Hizo una pausa, esperando que le proporcionara la explicación que tan fácil era de ver.
– ¿Ah, sí? -dije yo.
Chasqueó la lengua, suspiró y meneó la cabeza, todo al mismo tiempo.
– Pues claro que lo es. La verdad es que Alemania se está preparando para la guerra y, por eso, la política económica convencional tiene poca o ninguna importancia.
Asentí inteligentemente.
– Sí, ya veo lo que quieres decir.
Se sentó en el brazo del sillón y se cruzó de brazos.
– El otro día estuve hablando con alguien que sigue trabajando en el DAZ -dijo-, y me contó que corre el rumor de que dentro de un par de meses Goering asumirá el control del segundo plan económico cuatrienal. Dado su interés declarado por montar fábricas de materias primas de propiedad estatal para garantizar el suministro de losrecursos estratégicos, uno puede entender que Six no se sienta muy feliz con esta perspectiva. Verás, la industria del acero padeció de un considerable exceso de capacidad durante la depresión. Six se resiste a dar el visto bueno a la inversión necesaria para que Alemania llegue a ser autosuficiente en mineral de hierro porque sabe que, tan pronto como se acabe el auge del rearme, se encontrará con un enorme exceso de capital, produciendo un hierro y un acero caros, lo cual es el resultado del alto coste de producir y utilizar mineral de hierro nacional. No podrá vender el acero alemán en el exterior debido a ese alto precio. Por supuesto, huelga decir que Six quiere que las empresas sigan teniendo la iniciativa en la economía alemana. Y apuesto a que hará todo lo que pueda para convencer a los demás hombres de negocios de primera línea para que se unan a él en su oposición a Goering. Si no lo respaldan, no se sabe qué es capaz de hacer. Puede muy bien jugar sucio. Yo sospecho, y es sólo una sospecha, ¿eh?, que tiene contactos con el hampa.
La historia de la política económica tenía sólo una importancia marginal, pensé, pero Six y el hampa, eso sí que me interesaba.
– ¿Qué te hace decir eso?
– Bueno, primero fue lo de las medidas para reventar la huelga durante las huelgas del acero -dijo-. Algunos de los hombres que apalearon a los obreros tenían conexiones en el mundo de las bandas. Muchos de ellos eran ex presidiarios, miembros de una red, ya sabe, una de esas sociedades de rehabilitación de delincuentes.
– ¿Puedes recordar el nombre de esa red?
Negó con la cabeza.
– No sería Fuerza Alemana, ¿verdad?
– No me acuerdo -reflexionó un poco más-. Probablemente podría encontrar los nombres de las implicadas, si te es de ayuda.
– Si te es posible, encuéntralos, así como cualquier otra cosa que puedas contarme sobre ese episodio de la huelga, si no te importa.
Había mucho más, pero yo ya había recuperado el valor de mis setenta y cinco marcos. Al saber más de mi cliente, tan secreto y privado, sentí que era yo quien manejaba el timón. Y ahora que la había escuchado, se meocurrió que podría utilizarla.
– ¿Te gustaría trabajar para mí? Necesito alguien que me haga de ayudante, alguien que escarbe en los archivos y que esté aquí de vez en cuando. Me parece que te podría convenir. Te pagaría, digamos, sesenta marcos a la semana. En metálico, para no tener que dar cuenta a la gente de Trabajo. Quizá algo más si las cosas funcionan. ¿Qué me dices?
– Bueno, si estás seguro… -Se encogió de hombros-. La verdad es que me vendría muy bien ese dinero.
– De acuerdo, entonces. -Reflexioné un momento-. Supongo que todavía tienes unos cuantos contactos entre la gente de los periódicos, en los organismos del gobierno…
Asintió.
– ¿Por casualidad conoces a alguien en el DAF, el Frente Alemán del Trabajo?
Lo pensó un momento y jugueteó con los botones de su chaqueta.
– Había alguien -dijo meditabunda-. Un antiguo novio, un hombre de las SA. ¿Por qué lo preguntas?
– ¿Puedes llamarlo y pedirle que salga contigo esta noche?
– Pero no lo he visto ni he hablado con él desde hace meses -dijo-. Y ya fue bastante difícil conseguir que me dejara en paz la última vez. Es una auténtica lapa.
