Fred Vargas - Un lugar incierto

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El comisario Adamsberg se halla en Londres invitado por Scotland Yard para asistir a un congreso de tres días. Todo debería transcurrir de manera tranquila, distendida, pero un hecho macabro alertará a su colega inglés: frente al antiguo cementerio de Highgate han aparecido diecisiete zapatos con sus respectivos pies dentro, cercenados. Mientras comienza la investigación, la delegación francesa regresa a su país. Allí descubren un horrible crimen en un chalet en las afueras de París: un anciano periodista especializado en temas judiciales ha sido, a primera vista, triturado. El comisario, con la ayuda de Danglard, relacionará los dos casos, que le harán seguir una pista de vampiros y cazadores de vampiros que le conducirá hasta un pequeño pueblo de Serbia.

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– El médico -dijo Adamsberg-. Debía de pasar consulta en ese cuarto.

– Por último, otra mano de hombre en la cocina y una de mujer en un mueble del cuarto de baño.

– Ya está -dijo Noël-. Una mujer en casa de Vaudel.

– No, Noël. No hay ninguna huella de mujer en su habitación. Los vecinos aseguran que apenas salía. Hacía que le entregasen las compras a domicilio y recibía allí a la peluquera, al banquero y al sastre de la avenida. Lo mismo para sus aparatos telefónicos, nada personal. El hijo, una o dos veces al mes. Y aún era el joven el que hacía el esfuerzo de llamar. Su conversación más larga fue de cuatro minutos y dieciséis segundos.

– ¿Ninguna llamada de Colonia? -preguntó Adamsberg.

– ¿Alemania? No, ¿por qué?

– Parece que Vaudel amó hace tiempo a una anciana alemana. Una tal señora Abster, en Colonia.

– Eso no le impedía acostarse con la peluquera.

– No he dicho eso.

– No, no hay visitas de mujeres, los vecinos están seguros. Y en esa puta avenida, lo saben todo unos de otros.

– ¿Cómo sabe lo de la señora Abster?

– Émile me confió un mensaje de amor que tenía que mandar por correo si Vaudel moría.

– ¿Qué decía?

– Está en alemán -dijo Adamsberg sacándoselo del bolsillo y poniéndolo en la mesa-. Froissy, ¿puede hacer algo?

Froissy examinó el mensaje, frunció las cejas.

– Significa más o menos: «Guarda nuestro reino, resiste siempre, fuera de todo alcance mantente».

– Era un amor contrariado -juzgó Voisenet-. Ella estaba casada con otro.

– Pero la palabra en mayúsculas del final -dijo Froissy- no está en alemán.

– Es un código entre ellos -dijo Adamsberg-. Una referencia a un momento que sólo ellos dos conocían.

– Sí -confirmó Noël-, una palabra secreta. Es ridículo, pero a las mujeres les gusta y a los hombres les cansa.

Froissy preguntó un tanto rápido quién quería más café, se alzaron varias manos, y Adamsberg pensó que ella también inventaba palabras cifradas y que Noël la había herido. Porque además tenía muchos amantes, aunque los perdía a velocidad récord.

– A Vaudel no le pareció ridículo -dijo Adamsberg.

– Puede que sea un código -prosiguió Froissy bajando el rostro hacia el papel-, pero en todo caso es ruso. КИСЛОВА son letras cirílicas. Lo siento, no sé ruso. No hay mucha gente que sepa ruso.

– Yo, un poco -dijo Estalère.

Se hizo un silencio asombrado del que el joven no fue consciente, ocupado como estaba en dar vueltas al azúcar en la taza.

– ¿Por qué sabes ruso? -preguntó Maurel como si Estalère hubiera cometido una mala acción.

– Porque intenté aprenderlo. Sólo sé pronunciar las letras.

– Pero ¿por qué intentaste aprender ruso y no español?

– Pues así, porque sí.

Adamsberg le dio el mensaje, y Estalère se concentró. Incluso cuando se concentraba sus ojos verdes no se entornaban. Los mantenía muy abiertos y sorprendidos ante el mundo.

– Si pronunciamos bien todo -dijo- sería una cosa como kislov. Entonces, si fuera un código amoroso, nos daría kisslove. KISS LOVE, Besos Amor. ¿No?

– Perfecto -aprobó Froissy.

– Bien pensado -dijo Noël tomando el papel-. Es excelente para ponerlo al final de una carta para intrigar a las mujeres.

– Creía que no querías códigos -dijo Justin con su voz de falsete.

