Dónde vamos ahora? -le pregunté.
– Helena te va a llevar a su tocador de palacio -contestó.
– ¿Estás segura? -Me quedé quieto un instante y encorvé los dedos para agarrarme mejor a la alfombra-. A lo mejor me toca a mí hacer de Casandra. Tal vez si tuviera un poco más de imaginación podría pensar que soy lo bastante guapo para merecer este tipo de hospitalidad. Pero los dos sabemos que no lo soy. Tal vez deberíamos aplazarlo hasta que tengas tus veinticinco mil.
– Agradezco tus palabras -dijo ella, todavía cogida de mi mano-. Pero no estoy precisamente en la flor de la vida, herr Gunther. Déjame que te hable de mí. Fabrico corsés, soy buena. Tengo una tienda en Wasagasse. Todas mis clientas son mujeres, por supuesto. La mayoría de los hombres que he conocido están muertos, o mutilados. Eres el primer hombre sano y de aspecto razonable con quien hablo en seis meses. El último hombre con quien intercambié más de dos docenas de palabras fue mi dentista, y hace tiempo que debería hacerme una revisión. Tiene sesenta y siete años y un pie deforme, que probablemente es la única razón por la que todavía está vivo. Yo cumpliré treinta y nueve años dentro de dos semanas, y ya estoy en las clases nocturnas de solteronas. Incluso tengo un gato. Está fuera, claro. Tiene una vida mejor que la mía. Hoy cierro antes la tienda, pero la mayoría de tardes llego a casa, hago la cena, leo una historia de detectives, me tomo un baño, leo un poco más y luego me voy a la cama, sola. Una vez por semana voy a la iglesia Maria am Gestade, y de vez en cuandobusco la absolución por lo que yo llamo en broma mis pecados. ¿Te haces una idea? -Sonrió, me pareció que con cierta amargura-. Tu tarjeta dice que eres de Munich, lo que significa que cuando acabes tus asuntos en Viena, volverás allí. Eso nos da como máximo tres o cuatro días. ¿Qué te he dicho sobre Schiller? No estoy siendo demasiado precavida. Lo decía totalmente en serio.
– Tienes razón en lo de mi vuelta a Munich -le dije-. Creo que probablemente serías una detective bastante buena.
– Me temo que tú no serías un gran fabricante de corsés.
– Te sorprendería lo que sé de corsés de mujer -contesté.
– Oh, eso espero. En cualquier caso pretendo descubrirlo. ¿Me he explicado bien?
– Muy bien. -La volví a besar-. ¿Llevas corsé?
– No por mucho tiempo -dijo ella, y miró el reloj-. Me lo vas a quitar dentro de cinco minutos. Sabes quitar un corsé de mujer, ¿no? Sólo tienes que tirar de los ganchos de todos los agujeritos hasta que se te seque la boca y empieces a oírme respirar. También podrías intentar arrancármelo, claro, pero mis corsés están bien hechos. No se rompen con tanta facilidad.
La seguí a su dormitorio.
– Esa formación clásica tuya… -dije.
– ¿Qué pasa con ella?
– ¿Qué le pasó a Casandra?
– Los griegos la sacaron a rastras del templo de Atenea y la violaron -dijo ella y cerró la puerta de una patada-. Yo estoy perfectamente dispuesta.
– Perfectamente dispuesta me suena perfecto -dije.
Se quitó el vestido por los pies y yo retrocedí para mirarla mejor. Llámalo cortesía profesional, si quieres. Tenía una bonita figura bien proporcionada. Me sentía como Kepler admirando su sección dorada, aunque sabía que me lo iba a pasar mejor que él. Probablemente nunca miró a una mujer que llevara un corsé bien confeccionado. De haberlo hecho, igual hubiera sido mejor en matemáticas en el colegio.
Me quedé a pasar la noche; suerte de ello, pues al poco de pasada la medianoche un intruso entró en el apartamento.
Después de la sesión de vísperas, Vera estaba intentando convencerme para repetir en completas, pero de repente se quedó congelada sobre mí.
– Escucha -susurró-. ¿Has oído eso? -Como yo no conseguía oír más que mis propios jadeos, añadió-: Hay alguien en el salón.
Se echó a mi lado, se cubrió con las sábanas hasta la barbilla y esperó a que yo le diera la razón.
Me quedé quieto hasta que oí pasos sobre el suelo de madera, entonces me levanté de un salto.
– ¿Esperas a alguien? -pregunté subiéndome los pantalones y pasándome los tirantes por encima de los hombros desnudos.
– Pues claro que no -dijo entre dientes-. Es medianoche.
– ¿Tienes algún arma?
– Tú eres el detective. ¿No llevas pistola?
– A veces -dije-, pero no cuando me meto en la zona rusa. Si me encontraran un arma, me mandarían a un campo de trabajo, o algo peor.
Cogí un palo de hockey y abrí la puerta de un tirón.
– ¿Quién anda ahí? -pregunté a voz en grito mientras tanteaba en busca del interruptor.
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