Philip Kerr - Unos Por Otros

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Transcurre el año 1949. Harto de ocuparse del hotel de su suegro situado a un paso del campo de concentración de Dachau, en Alemania, y con su esposa ingresada en una institución mental, el sardónico detective Bernhard Gunther ha decidido ir tras los pasos de un famoso sádico, uno de los muchos espías de las SS capaz de infiltrarse entrelas filas de los aliados y encontrar refugio en América. Pero, por supuesto, nada es lo que parece, y Gunther pronto se encontrará navegando en un mar mortal habitado por ex-nazis que huyen de la persecución y de organizaciones secretas constituidas con el objetivo de facilitar la huída a los verdugos del tercer Reich.

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Me gustaba su Buick. El asiento delantero era grande como una litera de un coche cama pullman, con un volante del tamaño de una rueda de bicicleta y una radio que parecía prestada de una máquina de discos de cafetería. El velocímetro decía que alcanzaba los ciento ochenta kilómetros por hora, y con su ocho en línea y la transmisión Dynaflow, pensé que era bueno por lo menos para ir a cien. A un metro del velocímetro, en la parte soleada del salpicadero, había un reloj, para que supieras cuándo había que ir a comprar más gasolina. Debajo del reloj había una guantera para un hombre con manos más grandes que las de Jacobs. En realidad parecía una guantera para la diosa Kali con espacio para unas cuantas guirnaldas y calaveras.

Me estiré en el asiento, lo abrí con el dedo y revolví un momento. Había una Smith and Wesson corta delcalibre treinta y ocho, con el armazón en forma de J y el mango revestido de caucho. Con ella me había apuntado en Dachau. Un mapa de carreteras Michelin de Alemania. Una tarjeta conmemorativa para celebrar el segundo centenario del aniversario de Goethe. Una edición americana de los Diarios de Goebbels. Una Guía Azul del norte de Italia. Dentro, en las páginas de Milán, había un recibo de una joyería. El nombre del joyero era Primo Ottolenghi, y era un recibo de diez mil dólares. Parecía lógico deducir que Jacobs había vendido en Milán la caja de objetos de valor judíos que sacó de mi jardín trasero, sobre todo porque el recibo tenía fecha más o menos de una semana después de su estancia con nosotros. Había una carta del Rochester Strong Memorial Hospital, en el estado de Nueva York, con una lista de equipamiento médico entregado a Garmisch-Partenkirchen, vía la base aérea de Rhein-Main. Había un bloc de notas. La primera página estaba en blanco, pero podía deducir por las marcas lo que había escrito en la página anterior. Arranqué las primeras páginas con la esperanza de que más tarde pudiera desentrañar lo que Jacobs había escrito.

Devolví todo lo demás a la guantera, la cerré, y luego miré por encima del hombro el asiento de atrás. Había copias de la edición parisina del Herald y del Süddeutsche Zeitung, y un paraguas plegable. Nada más. No era mucho, pero sabía un poco más de Jacobs que antes. Sabía que se tomaba en serio las pistolas. Sabía dónde era probable que vendiera las reliquias familiares. Y sabía que le interesaba el adversario Joey, incluso ese cabezacuadrada de Goethe, en sus días buenos. A veces saber sólo un poco es el prólogo a saber mucho.

Salí del coche, cerré la puerta despacio y, con el río Loisach siempre a la derecha, caminé hacia el noreste, en dirección a Sonnenbichl, y tomé un atajo por las bases de lo que antes era el hospital y ahora se estabaconvirtiendo en un centro de ocio para los funcionarios americanos.

Empecé a pensar en volver a Munich para retomar el hilo de mi negocio. Decidí que, a falta de nuevos clientes, vería si podía encontrar el rastro de la última. Tal vez volvería a la iglesia del Espíritu Santo para ver si aparecía, o hablaría con el pobre Felix Klingerhoefer en la Ame rican Overseas Airlines. Quizá recordara algo más de Britta Warzok aparte de que era de Viena.

El paseo hasta Mönch fue más largo de lo que esperaba. Había olvidado que gran parte de la caminata, de hecho la mayoría, era en subida, e incluso sin una mochila en la espalda era del todo un caminante feliz cuando llegué a la casa, me arrastré hasta la cama, me quité los zapatos y cerré los ojos. Pasaron varios minutos hasta que Engelbertina se dio cuenta de que había vuelto y vino a mi encuentro. Por su cara vi enseguida que algo iba mal.

– Eric ha recibido un telegrama -explicó-. De Viena. Su madre ha muerto, está bastante afectado.

