Tras el mostrador de recepción de la primera planta había una pelirroja sentada con todos los adornos. Le dije que iba a ver al doctor Bekemeier. Me pidió que tomara asiento en la sala de espera. Caminé hacia una silla, no le hice caso y me quedé mirando la nieve por la ventana, igual que cuando te preguntas si tus zapatos están preparados para eso. Había un buen par de botas en Breschneider que mis gastos y yo estábamos pensando en adquirir. Siempre que las cosas salieran bien con el abogado. Observé la nieve hasta la ventana de la tienda de bordados de enfrente, donde Fanny Skolmann, según el nombre que estaba pintado en la ventana, y sus muchos empleados daban puntadas con una luz que prometía volverles ciegos en muy poco tiempo.
Oí un discreto carraspeo por detrás y me di la vuelta para encontrar a un hombre que llevaba un prolijo traje gris con un cuello de camisa de esmoquin que parecía confeccionado por Pitágoras. Debajo de las polainas blancas, sus zapatos negros brillaban como el metal de una bicicleta nueva. O tal vez sólo era más crema encima de más café negro. Era un hombre bajo, y, cuanto más bajo, más empeño parece que pones en su atuendo. Éste estaba sacado de un escaparate. Me lanzó una mirada intensa. No medía más de metro y medio y aun así tenía la mirada de una criatura que mataba ratas con los dientes. Era como si su madre hubiera rezado para tener un cachorro de terrier y hubiera cambiado de opinión en el último momento.
– ¿Doctor Gruen? -preguntó.
Por un instante tuve que recordar que me hablaba a mí. Asentí. Me hizo un gesto de cortesía con la cabeza.
– Soy el doctor Bekemeier -dijo. Me hizo entrar en el despacho tras él y siguió hablando con una voz que chirriaba como la puerta de un castillo de Transilvania-. Por favor, doctor, pase por aquí.
Entré en su despacho, donde ardía un fuego comedido tranquilamente, como siempre son los fuegos en un despacho de abogados por miedo a que los extingan.
– ¿Le cuelgo el abrigo?
Se lo entregué con un gesto de resignación y vi que lo colgaba en un sombrerero de caoba. Luego nossentamos frente a frente en un escritorio de socio, yo en una silla acolchada de cuero que era la hermana pequeña de la que él ocupaba.
– Antes de empezar -dijo-, me perdonará que le moleste para comprobar su identidad, doctor. Me temo que la sola envergadura de las propiedades de su difunta madre requiere una precaución extra. Dadas las circunstancias, poco habituales, estoy seguro de que entenderá que me corresponde estar seguro de su identidad. ¿Me deja ver su pasaporte, por favor?
Ya estaba buscando el pasaporte de Gruen. Los abogados, bajo esa piel blanca de librería, son todos iguales. No proyectan sombras y duermen en ataúdes. Se lo entregué sin decir palabra.
Abrió el pasaporte y lo examinó, pasó todas las páginas antes de volver a la fotografía y la descripción de su titular. Dejé que me observara el rostro y luego la fotografía sin mediar palabra. De haber dicho algo hubiera levantado sospechas. La gente siempre se pone habladora cuando intenta jugársela a alguien y pierde los nervios. Contuve la respiración, disfruté de los aromas del coñac todavía dentro de mi cuerpo, y esperé. Al final asintió y me devolvió el pasaporte.
– ¿Ya está? -pregunté-. ¿Y la identificación formal del cuerpo y todo eso?
– No del todo. -Abrió un archivador en el escritorio, consultó algo mecanografiado en el folio de encima y volvió a cerrar el archivador-. Según mi información, Eric Gruen sufrió un accidente en la mano izquierda en 1938. Perdió las dos falanges superiores del meñique. ¿Puedo ver su mano izquierda, doctor?
