Philip Kerr - Violetas De Marzo

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La primera vez que conocemos al ex policía Bernie Gunther la acción se sitúa en 1936, en Violetas de Marzo (un eufemismo que usaron los primeros nazis para describir los últimos conversos), cuando los Juegos Olímpicos están a punto de empezar.
Algunos de los amigos judíos de Bernie se van dando cuenta de que tendrían que haber huido cuando aún podían hacerlo, y Gunther recibe el encargo de investigar dos muertes que afectan a los máximos cargos del partido nazi. El antiguo policía Bernie Gunther creía que ya lo había visto todo en las calles de Berlín de los años treinta. Pero cuando dejó el cuerpo para convertirse en detective privado, cada nuevo caso lo iba hundiendo un poco más en los horribles excesos de la subcultura nazi. Después de la guerra, en medio del esplendor imperial y decadente de Viena, Bernie incluso llega a poner al descubierto un legado que, en comparación, convierte las atrocidades cometidas enépoca de guerra en un juego de niños…

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Después de eso cerré el despacho y volví al cerrajero para recoger mis nuevas llaves y mi caja de arcilla. Admito que suena un tanto teatral, pero he llevado esa caja encima durante años, y salvo robar la propia llave, no conozco una manera mejor de abrir puertas cerradas. Un delicado mecanismo de fino acero con el que se puede abrir cualquier tipo de cerradura, eso no lo tengo. La verdad es que las mejores cerraduras modernas, ésas puedes olvidarte de forzarlas: no existe esa pequeña herramienta maravillosa, ingeniosa y depurada. Eso es para los peliculeros de la UFA. Por lo general, un ladrón sierra la cabeza del cerrojo, o taladra a su alrededor y quita un trozo de la maldita puerta. Y eso me recuerda que más pronto o más tarde tendría que averiguar quién de la fraternidad de revientacajas tenía el suficiente talento para abrir la de los Pfarr. Si es que se hizo de esa manera. Lo cual significaba que había cierto tenorcillo escrofuloso al que hacía tiempo le debía una lección de canto.

No esperaba encontrar a Neumann en el vertedero donde vivía, en la Admiralstrasse, en el barrio de Kottbusser Tor, pero lo probé de todos modos. Kottbusser Tor era el tipo de zona que se había degradado igual de bien que un cartel de music-hall, y el número 43 de la Admiralstrasse era el tipo de sitio donde las ratas llevan tapones para los oídos y las cucarachas tienen una fea tos. La habitación de Neumann estaba en el sótano, en la parte trasera. Era un lugar infecto y húmedo. Estaba sucio y Neumann no estaba allí.

La portera era una buscona que estaba para el arrastre y a la que habían arrastrado hasta lo más profundo de un pozo minero abandonado. Su pelo era tan natural como marcar el paso de la oca bajando por la Wilhelstrasse, y estaba claro que llevaba puesto un guante de boxeo cuando se pintó de rojo carmesí aquella boca suya que parecíaun clip sujetapapeles. Tenía los pechos como los cuartos traseros de un caballo de tiro al final de un largo y duro día de trabajo. Puede que aún tuviera unos cuantos clientes, pero pensé que preferiría apostar por ver a un judío en la cola de un vendedor de carne de cerdo en Nuremberg. De pie en el umbral de su piso, desnuda bajo el mugriento albornoz de toalla que dejaba entreabierto, estaba encendiendo un cigarrillo medio fumado.

– Estoy buscando a Neumann -dije, haciendo todo lo posible por no ver las dos perchas ni aquella barba de boyardo que exhibía en mi beneficio. Sentías el eco y la picazón de la sífilis en el rabo sólo con mirarla-. Soy un amigo suyo.

La buscona soltó un bostezo y, decidiendo que ya había visto lo suficiente gratis, se cerró la bata y se ató el cinturón.

– ¿Eres un poli? -dijo sorbiendo.

– Como he dicho, soy un amigo suyo.

Ella cruzó los brazos y se apoyó en el dintel.

– Neumann no tiene ningún amigo -dijo, mirándose las sucias uñas, y luego a mí.

Tuve que reconocer que tenía razón.

– Excepto yo, quizá, y eso sólo porque siento pena por el pobre chiflado. Si usted fuera amiga suya, le diría que fuera a ver a un médico. No está bien de la cabeza, ¿sabe?

Dio una larga calada al cigarrillo y luego tiró la colilla por encima de mi hombro.

– No es que esté sonado -dije-. Sólo tiene tendencia a hablar solo. Un poco raro, eso es todo.

– Si eso no es estar sonado, entonces no sé qué coño es -dijo.

Y también en eso había algo de verdad.

– ¿Sabe cuándo volverá?

La putorra se encogió de hombros. Una mano que era toda venas azules y anillos de metal me agarró por la corbata; ella trató de sonreír con coquetería, pero sólo le salió una mueca.

