Fred Vargas - Un lugar incierto

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El comisario Adamsberg se halla en Londres invitado por Scotland Yard para asistir a un congreso de tres días. Todo debería transcurrir de manera tranquila, distendida, pero un hecho macabro alertará a su colega inglés: frente al antiguo cementerio de Highgate han aparecido diecisiete zapatos con sus respectivos pies dentro, cercenados. Mientras comienza la investigación, la delegación francesa regresa a su país. Allí descubren un horrible crimen en un chalet en las afueras de París: un anciano periodista especializado en temas judiciales ha sido, a primera vista, triturado. El comisario, con la ayuda de Danglard, relacionará los dos casos, que le harán seguir una pista de vampiros y cazadores de vampiros que le conducirá hasta un pequeño pueblo de Serbia.

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– Un hijo de puta ha intentado envenenar a Émile, inflamación, 40,2 °C de temperatura. Lavoisier, pongo el altavoz para mi colega.

– Lo siento, el tipo entró con bata blanca y mascarilla, uno no puede estar en todo. Tenemos diecisiete servicios en Urgencias y no hay presupuesto. He puesto a dos enfermeros para que se turnen delante de su puerta. Émile teme morir, y la verdad es que es posible. Tiene dos mensajes para usted. ¿Tiene para apuntar?

– Ya está -dijo Adamsberg alcanzando una esquina del periódico.

– Primero, la palabra cifrada está también en una postal. No sé nada más, no he insistido, está exhausto.

– ¿A qué hora lo intoxicaron?

– Todo iba bien al despertarse. La enfermera me llamó a las dos y media, la fiebre había empezado hacia las doce. Segundo mensaje: Cuidado, el perro.

– ¿Cuidado con qué?

– Es alérgico al pimiento. Espero que sepa usted de qué habla, parece importarle mucho. Debe de ser la continuación del mensaje cifrado, porque no veo por qué se va a dar pimiento a un perro.

– ¿Qué palabra cifrada? -preguntó Danglard cuando Adamsberg hubo colgado.

– Un mensaje de amor escrito en ruso. Kiss Love. Vaudel amaba a una anciana alemana.

– ¿Para qué escribir Kiss Love en ruso?

– No lo sé, Danglard -dijo Adamsberg prosiguiendo la lectura de su artículo.

Quedó demostrado que Louvois no había participado en las violaciones, pero el juez le impuso una pena de prisión condicional de nueve meses por participación en ataque violento y por delito de no asistencia a personas en peligro. Desde entonces, Armel Louvois no había dado que hablar, al menos oficialmente. El arresto del presunto criminal sería inminente.

– Inminente -repitió Adamsberg echando una ojeada a sus relojes-. Hace rato que está lejos, Louvois. Pero mantenemos la vigilancia, no todo el mundo sigue las noticias.

Adamsberg dio instrucciones desde el café: Voisenet y Kernorkian con la familia del artista que pintó a su protectora; Retancourt, Mordent y Noël de vigilancia en el domicilio de Louvois; previamente, avisar al inspector de división Weill, le horrorizaba ver a la pasma invadir su esfera privada, sería capaz de echarlo todo a perder; Froissy y Mercadet con las líneas telefónicas y la conexión a Internet de Louvois; Justin y Lamarre con su vehículo, si es que tenía vehículo; agitar a los policías de Aviñón, comprobar la presencia en la ciudad de Pierre Vaudel hijo y de su mujer. Mantener los controles en estaciones y aeropuertos, difundir el retrato.

Mientras hablaba, Adamsberg veía a Danglard dirigirle señas expresivas, que él no entendía. Sin duda porque era incapaz de hacer dos cosas a la vez, como hablar y ver, ver y escuchar, escuchar y escribir. Dibujar era lo único que podía llevar a cabo como labor de fondo sin alterar sus otras actividades.

– ¿Lanzamos el interrogatorio a los vecinos del edificio de Louvois? -preguntó Maurel.

– Sí, pero tenemos a Weill en pleno sector. Primero pregúntele a él y concéntrese en la vigilancia. Louvois podría no haberse enterado de nada, podría volver. Busque dónde trabaja. Taller, tienda, qué sé yo.

Danglard había escrito cinco palabras en el periódico y se lo enseñaba al comisario: «Mordent no. Permute con Mercadet». Adamsberg se encogió de hombros.

– Rectificación -dijo-. Mordent con Froissy y Mercadet a vigilar. Si se queda dormido, quedarán dos hombres, de los cuales una es Retancourt, o sea que son siete.

