– ¿Es allí donde fue cuando lo soltaron?
– Me temo que sé tanto como usted. Mutschmann tenía esposa, pero durante su encarcelamiento y por lo que parece, según el registro, sólo lo visitó una única vez. No parece que lo que le esperara en el exterior fuera muy agradable.
– ¿Vino a verle alguien más?
Spiedel consultó la carpeta.
– Sólo uno, del Sindicato de ex presidiarios, una organización benéfica, según dicen, aunque tengo mis dudas sobre su autenticidad. Un hombre llamado Kasper Tillessen. Visitó a Mutschmann en dos ocasiones.
– ¿Tenía un compañero de celda?
– Sí, compartió la celda con el número 7888319, Bock, H. J. -Sacó otra carpeta del cajón-. Hans Jürgen Bock, edad: treinta y ocho. Condenado por atacar y mutilar a un hombre del antiguo Sindicato de Trabajadores del Acero en marzo de 1930, sentenciado a seis años de cárcel.
– ¿Quiere decir que era un rompehuelgas?
– Sí, eso es.
– ¿No conocerá por casualidad los detalles de ese caso, verdad?
Spiedel negó con la cabeza.
– Me temo que no. La carpeta del caso ha sido devuelta a Antecedentes Criminales del Alex. -Se detuvo un momento-. Espere…, puede que esto pueda ayudarle. Cuando salió en libertad, Bock dio la dirección donde pensaba estar: Pensión Tillessen, Chamissoplatz, número 17, Kreuzberg. No sólo eso, sino que ese mismo Kasper Tillessenle hizo una visita a Bock en nombre del Sindicato de ex presidiarios. -Me miró dudoso-. Me temo que eso es todo.
– Me parece que es bastante -dije alegremente-. Ha sido usted muy amable al dedicarme parte de su tiempo.
Spiedel adoptó una expresión de gran sinceridad, y con una cierta solemnidad dijo:
– Señor, ha sido un placer ayudar a quien puso a aquel Gormann en manos de la justicia.
Calculo que dentro de diez años, todavía recogeré los beneficios de aquel asunto de Gormann.
Cuando una esposa sólo visita a su marido una vez en sus dos años en el talego, entonces no es fácil que le prepare un pastel para celebrar su libertad. Pero era posible que Mutschmann la hubiera visto después de salir, aunque sólo fuera para zurrarle la badana, así que decidí comprobarlo. Siempre hay que eliminar lo evidente. Es algo fundamental en la investigación.
Ni Mutschmann ni su mujer vivían ya en la dirección de la Cicerostrasse. La mujer con la que hablé me dijo que Frau Mutschmann se había vuelto a casar y vivía en la Ohmstrasse, en la colonia de la Siemens. Le pregunté si alguien más había estado por allí preguntando por ella, pero me dijo que no.
Eran las siete y media cuando llegué a las viviendas de la Siemens. Había hasta un millar de casas, todas ellas construidas con el mismo ladrillo enlucido, para proporcionar alojamiento a las familias de los empleados de la Compañía Eléctrica Siemens. No podía imaginarme nada menos agradable que vivir en una casa con tanta personalidad como un terrón de azúcar; pero sabía que en el Tercer Reich se estaban haciendo muchas cosas peores en nombre del progreso que homogeneizar las viviendas de los obreros.
De pie delante de la puerta, me llegó el olor de carne cocinándose, «cerdo», pensé, y de repente me di cuenta de que tenía mucha hambre y estaba muy cansado. Quería estar en casa, o viendo alguna película fácil y descerebrada de Inge. Quería estar en cualquier sitio menos enfrentándome a la granítica cara de la mujer morena que me había abierto la puerta. Se secó las manos enrojecidas y moteadas en el sucio delantal y me miró, desconfiada.
– ¿Frau Buverts? -dije, usando su nuevo nombre de casada, y casi deseando que no lo fuera.
– Sí -dijo cortante-. ¿Y usted quién es? No es que necesite preguntarlo. Lleva «policía» estampado en cada oreja. Así que se lo diré sólo una vez y luego puede largarse. No lo he visto desde hace más de dieciocho meses. Y si por casualidad lo encontrara usted, dígale que no me venga a buscar. Será tan bien recibido aquí como la polla de un judío en el culo de Goering. Y eso vale también para usted.