– Tal vez querría esperarlo -dijo-. ¿Sabe?, con veinte marcos compra un montón de tiempo.

Después de recuperar la corbata, saqué la cartera y le di un billete de cinco.

– Me gustaría. De verdad que sí. Pero tengo muchas cosas que hacer. Quizá podría decirle a Neumann que lo estoy buscando. Me llamo Gunther, Bernhard Gunther.

– Gracias, Bernhard. Eres todo un caballero.

– ¿Tienes alguna idea de dónde puede estar?

– Bernhard, sé tanto como tú. Podrían buscarlo entre Poncio y Pilato y no encontrarlo. -Se encogió de hombros y meneó la cabeza-. Si está sin blanca estará en un sitio como el X Bar, o el Rucker. Si tiene algo de mosca en el bolsillo, estará tratando de conseguir un polvo en el Femina o en el Café Casanova. -Empecé a moverme hacia las escaleras-. Y si no está en ninguno de estos sitios, entonces estará en las carreras.

Me siguió hasta el rellano y bajó unos cuantos peldaños detrás de mí. Me metí en el coche con un suspiro de alivio. Siempre es difícil escapar de una buscona. No les gusta nada ver cómo se les escapa un cliente.

No tengo mucha fe en los expertos ni, si a eso vamos, en las declaraciones de los testigos. Con los años he acabado perteneciendo a la escuela de investigación que está a favor de esas buenas y anticuadas pruebas circunstanciales, como las que dicen que un fulano lo hizo porque era el tipo que haría una cosa así. De eso, y de la información recibida.

Conservar un cantor como Neumann es algo que exige confianza y paciencia; y al igual que la primera de esas cualidades no es natural en Neumann, tampoco la segunda lo es en mí, pero sólo en lo que se refiere a él. Neumann es el mejor informador que he tenido nunca, y sus soplos son casi siempre certeros. Haría cualquier cosa por protegerlo. Por otro lado, eso no quiere decir que puedas fiarte de él. Como todos los informadores, es capaz de vender el coño de su propia hermana. Consigues que uno confíe en ti, y ésa es la parte difícil; pero es tan difícil que puedas confiar en él como que yo gane las apuestas del Sierstorpff en el Hoppegarten.

Empecé por el X Bar, un club de jazz ilegal donde la banda metía éxitos norteamericanos entre los acordes del principio y el final de cualquier número ario culturalmente aceptable que les apeteciera; y lo hacían lo bastante bien para no atormentar ninguna conciencia nazi respecto a esa llamada música inferior.

Pese a su conducta, ocasionalmente extraña, Neumann era una de las personas más anónimas y anodinas que hevisto nunca. Era eso lo que lo convertía en un informador tan excelente. Tenías que fijarte mucho para verlo, pero esa noche en particular no había ninguna señal de él en el X. Ni tampoco en el Allaverdi, ni en el Rucker Bar, en la parte peligrosa del barrio chino.

Aún no había oscurecido, pero los traficantes de droga ya habían salido a la superficie. Si te pillaban vendiendo cocaína, te enviaban directamente a un KZ, y en lo que a mí respecta nunca pillarían a bastantes de ellos, pero como sabía por experiencia, no era fácil: los traficantes no llevaban nunca la coca encima; en lugar de ello la tenían oculta en algún escondrijo cercano, en un callejón o portal solitario. Algunos fingían ser mutilados de guerra que vendían cigarrillos, y otros eran mutilados de guerra de verdad que vendían cigarrillos y llevaban el brazalete amarillo con los tres puntos negros que había permanecido desde los días de Weimar. No es que este brazalete confiriera ningún estatus oficial; solo al Ejército de Salvación se le concedía un permiso oficial para la venta ambulante en la calle, pero las leyes contra la vagancia no se hacían cumplir a rajatabla en ningún lugar salvo en las zonas más modernas de la ciudad, allí donde era más probable que fueran los turistas.

– Ssigarros y ssigarrillos -silbó una voz.

Los que estaban familiarizados con esta «señal de coca» respondían con un fuerte sorbetón. A menudo se encontraban con que habían comprado sal de cocina y aspirina.

El Femina, en la Nurnberger Strasse, era el tipo de lugar al que ibas cuando buscabas compañía femenina, si no te importaba que fueran grandes y rubicundas ni pagar treinta marcos por el privilegio. Los teléfonos que había en las mesas hacían que el Femina fuera especialmente adecuado para los tímidos; así que era el tipo de lugar para Neumann, siempre suponiendo que tuviera dinero. Podía pedir una botella de sekt e invitar a una chica para que se reuniera con él sin ni siquiera moverse de la mesa. Incluso había tubos neumáticos a través de los cuales se podíanenviar pequeños regalos hasta las manos de una chica situada en el otro extremo del club. Aparte del dinero, lo único que un hombre necesitaba en el Femina era buena vista.

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