Philip Kerr - Violetas De Marzo

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La primera vez que conocemos al ex policía Bernie Gunther la acción se sitúa en 1936, en Violetas de Marzo (un eufemismo que usaron los primeros nazis para describir los últimos conversos), cuando los Juegos Olímpicos están a punto de empezar.
Algunos de los amigos judíos de Bernie se van dando cuenta de que tendrían que haber huido cuando aún podían hacerlo, y Gunther recibe el encargo de investigar dos muertes que afectan a los máximos cargos del partido nazi. El antiguo policía Bernie Gunther creía que ya lo había visto todo en las calles de Berlín de los años treinta. Pero cuando dejó el cuerpo para convertirse en detective privado, cada nuevo caso lo iba hundiendo un poco más en los horribles excesos de la subcultura nazi. Después de la guerra, en medio del esplendor imperial y decadente de Viena, Bernie incluso llega a poner al descubierto un legado que, en comparación, convierte las atrocidades cometidas enépoca de guerra en un juego de niños…

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– Vemos cosas así constantemente -decía uno de ellos, frunciendo los labios y sacudiendo la cabeza ante las perlas y broches que había en el mostrador por debajo de él-. Verá, no podemos poner precio al valor sentimental. Estoy seguro de que lo comprende.

Era un hombre joven, con la mitad de años que la deprimida anciana que había frente a él, y además era guapo, aunque quizá necesitara un afeitado. Su compañero aplicaba un enfoque menos comunicativo: sorbía por la nariz de tal forma que tomaba un aspecto desdeñoso, encogía a medias los hombros, del tamaño de una percha, y gruñía sinentusiasmo alguno. En silencio, contaba cinco billetes de cien marcos, sacándolos de un fajo que tenía en su huesuda mano de avaro y que probablemente contenía treinta veces esa cantidad. El anciano a quien estaba comprando no estaba decidido sobre si debía aceptar o no una oferta tan irrisoria, y con mano temblorosa señaló el brazalete que estaba sobre el trozo de tela en el que lo había envuelto.

– Pero mire -decía el anciano-, tiene uno igual que éste en el escaparate y cuesta tres veces más de lo que usted me ofrece.

El Percha frunció los labios.

– Fritz -dijo-, ¿cuánto tiempo lleva aquel brazalete de zafiros en el escaparate?

Era una doble actuación muy competente, había que reconocerlo.

– Unos seis meses -respondió el otro-. No compres otro igual, esto no es una organización de beneficencia, ¿sabes?

Probablemente repetía esas palabras varias veces al día. El Percha entrecerró los ojos con aburrimiento.

– ¿Ve lo que quiero decir? Mire, vaya a otro sitio si cree que puede conseguir más por él.

Pero la vista del dinero era demasiado para el anciano y capituló. Fui hasta el principio de la cola y dije que estaba buscando a Herr Neumaier.

– Si tiene algo que vender, tendrá que esperar en la cola como todos los demás -musitó el Percha.

– No tengo nada para vender -dije vagamente, añadiendo-: estoy buscando un collar de diamantes.

Al oírme, el Percha me sonrió como si fuera un tío suyo perdido hacía tiempo.

– Si espera un momento -dijo, empalagoso-, veré si Herr Neumaier está libre.

Desapareció tras una cortina, y cuando volvió me condujo a un pequeño despacho al final del pasillo.

Peter Neumaier estaba sentado a su escritorio, fumando un puro que no habría desentonado en la bolsa de herramientas de un fontanero. Era moreno, con brillantes ojos azules, igual que nuestro amado Führer, y era dueño de una barriga que se proyectaba hacia delante como una caja registradora. Sus mejillas tenían un aspecto rojizo y frágil, como si tuviera eczema, o como si hubiera apurado demasiado el afeitado de la mañana. Me estrechó la mano cuando me presenté. Fue como estrechar un pepino.

– Encantado de conocerlo, Herr Gunther -saludó calurosamente-. Me dicen que está buscando unos diamantes.

– Exacto. Pero tengo que decirle que actúo en nombre de otra persona.

– Entiendo -dijo Neumaier sonriendo-. ¿Tiene algo concreto en mente?

– Oh, sí, desde luego. Un collar de diamantes.

– Bueno, ha venido al lugar adecuado. Hay varios collares de diamantes que puedo enseñarle.

– Mi cliente sabe precisamente lo que necesita -dije-. Tiene que ser un collar con diamantes engarzados hecho por Cartier.

Neumaier dejó el puro en el cenicero y expelió una mezcla de humo, nerviosismo y regocijo.