– ¿De verdad? Pensaba que se odiaban.

– Es cierto -confirmó ella-. Creo que eso es parte del problema. Se da cuenta de que jamás podrá arreglar las cosas con ella. Nunca.

Me enseñó el telegrama.

– No creo que deba leerlo -dije, aunque de todos modos lo leí-. ¿Dónde está?

– En su habitación. Dijo que quería estar solo.

– Lo entiendo -dije-. Tu madre muere, no es como perder a un gato. A menos que seas un gato.

Engelbertina sonrió triste y me cogió de la mano.

– ¿Tienes madre?

– Por supuesto, tenía una. También un padre, si mal no recuerdo. Pero por el camino los he perdido a los dos. Soy un descuidado.

– Yo también -dijo ella-. Es otro punto en común, ¿verdad?

– Sí -contesté, sin mucho entusiasmo. Para mí, sólo teníamos una cosa en común, y era lo que pasaba en sudormitorio, o en el mío. Volví a mirar el telegrama de Gruen-. Aquí se insinúa que recibe una importante fortuna.

– Sí, pero sólo si va a Viena a ver a los abogados en persona y la reclama -dijo-. Y no sé por qué no creo que lo haga. No en el estado actual. ¿Y tú?

– ¿Hasta qué punto está enfermo? -le pregunté.

– Si sólo hubiera perdido el uso de las piernas, no estaría tan mal -dijo ella-. Pero también perdió el bazo.

– No lo sabía. ¿Es serio?

– Perder el bazo aumenta el riesgo de infección -dijo ella-. El bazo es una especie de filtro de sangre y suministro de reservas. Por eso se queda sin energía con tanta facilidad. -Sacudió la cabeza-. No creo que pueda ir a Viena. Ni siquiera en el coche de Heinrich. Viena está a casi quinientos kilómetros, ¿verdad?

– No lo sé -respondí-. Hace mucho tiempo que estuve en Viena. Es más, cuando llegas parece que está más lejos de lo que pensabas. No sé si sabes a lo que me refiero. Los vieneses tienen algo que no me gusta. Son unos alemanes muy austríacos.

– ¿Quieres decir como Hitler?

– No, Hitler era un austriaco muy alemán. Es diferente. -Me quedé pensando un momento-. ¿De cuánto dinero crees que se trata? Me refiero a la familia de Eric.

– No estoy del todo segura. Pero la familia Gruen era propietaria de una de las fábricas de azúcar centroeuropeas más grandes. -Se encogió de hombros-. Así que podría ser bastante. A nadie le amarga un dulce, ¿no?

– En Austria no -dije yo-. Pero es lo más dulce que pueden ser.

– ¿No te olvidas de algo? Soy austriaca.

– Y apuesto a que eso te hace sentir muy orgullosa -dije-. Cuando los nazis anexionaron a Austria en 1938, yo vivía en Berlín. Recuerdo que los judíos austríacos iban a vivir allí porque pensaban que los berlineses serían más tolerantes que los vieneses.

– ¿Y lo eran?

– Durante una época. En realidad a los nazis nunca les gustó Berlín, ya lo sabes. Tardaron mucho en poner orden en la ciudad. Mucho tiempo y mucha sangre. Berlín era sólo el paradigma de lo que ocurría, pero el núcleo real del nazismo era Munich. Todavía lo es, no debería sorprenderme. -Encendí un cigarrillo-. Sabes, te envidio, Engelbertina. Por lo menos tú puedes elegir considerarte austríaca o judía. Yo soy alemán y no puedo hacer nada. Ahora mismo es como el estigma de Caín.

Engelbertina me apretó la mano que todavía tenía agarrada.

– Caín tenía un hermano. Y en cierto modo, Bernie, tú también. O por lo menos alguien que se parece mucho a un hermano tuyo. Tal vez puedas ayudarle. Es tu trabajo, ¿no? Ayudar a la gente.

– Haces que parezca una profesión muy noble. Parsifal, el Santo Grial y cinco horas de Wagner. Yo no soy así, Engelbertina. Soy más un caballero con una jarra de cerveza con tres minutos de Gerhard Winkler y su orquesta Regent Classic.

– Entonces conviértelo en algo noble -dijo ella-. Haz algo mejor, desinteresado y no material. Estoy segura de que se te ocurre algo noble que hacer. Por Eric, quizá.

– No lo sé. ¿Qué beneficio saco de hacer algo desinteresado y no material?

– Yo te lo digo -contestó ella-. Si tienes tiempo y paciencia para escuchar. Y la voluntad de propiciar un cambio en tu vida.

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