Fred Vargas - Huye rápido, vete lejos

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Alguien ha pintado un cuatro negro, invertido, con la base ancha, sobre cada una de las trece puertas de un edificio del distrito 18 de París. Debajo aparecen tres letras: CLT. El comisario Adamsberg las fotografía y titubea: ¿es una simple pintada o una amenaza?
En el otro extremo de la ciudad, Joss, el viejo marino bretón que se ha convertido en pregonero de noticias, está perplejo. Desde hace tres semanas, en cuanto cae la noche, una mano desliza incomprensibles misivas en su buzón. ¿Se trata de un bromista? ¿Es un loco? Su bisabuelo le murmura al oído: «Ten cuidado Joss, no sólo hay cosas bonitas en la cabeza del hombre».

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– ¿Era prostituta? -preguntó Adamsberg.

– Claro que no -dijo Marie-Belle escandalizada-. ¿Cómo dice semejante cosa?

Adamsberg lamentó la pregunta. El candor de Marie-Belle superaba sus previsiones y era por eso mismo aún más relajante.

– Es su trabajo -constató Marie-Belle con aire apenado-. Le hace deformarlo todo.

– Eso me temo.

– Y usted, ¿usted cree en el amor? Me permito pedir opiniones a unos y a otros porque aquí el juicio de Lizbeth es intocable.

Como Adamsberg guardaba silencio, Marie-Belle asintió con la cabeza.

– Automáticamente -concluyó- con todo eso que le digo. Pero el consejero es partidario del amor, sea o no una chorrada. Dice que más vale una buena chorrada que aburrirse sentado en una silla. Eso es verdad en el caso de Éva. Está más activa desde que hace el cierre por la noche con Damas. Sólo que Damas está enamorado de Lizbeth.

– Sí -dijo Adamsberg viendo sin pena que giraban en redondo. Cuanto más girasen, menos tendría que decir, así olvidaría al sembrador y los centenares de puertas que, en aquel mismo instante, debían de cubrirse de cuatros.

– Y Lizbeth no ama a Damas. Por lo cual Éva va a llevarse un disgusto, automáticamente. Damas también va a llevarse un disgusto y Lizbeth no lo sé.

Marie-Belle pensó en otra combinación que pudiese venirle bien a todo el mundo.

– Y usted -preguntó Adamsberg-, ¿está enamorada de alguien?

– Yo -dijo Marie-Belle sonrojándose y golpeando con un dedo su carta-, con mis dos hermanos, ya tengo bastantes hombres de los que ocuparme.

– ¿Escribe a su hermano?

– Es el más pequeño. Vive en Romorantin y le gusta que le cuente las novedades. Le escribo todas las semanas y lo llamo por teléfono. Querría que viniese a París pero París le da miedo. Ni Damas ni él son muy espabilados. El pequeño aún menos. Tengo que decirle todo lo que tiene que hacer, incluso con las mujeres. Y eso que es un chico guapo, muy rubio. Pero no, espera a que yo lo empuje, si no no se mueve. Así que tengo que ocuparme de ellos hasta que se casen, automáticamente. Eso me dará que hacer, sobre todo si Damas persigue durante años a Lizbeth para nada. Después de todo, ¿quién va a secar sus lágrimas? El consejero me dice que no tengo por qué ocuparme de eso.

– Es verdad.

– Pues él bien que se ocupa de la gente. Entran y salen durante todo el día de su despacho y se gana muy bien su dinero. No son consejos de pacotilla. Y además, a mis hermanos no puedo abandonarlos.

– Eso no le impide enamorarse de alguien.

– Sí, me lo impide -dijo firmemente Marie-Belle-. Y con el trabajo, la tienda, no conozco a mucha gente, automáticamente. No hay nadie que me guste en la plaza. El consejero me dijo que buscase en otras partes.

El reloj del café dio las siete y media y Marie-Belle se sobresaltó. Dobló su carta con rapidez, pegó un sello en el sobre y lo metió en su bolso.

– Perdóneme, comisario, pero tengo que irme. Damas me espera.

Se fue corriendo y Bertin vino a buscar los vasos.

– Es una charlatana -explicó el normando, como para excusar a Marie-Belle-. No hay que escuchar todo lo que dice sobre Lizbeth. Marie-Belle está celosa, tiene miedo de que le arrebate a su hermano. Es humano. Lizbeth es una mujer por encima de la norma, todo el mundo no puede entenderlo. ¿Se queda a cenar?

– No -dijo Adamsberg levantándose-. Tengo que hacer.

