Philip Kerr - Violetas De Marzo

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La primera vez que conocemos al ex policía Bernie Gunther la acción se sitúa en 1936, en Violetas de Marzo (un eufemismo que usaron los primeros nazis para describir los últimos conversos), cuando los Juegos Olímpicos están a punto de empezar.
Algunos de los amigos judíos de Bernie se van dando cuenta de que tendrían que haber huido cuando aún podían hacerlo, y Gunther recibe el encargo de investigar dos muertes que afectan a los máximos cargos del partido nazi. El antiguo policía Bernie Gunther creía que ya lo había visto todo en las calles de Berlín de los años treinta. Pero cuando dejó el cuerpo para convertirse en detective privado, cada nuevo caso lo iba hundiendo un poco más en los horribles excesos de la subcultura nazi. Después de la guerra, en medio del esplendor imperial y decadente de Viena, Bernie incluso llega a poner al descubierto un legado que, en comparación, convierte las atrocidades cometidas enépoca de guerra en un juego de niños…

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– Y supongo que intentó matarle porque no le gustaba su colonia -dijo Tesmer.

– Usted también lo ha notado, ¿eh?

Vi cómo Stahlecker sonreía ligeramente, pero también lo vio Tesmer, y no le gustó.

– Gunther, tiene más labia que un negro con una trompeta. Puede que aquí su amigo piense que es usted divertido, pero lo que yo creo es que es un hijo de puta, así que no me joda. No soy de esa clase de tipos con sentido del humor.

– Le he contado la verdad, Tesmer. Abrí la puerta y allí estaba Herr Kolb con la pipa apuntando a mi cena.

– Una Parabellum apuntándole y se las arregló para agarrarlo. No veo que tenga ningún maldito agujero en su piel, Gunther.

– Estoy haciendo un curso de hipnotismo. Como le he dicho, tuve suerte, falló el disparo. Ya ha visto la luz rota.

– Escuche. A mí no es fácil hipnotizarme. Ese tío era un profesional. No de la clase que deja que le quiten la pipaa cambio de un montón de burbujas.

– ¿Un profesional de qué, de mercería? No diga tonterías. Era sólo un crío.

– Bueno, eso lo pone peor para usted, porque ese crío ya no va a crecer más.

– Joven puede que fuera -dije-, pero no era ningún debilucho. No me he mordido el labio porque encuentre que usted es atractivo. Es sangre de verdad, ¿sabe? Y mi batín está roto, ¿o no se había dado cuenta?

Tesmer soltó una risa burlona.

– Pensé que era muy descuidado en el vestir.

– Eh, que es un batín de cincuenta marcos. No creerá que lo he roto sólo en beneficio suyo.

– Se ha podido permitir comprarlo, entonces también se podía permitir perderlo. Siempre he pensado que los tipos como usted ganan demasiado dinero.

Me recosté en la silla. Recordé que Tesmer era uno de los sicarios del comisario jefe Walther Wecke, encargado de eliminar a los conservadores y a los bolcheviques de la fuerza de policía. Un bastardo asqueroso donde los hubiera. Me pregunté cómo conseguía sobrevivir Stahlecker.

– ¿Cuánto gana, Gunther? ¿Tres, cuatrocientos marcos a la semana? Probablemente saca más que yo y Stahlecker juntos, ¿eh, Stahlecker?

Mi amigo se encogió de hombros, sin comprometerse.

– No lo sé.

– ¿Lo ve? -dijo Tesmer-. Ni siquiera Stahlecker tiene idea de cuántos miles de marcos se saca al año.

– Está en el puesto equivocado, Tesmer. Por la manera en que exagera tendría que trabajar para el Ministerio de Propaganda. -Él no dijo nada-. Vale, vale, ya lo entiendo. ¿Cuánto va a costarme?

Tesmer se encogió de hombros, tratando de controlar la sonrisa que amenazaba con extendérsele por toda la cara.

– ¿De un hombre con un batín de cincuenta marcos? Digamos cien redondos.

– ¿Cien? ¿Por ese vendedor de ligas? Vaya a echarle otro vistazo, Tesmer. No lleva un bigote estilo Charlie Chaplin ni tiene el brazo derecho tieso.

Tesmer se puso en pie.

– Habla demasiado, Gunther. Esperemos que la boca empiece a gastársele por los bordes antes de que le meta en problemas serios.

Miró a Stahlecker y luego, de nuevo, a mí.

– Voy a echar una meada. Aquí su viejo colega tiene hasta que yo vuelva para convencerle; de lo contrario…

Frunció los labios y sacudió la cabeza. Cuando salía, le grité;

– No se olvide de levantar la tapa.

Sonreí a Stahlecker.

– ¿Cómo te va, Bruno?

