Estaba claro que me encontraba menos divertido que un cajón lleno de humo.
– Ahórrese el aliento para enfriar la sopa -dijo, y dio la vuelta al escritorio para salir por la otra puerta-. Preguntaré si puede verlo.
Mientras él estaba fuera de la sala, cogí un ejemplar reciente del Der Stürmer del revistero. En la portada estaba el dibujo de un hombre vestido de ángel sosteniendo una máscara de ángel delante de la cara. Por detrás de él se veía su cola de diablo, saliendo por debajo de su sobrepelliz, y su sombra de «ángel»; salvo que ésta revelaba ahora que el perfil oculto tras la máscara era inequívocamente judío. A esos caricaturistas del Der Stürmer les encanta dibujar una nariz grande, y ésta era como el pico de un auténtico pelícano. Algo extraño de encontrar en la sala de espera del despacho de un respetable hombre de negocios, pensé. El joven anémico, que surgió del otro despacho, me proporcionó una sencilla explicación:
– No le hará esperar mucho -dijo-. Eso lo compra para impresionar a los judíos.
– Me temo que no lo sigo.
– Tenemos muchos clientes judíos -explicó-. Desde luego, sólo quieren vender, nunca comprar. Herr Jeschonnek opina que si ven que está suscrito a Der Stürmer, eso le ayudará a conseguir mejores negocios.
– Muy astuto por su parte -dije-. ¿Funciona?
– Supongo que sí. Será mejor que se lo pregunte a él.
– Puede que lo haga.
No había mucho que ver en el despacho del jefe. Al otro lado de un par de acres de alfombra había una caja fuerte de acero gris que antes había sido un pequeño barco de guerra, y un escritorio del tamaño de un Panzer con una superficie de piel oscura. El escritorio no tenía muchas cosas encima, salvo un cuadrado de fieltro, en el cual descansaba un rubí lo bastante grande como para adornar al elefante favorito de un maharajá, y los pies de Jeschonnek, vestidos con inmaculadas polainas blancas, que se trasladaron debajo de la mesa cuando entré.
Gert Jeschonnek era un hombre robusto, con aspecto de cerdo, con ojillos de cerdo y una barba castaña recortada muy cerca de la cara tostada por el sol. Llevaba un traje con chaqueta cruzada de color gris claro que resultaba diez años demasiado joven para él, y en la solapa llevaba la insignia temible. Llevaba «Violeta de Marzo» impreso en todo su cuerpo, como si fuera un repelente contra insectos.
– Herr Gunther -dijo alegremente, y por un momento casi se puso firme. Luego cruzó la sala para darme la bienvenida. Una mano purpúrea como de carnicero sacudió arriba y abajo la mía, en la que quedaron manchas blancas cuando la solté. Su sangre debía de parecer melaza. Sonrió con una cálida sonrisa y luego miró por encima de mi hombro a su anémico secretario, que estaba a punto de salir y cerrar la puerta. Jeschonnek dijo:
– Helmut. Una cafetera de tu mejor café, por favor. Dos tazas, y no tardes.
Habló con rapidez y precisión, marcando el ritmo con la mano como si fuera un profesor de elocución. Me llevó hasta el escritorio y el rubí, que supuse que estaba allí para impresionarme, de la misma forma que los ejemplares de Der Stürmer estaban allí para impresionar a sus clientes judíos. Yo fingí que no lo veía, pero él no iba a permitir que le estropeara su pequeña representación. Levantó el rubí a la luz en sus gordos dedos, y sonrió de una forma repugnante.
– Un rubí cabujón extremadamente hermoso -dijo-. ¿Le gusta?
– El rojo no es mi color. No va bien con mi pelo.
Se rió y volvió a dejar el rubí encima del terciopelo, que dobló y guardó en la caja fuerte. Me senté en un gran sillón frente al escritorio.
– Estoy buscando un collar de diamantes -dije.
Se sentó frente a mí.
– Bueno, Herr Gunther, soy un reconocido experto en diamantes.
Hizo un florido y orgulloso gesto con la cabeza, como si fuera un caballo de carreras, y me llegó un fuerte olor a colonia.