– ¿Por qué me hace cambiar a Mordent? -preguntó Adamsberg metiéndose el aparato en el bolsillo.

– Mermado, no me fío -dijo Danglard.

– Un tipo mermado puede concentrarse en vigilar. De todos modos, Louvois ya no está allí.

– Es distinto. Ha habido una filtración.

– Hable con claridad, comandante, asuma sus segundas intenciones. Mordent lleva veintisiete años en el cuerpo, lo ha hecho y visto todo. Ni en Niza se dejó corromper.

– Lo sé.

– Entonces no veo, Danglard, francamente. Acaba de decirme que la filtración viene de alguna conversación. Imprudencia, no traición.

– Siempre digo lo mejor, pero constantemente creo lo peor. Ayer por la mañana le dio problemas, provocó la huida de Émile.

– La cabeza de Mordent viaja a kilómetros de aquí mientras su hija se golpea la suya contra las paredes de Fresnes. Es inevitable que cometa errores, hace demasiado o demasiado poco, muerde, pierde los papeles. Hay que dirigirlo, eso es todo.

– Hizo fracasar la comprobación de coartada en Aviñón.

– ¿Y qué, Danglard?

– Pues que van dos faltas profesionales y no de las menores: una evasión de sospechoso y una negligencia de principiante con la coartada. Responsable legal: usted. En este punto alguien podría sostener que en menos de dos días usted se ha cargado el funcionamiento de la investigación. Con Brézillon encima, por menos que eso a usted se le cae el pelo. Y ahora esta catástrofe, esta filtración a la prensa, y el asesino fugado. Si alguien quisiera expulsarlo del circuito, no lo haría de otra manera.

No, Danglard. ¿Mordent saboteando la investigación? ¿Mordent que quiere que se me caiga el pelo? No. ¿Y para qué?

– Porque podría averiguar la verdad. Y podría molestar.

– ¿A quién? ¿Molestar a Mordent?

– No. Arriba.

Adamsberg miró el índice de Danglard firmemente apuntado hacia el techo, hacia la esfera de los poderosos, que Danglard resumía en la palabra «arriba», que significaba igualmente «abajo», en las cavernas.

– Alguien de arriba -prosiguió Danglard sin quitar el dedo del techo- no tiene intención de permitir que el caso de Garches llegue a buen puerto. Ni que usted siga existiendo.

– ¿Y Mordent lo ayudaría? Impensable.

– Altamente pensable desde que su hija está en manos de la justicia. Arriba, un caso de asesinato se borra sin dificultad. Mordent les da razones para eliminarlo a usted, y él recupera a su hija, libre. No olvide que la juzgan dentro de dos semanas.

Adamsberg chasqueó la lengua.

– No tiene el perfil.

– No hay perfil que valga cuando se tiene a un hijo en peligro. Se nota que no tiene críos.

– No me provoque, Danglard.

– Me refiero a un crío de quien uno se ocupa de verdad -dijo secamente Danglard, volviendo al frente, reavivando el gran antagonismo que los oponía. Danglard a un lado de la línea, protegiendo a Camille y a su niño de la vida, muy laxa, de Adamsberg; y Adamsberg al otro lado, viviendo en función de sus deseos, sembrando sin pensar demasiadas calamidades, en opinión del comandante, en la vida de los demás.

– Me ocupo de Tom -dijo Adamsberg cerrando el puño-. Cuido de él, lo saco de paseo, le cuento cuentos.

– ¿Dónde está ahora mismo?

– No es asunto suyo, y me está hinchando las narices. Está de vacaciones con su madre.

– Sí, pero ¿dónde?

Un silencio se abatió sobre los hombres, la mesa sucia, los vasos vacíos, los periódicos arrugados, el rostro del asesino. Adamsberg trataba de recordar adónde demonios había podido Camille llevarse al pequeño Tom. Al aire puro, eso seguro. Al mar, de eso estaba convencido. A Normandía, o algo así. Llamaba cada tres días, estaban bien.

– En Normandía -dijo Adamsberg.

– En Bretaña -opuso Danglard-. En Cancale.

Si Adamsberg hubiera sido Émile en ese instante, habría partido la cara a Danglard inmediatamente. Visualizaba perfectamente esa escena, y le gustaba. Se conformó con levantarse.

– Lo que piensa usted de Mordent, comandante, es feo.

– No es feo salvar a su hija.

– He dicho: lo que piensa usted es feo. Lo que hay en su cabeza es feo.

– Por supuesto que es feo.

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