– ¿Qué te pasa, Bernie? ¿Has estado bebiendo? ¿Estás sonado o qué? Venga, ya sabes lo difíciles que Tesmer podría ponerte las cosas. Primero le lanzas toda esa palabrería y ahora te pones a hacer el burro. Paga a ese cabrón.

– Mira, si no le tomara un poco el pelo ni me resistiera algo a pagarle toda esa pasta creería que tengo mucho más. Bruno, tan pronto como vi a ese hijo de puta supe que la noche iba a costarme algo. Antes de marcharme de la Kripo, él y Wecke me tenían marcado. Yo no lo he olvidado ni él tampoco. Le debo un poco de sufrimiento.

– Bueno, hiciste aumentar tu precio cuando mencionaste lo que valía el batín.

– No del todo -dije-. En realidad su precio está más cerca de los cien marcos.

– Joder -soltó Stahlecker-. Tesmer tiene razón. Estás haciendo demasiado dinero.

Se metió las manos en los bolsillos y me miró de frente.

– ¿Quieres contarme qué pasó aquí de verdad?

– En otro momento, Bruno. Lo que os he contado era verdad en su mayor parte.

– Exceptuando uno o dos detallitos.

– Exacto. Mira, necesito un favor. ¿Podemos vernos mañana? En la matinée en Kammerlichtespiele, en la Haus Vaterland. La última fila, a las cuatro.

Bruno suspiró, y luego asintió.

– Lo intentaré.

– Antes de ir, mira si puedes averiguar algo sobre el caso de Paul Pfarr.

Frunció el ceño, y estaba a punto de hablar cuando Tesmer volvió del baño.

– Espero que haya secado el suelo.

Tesmer me miró con una cara en la que estaba tallada la agresividad como si fuera una gárgola de un capricho gótico. El gesto de la mandíbula y la apertura de la nariz le daban casi tanto perfil como si fuera un trozo de tubería de plomo. El efecto global era del paleolítico inferior.

– Confío en que haya decidido ser sensato -gruñó.

Habría habido más posibilidades de razonar con un búfalo furioso.

– Parece que no tengo mucho donde escoger -dije-. Por casualidad, ¿no podría darme un recibo?

7

Justo pasado Clayallee, en las afueras de Dahlem, estaba la enorme verja de hierro forjado de la propiedad de Six. Durante un rato me quedé sentado en el coche, vigilando la carretera. Varias veces se me cerraron los ojos y me encontré cabeceando. Había sido una larga noche. Después de una corta siesta salí del coche y abrí la verja. Luego volví tranquilamente al coche y entré por la carretera privada, bajando por una suave y larga pendiente y metiéndome en la fresca sombra que ofrecían los oscuros pinos que la bordeaban en toda su longitud, pavimentada de grava.

A la luz del día la casa de Six era todavía más impresionante, aunque ahora podía ver que no era una, sino dos casas, construidas muy cerca una de la otra; unas hermosas y sólidas casas de labranza estilo Guillermo.

Me detuve ante la puerta principal, donde Ilse Rudel había aparcado su BMW la noche que la vi por primera vez, y bajé, dejando la puerta abierta por si los dos dóbermans decidían aparecer. Los perros no sienten mucho afecto por los investigadores privados, y la antipatía es totalmente mutua.

Llamé a la puerta. Oí cómo resonaba en el vestíbulo, y viendo las contraventanas cerradas, me pregunté si habría sido un viaje en vano. Encendí un cigarrillo y me quedé allí, apoyado en la puerta, fumando y escuchando. Estaba todo tan silencioso como la savia de un árbol de caucho envuelto para regalo. Luego oí pasos y me enderecé justo cuando la puerta se abría para revelar la cabeza levantina y la redondeada espalda de Farraj, el mayordomo.

– Buenos días -dije alegremente-. Confiaba en encontrar a Herr Haupthändler aquí.

Farraj me miró con el desagrado clínico de un pedicuro ante un uñero infectado.

– ¿Tenía una cita? -preguntó.

– En realidad, no -dije dándole mi tarjeta-. Pero confiaba en que pudiera concederme unos minutos. Estuve aquí la otra noche, para ver a Herr Six.

Farraj asintió en silencio y me devolvió la tarjeta.

– Siento no haberlo reconocido, señor.

Sin soltar la puerta retrocedió y me invitó a entrar en el vestíbulo. Una vez cerrada la puerta, miró mi sombrero con un gesto casi divertido.

– Sin duda preferirá conservar su sombrero también hoy, señor.

– Creo que será mejor, ¿no le parece?

Al acercarme a él, detecté un claro olor a alcohol, y no del tipo que sirven en esos exquisitos clubes para caballeros.

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