Me incliné hacia delante y coloqué la mano izquierda encima de su carpeta. Tenía una sonrisa en el rostro cuando, tal vez, debería haber una arruga, ya que ahora me parecía extraño que la herida en la mano de Gruen se hubiera producido hacía tanto tiempo, y que no le hubiera dado más importancia para el procedimiento de mi identificación por él. De algún modo me había dado la impresión, ahora al parecer equivocada, de que había perdido el meñique durante la guerra, cuando perdió el bazo y la sensibilidad en las piernas. También estaba hecho de que el abogado, el doctor Bekemeier, fuera tan preciso con la herida del meñique de Gruen. Y ahora se me ocurría que si no fuera por ese detalle, no me podrían haber identificado como Eric Gruen.
En otras palabras, mi dedo, o su ausencia, era más importante de lo que suponía.
– Todo parece estar en orden -dijo, sonriente por fin. Fue cuando noté por primera vez que no tenía cejas, y que el pelo de la cabeza parecía una peluca-. Por supuesto, tiene que firmar algunos papeles, como familiar, herr Gruen. Y también para que pueda establecer la línea de crédito con el banco hasta que se administre el testamento. No es que espere que haya ningún problema, yo mismo lo redacté. Como sabrá, su madre trabajó con el banco Spaengler toda la vida, y por supuesto esperan que vaya y se ocupe de retirar fondos tal y como usted especificó en su telegrama. Encontrará al director, herr Trenner, de lo más servicial.
– Estoy seguro -dije.
– ¿Es cierto que se aloja en el Erzherzog Rainer, doctor?
– Sí. Habitación 325.
– Una sabia elección, si me lo permite. El director, herr Bentheim, es amigo mío. Háganoslo saber si podemos hacer algo para hacer que su estancia en Viena sea más agradable.
– Gracias.
– El funeral se celebrará mañana a las once en punto, en Karlskirche. Está a sólo unas manzanas al noreste de su hotel, al otro extremo de Gusshausstrasse. Y el entierro justo después en el panteón familiar del Cementerio Central, en el sector francés.
– Sé dónde está el Cementerio Central, doctor Bekemeier -dije-. Y ahora que lo recuerdo, gracias por encargarse de todo. Como sabe, mi madre y yo no nos llevábamos bien, precisamente.
– Ha sido un honor y un privilegio hacerlo -dijo-. Fui abogado de su madre durante veinte años.
– Supongo que se había distanciado de todos los demás -dije, con frialdad.
– Era una anciana -contestó él, como si ésa fuera explicación suficiente para lo que había entre Eric Gruen y su madre-. Aun así, en cierto modo su muerte fue inesperada. Pensaba que todavía viviría muchos años.
– Entonces no sufrió en absoluto -afirmé.
– En absoluto. De hecho, yo la vi el día anterior a su muerte. En el Hospital General de Viena, en Garnisongasse. Parecía bastante sana. Postrada en cama, pero bastante animada, de verdad. Muy curioso.
– ¿El qué?
– La manera en que llega la muerte a veces, cuando no la esperamos. ¿Asistirá al funeral, doctor Gruen?
– Por supuesto -respondí.
– ¿De verdad?
Parecía un poco sorprendido.
– Lo pasado, pasado está, digo yo.
– Sí, bueno, es un sentimiento admirable -dijo él, como si no se lo creyera mucho.
Saqué una pipa y empecé a llenarla. Había empezado a fumar en pipa en un esfuerzo por parecerme y sentirme más como Eric Gruen. No me gustaban mucho las pipas, ni toda la parafernalia que las acompañaba, pero no se me ocurría una manera mejor de convencerme de que yo era Eric Gruen, aparte de comprar una silla de ruedas.
– ¿Viene alguien más al funeral que yo conozca? -pregunté, inocente.
– Vienen uno o dos antiguos criados -contestó-. No estoy seguro de si les conoce o no. Habrá otros, claro. El apellido Gruen todavía resuena en Viena, es lógico. Supongo que no querrá ir al frente del cortejo fúnebre, herr doctor Gruen.
– No, eso sería demasiado -dije-. Yo debería permanecer en el fondo durante la ceremonia.
– Sí, sí, probablemente eso sería lo mejor -admitió-. Teniendo en cuenta las circunstancias. -Se reclinó en la silla y, con los codos en los apoyabrazos, unió las puntas de los dedos como si fueran tentáculos-. En su telegrama decía que tenía la intención de liquidar su participación en Azúcares Gruen.
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