Noël devolvió la carta a Adamsberg con una mueca. Danglard entraba en el café, se hacía un sitio en la mesa, jadeante y con las mejillas coloradas. Una conversación que ha transcurrido con éxito, estimó Adamsberg. Ella vendrá a París, él está bajo shock, casi asustado.

– Todo esto, estiércol o mensaje de amor, es accesorio -dijo Noël-. Seguimos sin ir al grano. Es como los pelos de perro del sillón: largos, blancos, tipo pastor de los Pirineos, el tipo de bestia que te ducha de arriba abajo de un solo lengüetazo. ¿Para qué nos sirve? Para nada.

– Para completar la información del pañuelo -dijo Danglard.

Hubo un nuevo silencio, algunos brazos se cruzaron, algunas miradas pasaron de reojo. Allí estaba, comprendió Adamsberg, la causa.de la agitación de esa mañana.

– Vamos allá -dijo.

– El pañuelo de papel era reciente -explicó Justin-. Y había algo en él.

– Una micro-gota de sangre perteneciente al viejo -dijo Voisenet.

– Y había algo más.

– Mocos.

– O sea ADN a punta de pala.

– Quisimos avisarle anoche, cuando nos enteramos, y luego a las ocho de la mañana. Pero llevaba el móvil apagado.

– Sin batería.

Adamsberg examinó sus rostros uno a uno y se sirvió medio vaso de vino, rompiendo con su costumbre.

– Cuidado -previno discretamente Danglard-, es un Cotes desconocido.

– A ver si entiendo -dijo Adamsberg-. El moco no es de Vaudel padre, ni de Vaudel hijo, ni de Émile. ¿Es eso?

– Afirmativo -susurró Lamarre, que, como antiguo gendarme que era, no lograba deshacerse de la terminología militar.

Y a quien, como normando que era, costaba mucho mirar a Adamsberg a los ojos.

Adamsberg bebió un trago, lanzó una mirada a Danglard para confirmarle que, efectivamente, el vino era bastante rudo. Aun así, nada comparable al tetrabrick que se había cepillado con pajita. Se preguntó por un instante si ese vinacho no sería la causa de su letargo de bruto en el coche cuando cinco o seis horas de descanso le bastaban. Cogió un trozo de sándwich que quedaba en la mesa -el de Mordent- y lo desmigajó debajo de la silla.

– Es para el perro -explicó.

Se inclinó hacia el suelo, verificó que a Cupido le gustaba el pan y volvió a sus agentes, trece pares de ojos que convergían en él.

– O sea que es el ADN de un desconocido, y es el ADN del asesino. Comprobaron sin convencimiento los datos del ADN y lo encontraron. Tienen el apellido del asesino, tienen su nombre, tienen su rostro.

– Sí -confirmó Danglard a media voz.

– ¿Y su domicilio?

– Sí -repitió Danglard.

Adamsberg comprendía que ese éxito tan rápido los turbara, que los emocionara incluso, como si aterrizaran sin preparación, pero la sensación de incomodidad generalizada, incluso de falta, lo desconcertaba. El tren había descarrilado en algún momento.

– O sea que tenemos su dirección -prosiguió Adamsberg-, quizá su profesión, su lugar de trabajo. Sus amigos, su familia. El hecho se conoce sólo desde hace unas quince horas. Se localizan los lugares que frecuenta, se avanza sin hacer ruido, no se puede fallar.

A medida que iba hablando, Adamsberg sabía que estaba completamente equivocado. Iban a fallar, ya habían fallado.

– No se puede fallar -repitió-, salvo si él sabe que ha sido localizado.

Danglard depositó sobre las rodillas su bolsa abultada, deformada por las botellas que solía colocar al fondo. Sacó un montón de periódicos, eligió uno y puso la primera plana ante los ojos de Adamsberg.

– Lo sabe de sobra -dijo con voz hastiada.

17

El doctor Lavoisier escrutaba a su paciente con aire severo, como si le reprochara ese desatino. Porque este violento acceso de fiebre no estaba programado. Una inflamación del peritoneo que mermaba gravemente sus posibilidades de curación. Antibióticos en altas dosis, cambio de sábanas cada dos horas. El médico dio varias veces palmadas en las mejillas a Émile.

– Abra los ojos, hombre, tiene que aferrarse.

Émile obedeció con dificultad y miró al hombrecillo de blanco, silueta oronda un poco confusa.

– Doctor Lavoisier, como Lavoisier, simplemente -se presentó el médico-. Mantenga el rumbo -dijo dándole de nuevo palmadas en la mejilla-. ¿Se ha tragado algo a escondidas? ¿Alguna bola de papel, alguna prueba?

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