Son esas pequeñas manifestaciones de buen humor cotidiano y buena educación corriente lo que hace que mi trabajo valga la pena.
Más tarde, aquella misma noche, entre las once y las once y media, llamaron con fuerza a mi puerta. No había bebido nada, pero tenía un sueño tan profundo que me sentía como si lo hubiera hecho. Fui dando tumbos hasta el vestíbulo, donde la difusa silueta del cuerpo de Walther Kolb, dibujada a tiza en el suelo, me sacó del estupor del sueño y me impulsó a ir a buscar mi otra pistola. Volvieron a llamar, más fuerte esta vez, y una voz de hombre dijo:
– Eh, Gunther, soy yo, Rienacker. Venga, abre. Quiero hablar contigo.
– Aún estoy dolorido por nuestra última charla.
– ¿No estarás enfadado por eso, verdad?
– Yo estoy bien, pero en lo que hace a mi cuello, sigue pensando que eres persona non grata. Especialmente a estas horas de la noche.
– Eh, Gunther, sin resentimiento, ¿vale? Oye, esto es importante. Se trata de dinero. -Se produjo una larga pausa, y cuando Rienacker volvió a hablar, había trazas de irritación en su voz de bajo-. Venga, Gunther, abre ¿quieres? ¿De qué coño tienes tanto miedo? Si fuera a arrestarte, ya habría tirado la puerta abajo.
Había algo de verdad en eso, pensé, así que abrí la puerta, descubriendo su enorme cuerpo. Miró fríamente la pistola de mi mano y asintió, como si admitiera que, por el momento, yo seguía contando con ventaja.
– No me esperabas, ¿eh? -dijo secamente.
– Oh, sabía que eras tú sin ninguna duda, Rienacker. Oí cómo arrastrabas las nudilleras por las escaleras.
Soltó una risa hecha principalmente de humo de tabaco. Luego dijo:
– Vístete, vamos a dar un paseo. Y es mejor que dejes el hierro.
– ¿Qué pasa? -dije vacilando.
Sonrió ante mi desconcierto.
– ¿No confías en mí?
– No sé por qué dices eso. Ese hombre tan agradable de la Gestapo que llama a mi puerta a medianoche y me pregunta si me gustaría ir a dar una vuelta en su enorme y brillante coche negro. Naturalmente me flaquean las rodillas porque sé que ha reservado la mejor mesa para los dos en Horcher.
– Alguien importante quiere verte -dijo bostezando-. Alguien muy importante.
– Me han escogido para el equipo olímpico de los tiramierda, ¿es eso?
La cara de Rienacker cambió de color y las ventanas de la nariz se le hincharon y contrajeron rápidamente, como dos botellas de agua caliente al vaciarse. Empezaba a impacientarse.
– Vale, vale -dije-. Supongo que tengo que ir, tanto si me gusta como si no. Voy a vestirme. -Me dirigí al dormitorio-. Y no mires.
Era un enorme Mercedes negro y entré sin decir una palabra. Había dos gárgolas en el asiento delantero y, tumbado en el suelo en la parte trasera, con las manos esposadas a la espalda, estaba el cuerpo semiinconsciente de un hombre. Estaba oscuro, pero por sus gemidos era fácil saber que le habían dado una buena paliza. Rienacker entró detrás de mí. Con el movimiento del coche, el hombre del suelo se agitó y medio trató de levantarse. Eso le hizo ganarse un puntapié de Rienacker en la oreja.
– ¿Qué ha hecho? ¿Dejarse un botón de la bragueta abierto?
– Es un mierda de Kozi -dijo Rienacker encolerizado, como si hubiera arrestado a un pederasta habitual-. Un cabrón de cartero de medianoche. Lo pillamos con las manos en la masa, metiendo folletos bolcheviques a favor del Partido Comunista en los buzones de esta zona.
Sacudí la cabeza.
– Ya veo que sigue siendo un trabajo igual de arriesgado que siempre.
No me hizo ningún caso y le gritó al conductor:
– Nos libraremos de este cabrón y luego iremos directamente a la Leipzigerstrasse. No tenernos que hacer esperar a su majestad.
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