Sus ojos azules me miraron con nerviosismo.
– Quiero que averigües cualquier cosa que puedas sobre qué era lo que interesaba tanto al yerno de Six, Paul Pfarr, y que le hacía ir allí varias veces a la semana. Además, tenía una amante. Así que también busca cualquier cosa que puedas descubrir sobre ella. Y quiero decir cualquier cosa.
– Entonces será mejor que me ponga otro par de bragas extra -dijo-. Ese hombre tiene unas manos que hacen pensar que debería haber sido comadrona.
Durante un brevísimo momento me permití una punzada de celos, al imaginarlo tratando de ligársela. Quizá algún día yo intentara hacer lo mismo.
– Le pediré que me lleve a ver un espectáculo -dijo despertándome de mi ensoñación erótica-. Tal vez incluso haré que se emborrache un poco.
– Buena idea. Y si eso falla, ofrécele dinero.
La cárcel de Tegel está situada al noroeste de Berlín; bordea un pequeño lago y las casas de la colonia de la Borsing Locomotive Company. Al enfilar con el coche la Seidelstrasse, los muros de ladrillo rojo de la prisión se elevaron ante mi vista como los costados fangosos de algún dinosaurio de piel callosa; cuando la pesada puerta de madera se cerró de golpe detrás de mí y el cielo azul se desvaneció como si lo hubieran apagado igual que una bombilla eléctrica, empecé a sentir un cierto grado de simpatía por los reclusos de una de las prisiones más duras de Alemania.
Una manada de carceleros haraganeaba por el vestíbulo de la entrada principal, y uno de ellos, un tipo con cara de perro dogo, que olía fuertemente a jabón de ácido fénico y llevaba un manojo de llaves del tamaño de un neumático de coche, me acompañó por el laberinto cretense de corredores amarillentos recubiertos de azulejos, hasta un pequeño patio pavimentado de guijarros en el centro del cual se levantaba la guillotina. Es un objeto que produce pavor; cada vez que la vuelvo a ver, me hace sentir escalofríos a lo largo de toda la columna. Desde que el partido ha llegado al poder, ha tenido bastante actividad, incluso ahora la estaban probando, sin duda como preparativo para las diversas ejecuciones que, según un cartel colgado en la puerta, estaban programadas para el alba del día siguiente.
El guardia me hizo pasar por una puerta de roble y seguir unas escaleras alfombradas hasta llegar a un pasillo. Al final del pasillo, se detuvo frente a una puerta de caoba y llamó. Esperó un par de segundos y me abrió para que entrara. El director de la prisión, Konrad Spiedel, se levantó de detrás de su escritorio para saludarme. Lo había conocido varios años atrás, cuando era director de la prisión de Brauweiler, cerca de Colonia, pero él no se había olvidado de aquella ocasión.
– Buscaba usted información sobre el compañero de celda de un prisionero -recordó, señalándome un sillón con un gesto-. Un caso relacionado con el robo de un banco.
– Tiene buena memoria, Herr Doktor -dije.
– Confieso que este recuerdo no es totalmente fortuito -dijo-. Ese mismo hombre está encerrado aquí ahora, con otros cargos.
Spiedel era alto y ancho de espaldas y tenía unos cincuenta años. Llevaba una corbata de Schiller y una chaqueta bávara verde oliva; en el ojal, el lazo de seda blanca y negra y las espadas cruzadas delataban a un veterano de guerra.
– Lo curioso es que estoy aquí con una misión parecida -expliqué-. Creo que hasta hace poco tuvo aquí a un prisionero llamado Kurt Mutschmann. Tenía la esperanza de que pudiera decirme algo de él.
– Mutschmann, sí, lo recuerdo. ¿Qué puedo decirle salvo que no se metió en problemas mientras estuvo aquí y que parecía un sujeto bastante razonable? -Spiedel se levantó, fue hasta el archivador y examinó varias secciones-. Sí, aquí lo tenemos. Mutschmann, Kurt Hermann, edad: treinta y seis. Condenado por robo de coche en abril de 1934, sentenciado a dos años de cárcel. Dirección dada: Cicerostrasse, número 29, Halensee.
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