Philip Kerr - Violetas De Marzo

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La primera vez que conocemos al ex policía Bernie Gunther la acción se sitúa en 1936, en Violetas de Marzo (un eufemismo que usaron los primeros nazis para describir los últimos conversos), cuando los Juegos Olímpicos están a punto de empezar.
Algunos de los amigos judíos de Bernie se van dando cuenta de que tendrían que haber huido cuando aún podían hacerlo, y Gunther recibe el encargo de investigar dos muertes que afectan a los máximos cargos del partido nazi. El antiguo policía Bernie Gunther creía que ya lo había visto todo en las calles de Berlín de los años treinta. Pero cuando dejó el cuerpo para convertirse en detective privado, cada nuevo caso lo iba hundiendo un poco más en los horribles excesos de la subcultura nazi. Después de la guerra, en medio del esplendor imperial y decadente de Viena, Bernie incluso llega a poner al descubierto un legado que, en comparación, convierte las atrocidades cometidas enépoca de guerra en un juego de niños…

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– ¿Libraros de él dónde? ¿Tirándolo desde el puente Schöneberger?

Rienacker se echó a reír.

– Puede.

Sacó una cantimplora de petaca del bolsillo y echó un largo trago. La noche anterior yo había encontrado un folleto de ésos en el buzón. En su mayor parte estaba dedicado a ridiculizar ni más ni menos que al primer ministroprusiano. Sabía que en las semanas que precedían a las Olimpiadas, la Gestapo estaba haciendo un enorme esfuerzo por aplastar el movimiento comunista clandestino de Berlín. Miles de Kozis habían sido arrestados y enviados a campos KZ como los de Oranienburg, Columbia Haus, Dachau y Buchenwald. Sumando dos y dos, comprendí de repente, conmocionado, a quién me llevaban a ver.

En la comisaría de la Grolmanstrasse el coche se detuvo y una de las gárgolas sacó a rastras al prisionero de debajo de nuestro asiento. No daba un marco por sus posibilidades. Si alguna vez había visto a alguien destinado a una clase nocturna de natación en el Landwehr, ése era él. Luego seguimos hacia el este por la Berlinerstrasse y Charlottenburgchaussee, el eje este-oeste de Berlín, adornado con un montón de banderas negras, blancas y rojas para celebrar las próximas Olimpiadas. Rienacker las miró ceñudo.

– Mierda de Juegos Olímpicos -gruñó-. Qué forma de tirar el jodido dinero.

– No puedo menos que estar de acuerdo contigo -dije.

– ¿Para qué sirve todo esto?, eso es lo que me gustaría saber. Somos lo que somos, entonces ¿por qué pretender que no lo somos? Todo este fingimiento me toca de verdad los cojones. ¿Sabes?, incluso están trayendo putas de Munich y Hamburgo porque el estado de excepción ha perjudicado mucho el comercio de carne femenina berlinés. Y el jazz negro vuelve a ser legal. ¿Cómo explicas eso, Gunther?

– Decir una cosa y hacer otra. Es típico de este gobierno.

Me dedicó una mirada escrutadora.

– Yo que tú no iría diciendo eso por ahí -dijo.

– Lo que yo diga no importa, Rienacker -dije sacudiendo la cabeza-. Mientras pueda ser útil a tu jefe, a él no le importaría que fuera Karl Marx y Moisés en uno solo, si pensara que puedo servirle de algo.

– Entonces más vale que saques el máximo partido. Nunca tendrás otro cliente tan importante.

– Eso es lo que dicen todos.

Cuando faltaba muy poco para Brandenburger Tor el coche giró hacia el sur, entrando en la Hermann Goering Strasse. En la embajada británica estaban encendidas todas las luces y había varias docenas de limusinas aparcadasdelante. Cuando el coche frenó y entró por la calzada del gran edificio de al lado, el conductor bajó la ventanilla para que el guardia de asalto nos identificara, y oímos el sonido de un numeroso grupo de gente moviéndose en el jardín.

Rienacker y yo esperamos en una sala del tamaño de una pista de tenis. Al cabo de poco rato un hombre alto y delgado, vestido con el uniforme de oficial de la Luftwaffe, nos dijo que Goering se estaba cambiando y que nos recibiría al cabo de unos minutos.

Era un lugar deprimente: pomposo, arrogante y fingiendo un aire bucólico que desmentía su situación urbana. Rienacker se sentó en una silla de aspecto medieval sin decir nada, mientras yo curioseaba por la sala, pero sin perderme de vista.

