El archivador tampoco estaba cerrado con llave, pero tampoco allí obtuve ningún resultado; muchos catálogos degemas y piedras semipreciosas, un horario de vuelos de Lufthansa, un montón de papeles relacionados con cambios de divisas, algunas facturas y algunas pólizas de seguros de vida, una de ellas con la aseguradora Germania.
Mientras, la gran caja fuerte dormía en un rincón, inexpugnable, burlándose de mis débiles esfuerzos por desvelar los secretos de Jeschonnek, si es que tenía alguno. No era difícil entender por qué aquel lugar no estaba equipado con una alarma. No se podría abrir aquella caja ni aunque se tuviera un camión cargado de dinamita. No quedaba mucho por ver, salvo la papelera. Vacié el contenido encima del escritorio, y empecé a remover los trozos de papel: la envoltura del chicle de Wrigley, el Beobachter de la mañana, dos medias entradas del teatro Lessing, un recibo de caja de los almacenes KDW y algunos papeles arrugados en forma de bola. Los alisé. En uno de ellos estaba el número de teléfono del Adlon, y debajo el nombre «Princesa Mushmi» con un interrogante, y luego tachado varias veces; al lado estaba escrito mi propio nombre. Había otro número de teléfono al lado de mi nombre, y alrededor había dibujadas tantas florituras que parecía una iluminación de una página perteneciente a una Biblia medieval. Ese número era un misterio para mí, aunque reconocí que pertenecía a Berlín Oeste. Descolgué el auricular y esperé la voz de la operadora.
– Número, por favor -dijo.
– JI-90-33.
– Un momento, ahora le pongo.
Hubo un breve silencio en la línea, y luego el teléfono empezó a sonar.
Tengo una memoria excelente cuando se trata de reconocer una cara o una voz, pero quizá me hubiera costado varios minutos situar la educada voz con su ligero acento de Frankfurt que contestó el teléfono. Sin embargo, el hombre se identificó inmediatamente después de confirmar el número.
– Lo siento mucho -murmuré de forma ininteligible-. Me he equivocado de número.
Pero cuando colgué el auricular sabía que él se había creído cualquier cosa menos eso.
Fue en una tumba cerca del muro norte del cementerio Nikolai en la Prenzlauer Allee, a muy corta distancia del monumento a la memoria del mártir más venerado del nacionalsocialismo, Horst Wessel, donde se enterraron los cuerpos, uno encima del otro, después de un corto servicio en la Nikolai Kirche, al lado del mercado Molken.
Bajo un asombroso sombrero negro que parecía un enorme piano del mismo color con la tapa levantada, Ilse Rudel era todavía más bella vestida de luto que en la cama. Un par de veces nuestras miradas se cruzaron, pero con los labios apretados, como si hubiera tenido mi cuello entre los dientes, miró a través de mí como si fuera un trozo de vidrio sucio. El mismo Six mantenía una expresión que era más furiosa que desconsolada: con las cejas fruncidas y la cabeza inclinada, miraba fijamente dentro de la tumba como si, por medio de un esfuerzo de voluntad sobrenatural, tratara de que le devolviera a su hija con vida. Y luego estaba Haupthändler, que parecía simplemente pensativo, como alguien para quien había otros asuntos de mayor urgencia, por ejemplo cómo deshacerse de un collar de diamantes. La aparición en la papelera de Jeschonnek, y en la misma hoja de papel, del número privado de Haupthändler, el del hotel Adlon, mi propio nombre y el de la falsa princesa, demostraba una posible cadena causal: alarmado por mi visita, pero al mismo tiempo intrigado por mi historia, Jeschonnek había llamado al Adlon para confirmar la existencia de una princesa india y, una vez hecho esto, había telefoneado a Haupthändler para enfrentarlo a una serie de hechos concernientes a la propiedad y el robo de la joya, que discrepaban de lo que posiblemente se le había dicho anteriormente.
Quizá. Por lo menos, era suficiente para empezar.