– Bueno -dijo-, eso reduce ciertamente el terreno.

– Es lo que sucede con los ricos, Herr Neumaier -dije yo-. Siempre parecen saber exactamente lo que quieren, ¿no cree?

– Oh, por supuesto, Herr Gunther.

Se inclinó hacia delante en la silla, y volviendo a coger el puro, dijo:

– Un collar como el que usted describe no es la clase de pieza que aparece cada día. Y desde luego, costará un montón de dinero.

Había llegado el momento de meterle unas cuantas ortigas en los pantalones.

– Naturalmente, mi cliente está dispuesto a pagar mucho dinero. El veinticinco por ciento del valor asegurado, y sin hacer preguntas.

– No estoy seguro de entender de qué me habla -dijo frunciendo el ceño.

– Vamos, Neumaier. Los dos sabemos que en su negocio hay mucho más que la tierna escena que se representa ahí fuera.

Soltó un poco de humo y contempló el extremo de su cigarro.

– ¿Está sugiriendo que compro mercancías robadas, Herr Gunther? Porque si lo está haciendo…

– Siga prestándome su atención, Neumaier, no he terminado todavía. La oferta de mi cliente es sólida. Dinero en efectivo. -Le lancé la fotografía de los diamantes de Six-. Si algún ratón viene por aquí tratando de vendérselo, me llama. El número está detrás.

Neumaier lo miró, y también a mí, con desdén, y luego se puso en pie.

– Es usted un chiste, Herr Gunther. Le falta un tornillo. Ahora salga de aquí antes de que llame a la policía.

– ¿Sabe?, eso no es mala idea. Estoy seguro de que quedarían muy impresionados con su espíritu cívico cuandoles ofreciera abrir la caja fuerte y les invitara a que inspeccionaran el contenido. Ésa es la confianza que da la honradez, supongo.

– Fuera de aquí.

Me puse en pie y salí del despacho. No había pensado llevar el asunto de aquella manera, pero no me había gustado lo que había visto del negocio de Neumaier. En la tienda, el Percha estaba ofreciendo a una anciana un precio por su joyero que era menos de lo que le habrían dado por él en el albergue del Ejército de Salvación. Varios de los judíos que esperaban detrás de ella me miraron con una expresión que era una mezcla de esperanza y desesperación. Hicieron que me encontrara tan cómodo como una trucha en el mármol de la pescadería, y sin que se me ocurriera ninguna razón para ello, sentí algo parecido a la vergüenza.

Gert Jeschonnek era algo totalmente diferente. Sus locales estaban en el octavo piso de la Columbus Haus, un edificio de nueve plantas en la Potsdamer Platz que insiste con fuerza en la línea horizontal. Parecía algo que un preso con una larga condena podría haber hecho si hubiera contado con una provisión inagotable de fósforos, y al mismo tiempo me hacía pensar en el edificio casi eponimo, cercano al Aeropuerto Tempelhof, que es la Columbia Haus, la prisión de la Gestapo en Berlín. Este país muestra su admiración por el descubridor de América por medios de lo más extraños.

El piso octavo albergaba toda una pléyade de médicos, abogados y editores que se las arreglaban para ir tirando con treinta mil marcos al año.

Las dobles puertas de la entrada a las oficinas de Jeschonnek estaban hechas de caoba bruñida, en la cual se veía en letras doradas: gert jeschonnek. comerciante en piedras preciosas. Detrás de las puertas había una oficina en forma de L, con paredes pintadas de un agradable matiz rosado, de las cuales colgaban diversas fotografías enmarcadas de diamantes, rubíes y diversas chucherías que hubieran despertado la codicia de un Salomón o dos. Tomé asiento y esperé a que un joven anémico que estaba sentado detrás de una máquina de escribir acabara de hablar por teléfono. Al cabo de un minuto dijo:

– Ya te llamaré más tarde, Rudi.

Colgó el auricular y me miró con una expresión a la que le faltaba muy poco para ser hosca.

– ¿Sí? -dijo.

Podéis llamarme anticuado, pero nunca me han gustado los secretarios masculinos. La vanidad de un hombre resulta un obstáculo para que atienda a las necesidades de otro hombre, y este espécimen en particular no iba a convencerme de lo contrario.

– Cuando haya acabado de hacerse la manicura, quizá podría decirle a su jefe que me gustaría verlo. Me llamo Gunther.

– ¿Está citado con él? -dijo con aire arrogante.

– Dígame, ¿desde cuándo alguien que está buscando unos diamantes necesita concertar una cita? Explíquemelo, ¿quiere?

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