– Acogedora -dije, de pie frente a un tapiz gobelino que representaba varias escenas de caza y que podría haber dado cabida, con la misma facilidad, a una versión a escala real del Hindenburg. La única luz de la sala procedía de una lámpara que había encima del enorme escritorio estilo Renacimiento, compuesta por dos candelabros de plata con pantallas de pergamino. Iluminaba un pequeño altar de retratos: había uno de Hitler con la camisa parda y el cinturón cruzado de piel de un hombre de las SA, y con un aspecto muy parecido a un chico explorador; también fotografías de dos mujeres, que supuse eran Karin, la esposa muerta de Goering, y Emmy, su esposa viva. Al lado de las fotografías había un libro grande, encuadernado en piel, en cuya portada había un escudo de armas, que supuse eran las de Goering. Constaba de un puño con guantelete agarrando una cachiporra, y pensé que habría sido mucho más apropiado para los nacionalsocialistas que la esvástica.

Me senté al lado de Rienacker, que sacó cigarrillos. Esperamos una hora, quizá más, hasta que oímos voces al otro lado de la puerta; al notar que se abría ésta, nos pusimos de pie. Dos hombres con uniformes de la Luftwaffe entraron en la sala siguiendo a Goering. Con gran sorpresa por mi parte vi que llevaba un cachorro de león en los brazos. Lo besó en la cabeza, le tiró de las orejas y luego lo dejó encima de la alfombra de seda.

– Anda, vete a jugar, Mucki, sé un buen chico.

El cachorro gruñó, feliz, y fue haciendo cabriolas hasta la ventana, donde empezó a jugar con las borlas de una delas pesadas cortinas.

Goering era más bajo de lo que yo había pensado, lo que hacía que pareciera más corpulento. Llevaba un chaleco de caza de piel verde, una camisa de franela blanca, pantalones de dril blancos y zapatillas de tenis también blancas.

– Hola -dijo, estrechándome la mano y sonriendo ampliamente. Había algo ligeramente animal en él, y sus ojos eran de un azul duro e inteligente. Llevaba varios anillos, uno de ellos un enorme rubí-. Gracias por venir. Siento haberle hecho esperar. Asuntos de Estado, ya sabe.

Dije que no pasaba nada, aunque en realidad apenas sabía qué decir. De cerca, me asombró el aspecto suave, casi infantil de su piel, y me pregunté si la llevaría empolvada. Nos sentamos. Durante varios minutos siguió mostrándose encantado de que yo estuviera allí, con un entusiasmo casi pueril, y después de un rato se sintió obligado a explicarse.

– Siempre había querido conocer a un auténtico detective privado. Dígame, ¿ha leído alguna de las novelas de Dashiel Hammet? Es americano, pero a mí me parece maravilloso.

– No, señor, me parece que no.

– Tendría que hacerlo. Le prestaré la edición alemana de Cosecha roja. Le gustará. ¿Lleva usted pistola, Herr Gunther?

– A veces, cuando creo poder necesitarla.

Goering estaba radiante como un colegial.

– ¿La lleva ahora?

Negué con la cabeza.

– No, Rienacker pensó que aquí podría asustar al gato.

– Lástima -dijo Goering-. Me habría gustado ver la pistola de un auténtico detective privado.

Se recostó en la silla, que tenía el aspecto de haber pertenecido a un voluminoso papa de la familia Médicis, y agitó la mano.

– Bueno, hablemos de negocios -dijo.

Uno de sus ayudantes trajo una carpeta y la dejó delante de su jefe. Goering la abrió y estudió el contenido durante varios segundos. Imaginé que hablaba de mí. Había tantas carpetas con información sobre mí dando vueltas por ahí en aquel momento que empezaba a sentirme como un caso médico.

– Aquí dice que antes fue policía -dijo-. Y con un historial bastante impresionante, además. Ahora ya habría llegado a comisario. ¿Por qué se fue?

Sacó de la chaqueta una cajita de laca para pildoras, e hizo caer un par de pastillas de color rosa en la palma de su gruesa mano mientras esperaba que yo respondiera. Se las tomó con un vaso de agua.

– No me gustaba mucho la comida de la policía. -Soltó una fuerte carcajada-. Con todo el respeto, Herr Primer Ministro, estoy seguro de que sabe bien por qué me marché, dado que por aquel entonces estaba usted al mando de la policía. No recuerdo haber ocultado mi oposición a la purga de los llamados agentes de policía poco fiables. Muchos de aquellos hombres eran amigos míos. Muchos perdieron sus pensiones. Un par perdieron incluso la cabeza.

Goering sonrió lentamente. Con su frente amplia, sus ojos fríos, su resonante voz de bajo, su barbilla de rapaz y su barriga perezosa, me recordaba sobre todo a un enorme y gordo tigre devorador de hombres. Como si fuera telepáticamente consciente de la impresión que me causaba, se inclinó hacia delante en la silla, recogió el cachorro de león de la alfombra y lo acunó en sus rodillas, que tenían el tamaño de un sofá. El cachorro bizqueó adormilado, moviéndose apenas mientras su amo le acariciaba la cabeza y le manoseaba las orejas. Parecía que estuviera admirando a su propio hijo.

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