En un momento dado, Haupthändler me miró fija e impasiblemente durante varios segundos, pero no pude leer nada en sus rasgos: ni culpabilidad, ni miedo, ni desconocimiento de la conexión que yo había establecido entre él yJeschonnek, ni tampoco sospecha alguna de ella. No vi nada que me hiciera pensar que era incapaz de haber cometido un doble crimen. Pero con toda certeza no era un dedos profesional; entonces, ¿es que había logrado convencer a Frau Pfarr para que le abriera la caja? ¿Le había hecho el amor a fin de llegar hasta sus joyas? Dadas las sospechas de Ilse Rudel sobre que podrían haber tenido un asunto, había que contarlo como una de las posibilidades.
Había otras caras que reconocí. Viejos rostros de la Kripo: el Reichskriminaldirektor Arthur Nebe; Hans Lobbe, jefe del Ejecutivo de la Kripo; y una cara que, con sus gafas sin montura y su pequeño bigote, más parecía pertenecer a un puntilloso maestrillo que al jefe de la Gestapo y Reichsführer de las SS. La presencia de Himmler en el funeral confirmaba la impresión de Bruno Stahlecker, la de que Pfarr había sido el alumno estrella del Reichsführer, y que éste no estaba ni medio dispuesto a dejar que el asesino se librara sin castigo.
De una mujer sola que pudiera haber sido la amante que Bruno había dicho que mantenía Paul Pfarr, no había ninguna señal. No es que realmente esperara verla allí, pero nunca se sabe.
Después del entierro, Haupthändler vino con unas cuantas palabras admonitorias de su patrono, que era también el mío.
– Herr Six no ve ninguna necesidad de que se ocupe usted de lo que es esencialmente un asunto de la familia. También me ha dicho que le recuerde que se le paga según una tarifa diaria.
Observé cómo los deudos subían a sus negros coches, y luego Himmler y los altos jefes de la Kripo, a los suyos.
– Mire, Haupthändler -dije-. Déjese de monsergas. Dígale a su jefe que si piensa que puede esconder la liebre en un saco, lo mejor será que me deje en paz ahora mismo. No estoy aquí porque me guste el aire libre y los panegíricos funerarios.
– Entonces, ¿por qué está aquí, Herr Gunther?
– ¿Ha leído alguna vez La canción de los nibelungos?
– Naturalmente.
– Entonces recordará que los guerreros nibelungos querían vengar la muerte de Sigfrido. Pero no sabían a quién tenían que culpar. Así que empezaron la prueba de la sangre. Los guerreros de Borgoña pasaron uno a uno por delante del féretro del héroe. Y cuando le tocó el turno a Hagen, las heridas de Sigfrido volvieron a sangrar, revelando así la culpabilidad de Hagen.
Haupthändler sonrió.
– No creo que la investigación moderna se base en algo así, ¿verdad?
– La detección debe observar los pequeños ceremoniales, Herr Haupthändler, aunque sean aparentemente anacrónicos. Quizá haya notado que no he sido la única persona dedicada a descubrir la solución de este caso que estaba presente en el funeral.
– ¿Está sugiriendo en serio que alguno de los presentes pudiera haber matado a Paul y Grete Pfarr?
– No sea tan burgués. Por supuesto que es posible.
– Es algo totalmente absurdo, eso es lo que es. De todos modos, ¿tiene a alguien en mente para el papel de Hagen?
– Lo estoy estudiando.
– Entonces confío en que, en un plazo corto, podrá informar a Herr Six de que lo ha identificado. Que tenga buenos días.
Tuve que admitir una cosa: si Haupthändler había matado a los Pfarr, entonces tenía la sangre más fría que un cofre de tesoro sumergido a cincuenta brazas de profundidad.
Conduje por la Prenzlauer Strasse abajo hasta la Alexanderplatz. Recogí el correo y subí al despacho. La mujer de la limpieza había abierto la ventana, pero seguí oliendo a alcohol. Debió de pensar que me bañaba en él.
Había un par de cheques, una factura y una nota de Neumann, entregada en mano, pidiéndome que me reuniera con él en el Café Kranzler a las doce. Miré el reloj; eran casi las once y media.
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