– Diga, comisario -preguntó Bertin siguiéndolo hasta la puerta-, ¿hay que pintar o no hay que pintar ese cuatro?

– Parece ser que es usted hijo del trueno -dijo Adamsberg volviéndose-. ¿O son cuentos que he oído en la plaza?

– Lo soy -dijo Bertin alzando el mentón-. Por el lado de Toutin, el de mi madre.

– Pues bien, no pinte ese cuatro, Bertin, si no quiere que su gloriosa ascendencia reniegue de usted y le dé una patada en el culo.

Bertin cerró la puerta, con el mentón todavía alzado, preso de una repentina determinación. Mientras él viviese, ni un solo cuatro aparecería sobre la puerta de El Vikingo.

Una media hora después, Lizbeth había reunido a los inquilinos para la cena. Decambrais pidió silencio haciendo tintinear su vaso con un cuchillo, gesto que él juzgaba un poco vulgar pero a veces necesario. Castillon comprendía muy bien esta llamada al orden y reaccionaba de inmediato.

– No tengo costumbre de dictar la conducta de mis huéspedes -Decambrais prefería este término a aquel más concreto de inquilinos-, que son reyes en sus habitaciones -empezó-. Sin embargo, considerando las circunstancias muy especiales del momento, pido encarecidamente a todos que no cedan a la intoxicación colectiva y se abstengan de pintar el tal talismán sobre sus puertas. Ese dibujo deshonraría a la casa. No obstante, respetuoso de las libertades individuales, si alguno de ustedes desea situarse bajo la protección de ese cuatro, no me opondré. Sin embargo le agradeceré que se mude a otro lugar, mientras dure la locura en la que trata de sumirnos el sembrador de peste. Quiero creer que ninguno de ustedes suscribirá tal proyecto.

Su mirada pasó de uno a otro sobre la mesa silenciosa. Decambrais notó que Éva vacilaba, titubeante, que Castillon sonreía con un aire bravucón, sin estar perfectamente tranquilo por otro lado, que Joss pasaba de todo y que Lizbeth explotaba ante la sola idea de que a alguien se le ocurriese dibujar un cuatro en sus parajes.

– Vale -dijo Joss, que tenía hambre-. Ya está votado.

– No es por nada -le dijo Éva-, pero si no hubiese leído usted todos esos mensajes del diablo…

– El diablo no me da miedo, pequeña Éva -respondió Joss-. Las olas, sí, hábleme de ellas, las olas sí que son aterradoras. Pero el diablo, los cuatros y todo ese rollo, puede metérselos en el bolsillo donde lleva su pañuelo. Palabra de bretón.

– Decidido -dijo Castillon, animado por el discurso de Joss.

– Decidido -repitió Éva en voz baja.

Lizbeth no añadió nada y vertió la sopa abundantemente.

XXV

Adamsberg contaba con el domingo y con su prensa reducida al mínimo para calmar las llamas. La última estimación de la víspera por la noche lo había contrariado sin llegar a sorprenderlo: de cuatro a cinco mil edificios marcados con un cuatro en París. Por un lado, el domingo dejaba tiempo libre a los parisinos para que se ocupasen de su puerta y la cifra podía verse dramáticamente incrementada. Todo dependía del tiempo, a fin de cuentas. Si este 22 de septiembre hacía bueno, se irían de la ciudad y dejarían un poco de lado esta historia. Si el día estaba gris, los estados de ánimo se debilitarían y las puertas acabarían encajando el golpe.

En cuanto se despertó y sin moverse de la cama, su primera mirada fue para la ventana. Llovía. Adamsberg replegó sus brazos sobre los ojos y se regodeó en su intención de no poner un pie en la brigada. El equipo de guardia sabría encontrarlo si el sembrador daba señales de vida, a pesar de una vigilancia reforzada junto a los veinticinco edificios originales.

Tras la ducha, se estiró completamente vestido sobre la cama y esperó, con los ojos clavados en el techo y el pensamiento vagabundo. A las nueve y treinta minutos se levantó y estimó que la jornada estaba al menos ganada por un frente. El sembrador no había matado a nadie.

Se encontró como había convenido la víspera con el psiquiatra Ferez que lo esperaba en los muelles de la Île Saint-Louis. A Adamsberg no le gustaba la idea de encerrarse en su consulta, encajado en una silla, y había conseguido que pudiesen hablar fuera contemplando el agua. Ferez no tenía la costumbre de doblegarse a todos los deseos de sus pacientes pero Adamsberg no era un paciente y la emoción colectiva nacida del hombre de los cuatros lo intrigaba desde sus comienzos.

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