– ¿De verdad? -pregunté.
– Dudo que haya alguien en Berlín que sepa tanto sobre diamantes como yo.
Adelantó su barbado mentón hacia mí, como si me desafiara a contradecirlo. Casi vomito.
– Me alegra saberlo -dije.
El café llegó y Jeschonnek, incómodo, siguió con la mirada a su secretario mientras éste abandonaba la habitación con sus andares amanerados.
– No consigo acostumbrarme a tener un secretario -añadió-. Por supuesto, comprendo que el lugar de una mujer es el hogar, criando una familia, pero siento mucho afecto por las mujeres.
– Yo antes tendría un socio que un secretario -dije. Sonrió educadamente.
– Bien, veamos; según creo está buscando un diamante.
– Diamantes -dije, corrigiéndolo.
– Entiendo. ¿Solos o engarzados?
– A decir verdad, estoy tratando de encontrar una pieza en concreto que le han robado a mi cliente -expliqué, y le di mi tarjeta. La miró, impasible-. Un collar, para ser preciso. Tengo una fotografía aquí.
Saqué otra fotografía y se la entregué.
– Magnífico.
– Cada una de las bagettes es de un quilate.
– Ciertamente -dijo-, pero no veo cómo puedo ayudarle, Herr Gunther.
– Si el ladrón tratara de ofrecérselo a usted, le agradecería que se pusiera en contacto conmigo. Naturalmente, hay una importante recompensa. Mi cliente me ha autorizado para ofrecer un veinticinco por ciento del valor asegurado por su recuperación, y sin hacer preguntas.
– ¿Podría saber el nombre de su cliente?
Vacilé.
– Bueno -dije-, por lo general la identidad del cliente es confidencial, pero es fácil ver que es usted la clase de hombre que está acostumbrado a respetar la confidencialidad.
– Es usted demasiado amable.
– El collar es indio, y pertenece a una princesa que está en Berlín para las Olimpiadas, como huésped de nuestro gobierno. -Jeschonnek empezó a fruncir el ceño al escuchar mis mentiras-. No he conocido personalmente a la princesa, pero me han dicho que es la criatura más hermosa que Berlín haya visto nunca. Se aloja en el hotel Adlon,de donde fue robado el collar hace unas noches.
– ¿Robado a una princesa india, eh? -dijo, añadiendo una sonrisa a sus facciones-. Bueno, quiero decir, ¿por qué no apareció nada sobre ello en la prensa? ¿Y por qué no está involucrada la policía?
Tomé un sorbo de café para prolongar una pausa teatral.
– La dirección del Adlon está ansiosa por evitar un escándalo -dije-. No hace tanto tiempo que el Adlon sufrió una serie de desgraciados robos cometidos allí por el famoso ladrón de joyas Faulhaber.
– Sí, recuerdo haberlo leído.
– No es necesario decir que el collar está asegurado, pero en lo que respecta a la reputación del Adlon eso apenas importa, como estoy seguro que comprenderá.
– Bien, señor, con toda seguridad me pondría inmediatamente en contacto con usted si me llegara cualquier información que pueda ayudarle -dijo Jeschonnek, sacando un reloj de oro del bolsillo. Lo miró pausadamente-. Y ahora, si me perdona, tengo que volver al trabajo.
Se puso en pie y me tendió su mano regordeta.
– Gracias por concederme su tiempo -dije-. No hace falta que me acompañe.
– ¿Al salir, sería tan amable de decirle a ese chico que entre?
– Por supuesto.
Me despidió con el saludo hitleriano.
– ¡Heil Hitler! -repetí como un tonto.
En la oficina exterior el chico anémico estaba leyendo una revista. Mis ojos vieron las llaves antes de acabar de decirle que su jefe requería su presencia. Estaban en la mesa, al lado del teléfono. Gruñó y se despegó con esfuerzo del asiento. Vacilé al llegar a la puerta.
– No tendrá un trozo de papel, ¿verdad?
Señaló el bloque sobre el que descansaban las llaves.
– Cójalo usted mismo -dijo, y entró en el despacho de Jeschonnek.
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