Ollie miró a la cámara, luego se acercó al interfono.
– Venga, joder -levantó un par de billetes de veinte libras-. El tipo quiere dos, tío. Las necesita rápido, ¿me entiendes?
Theo se quedó mirando la imagen. Las rastas de Ollie parecían prácticamente plateadas en la imagen granulosa en blanco y negro. Notaba la pistola caliente y pesada al final del brazo.
– Déjale entrar de una puta vez, tío -dijo Mikey.
Theo descorrió los cerrojos y abrió la puerta para dejar pasar a Ollie.
Helen puso uno de los viejos discos de Queen que tenía Paul mientras limpiaba. Subió el volumen, y se puso a cantar. Pasó la aspiradora por todas partes, moviendo los muebles más ligeros para limpiar debajo y utilizó vinagre en todos los espejos y cristales. Vació el frigorífico y lo limpió, repasó todas las paredes y los armarios de la cocina. Se habría puesto a gatas para hacer el suelo pero sabía que sería como tirarse sobre una pelota saltarina.
Cuando terminó estaba sudando y se sentó delante de la televisión hasta que oscureció. Sintió que el bebé se movía y daba vueltas en su interior e intentó llorar.
No es que no supiese que a menudo eso era lo que sucedía, que las lágrimas podían ser lo último en llegar. Había visto cómo podía afectar a un montón de gente, el modo en que incluso la propia noticia tenía un efecto diferente en cada persona. Les había visto gritar, reír o lanzar insultos. Muchas veces sólo había silencio, una puerta que se cerraba… al menos delante de los demás. Así había sido en su caso: se había sentado en la cama buscando a tientas la luz cuando el teléfono había sonado a las cuatro y media de la mañana del sábado.
Había escuchado, y había sentido que algo se apagaba lentamente en su interior.
Sabía que las lágrimas tenían que llegar en algún momento, pero se preguntaba si limpiar lo que ya estaba limpio y restregar superficies hasta dejar las manos en carne viva podía considerarse una forma de duelo. Se preguntaba por qué había pasado tanto tiempo llorando como una niña los últimos meses pero era incapaz de derramar una sola lágrima cuando lo deseaba tanto.
Como si las hubiese malgastado todas.
Jenny le había traído una olla de sopa el día antes (era una cocinera fabulosa, encima de todo lo demás) y en cuanto terminó de comer y limpiar, se sentó con la bolsa de plástico que había traído de Becke House.
Los efectos personales de Paul: el traje y la camisa que habían devuelto del Instituto Forense, zapatos, calcetines, ropa interior, un maletín y un paraguas, la cartera, las llaves del coche y el teléfono móvil. Lo colocó todo ordenadamente sobre la mesa, dobló la camisa para ocultar las manchas de sangre del cuello e intentó tomar decisiones.
Llevaría el traje a la tintorería y luego lo donaría. Tenía que organizar toda la ropa de Paul lo antes posible. Elegir algo que ponerle cuando llegase el momento.
Su traje azul y una camisa blanca. Tal vez su uniforme de gala, si eso era lo que querían los demás.
Cogería las llaves del coche e iría a Kennington a la mañana siguiente.
Traer el coche de Paul.
Pensar en venderlo, quizá.
El móvil se había apagado. Fue a buscar el cargador que estaba enchufado en el lado de la cama de Paul y lo puso a cargar. La última llamada había sido la que le había hecho a ella mientras volvía de casa de Katie, alrededor de una hora antes del accidente.
El mensaje que había escuchado veinte o treinta veces desde entonces.
« Soy yo. Nos vamos a casa de Gary… estamos intentando encontrar un taxi o un bus nocturno o algo » . Se oye cantar al fondo, luego alguien gritando. « C á llate. Lo siento… es Kelly haciendo el imb é cil. Te veo ma ñ ana por la tarde, ¿ vale? » . Más gritos, luego las risas de ambos. « Bueno, m á s bien por la noche… » .
Sabía sin lugar a dudas qué cara estaba poniendo cuando había dicho eso.
Parpadeó y volvió a ver su cara, pálida y sin expresión, flotando sobre la sábana blanca en la sala del depósito de cadáveres. Le habían peinado el pelo. Su madre se había acercado y había pasado los dedos por él, había dicho que siempre había odiado ir demasiado arreglado.
Observó el icono del sobre en la esquina de la pantalla, miró y vio que había un mensaje de texto sin leer. Lo abrió.
Un mensaje de «Frank» recibido el día antes: ¿ Comida china la semana que viene? F.
La madre y el padre de Paul habían hablado de poner una esquela en el periódico, pero nadie había sido capaz de decidir cuál. Habían hecho unas cuantas llamadas, le habían pedido a la gente que transmitiese el mensaje y, entre ellos y Helen, la noticia probablemente había llegado a la mayoría de los amigos más cercanos de Paul. Ya había considerado consultar su agenda, intentar localizar a todas las personas con las que Paul había podido perder el contacto, o con las que ella no tenía contacto. Le pareció tan buen momento como cualquier otro.
Marcó el número.
– ¿Paul? -una voz tranquila, con acento de Londres.
– ¿Es Frank?
– ¿Quién es?
– Lo siento…me llamo Helen. Soy la novia de Paul. -Hubo una pausa. Helen estaba a punto de volver a hablar.
– Sé quién eres.
Helen se quedó un poco sorprendida, aturullándose con las palabras más de lo que lo habría hecho de otro modo.
– Mire, siento molestarle… tener que molestarle, pero quería informarle de que Paul murió este fin de semana.
– No jodas.
Fue un acto reflejo: natural pero no por ello menos turbador, el poder de su negación.
– Lo siento mucho -esperó oyéndole respirar unos segundos, hasta que decidió que no iba a decir nada más-. He visto que había dejado un mensaje y…
– ¿Cómo falleció?
– Hubo un accidente de tráfico.
– ¿Dónde? ¿Qué clase de accidente?
– Preferiría no…
– ¿Iba Paul conduciendo?
– No, le… atropellaron -miró las cosas de Paul sobre la mesa. También había una mancha de sangre en uno de los zapatos-. Mire, como le decía, vi el mensaje. Sólo quería…
– Disculpa mi vocabulario de antes.
– No pasa nada.
– No. Es imperdonable.
De repente su tono se había vuelto casi melodramático, y Helen se preguntó cómo le sonaría ella a él. ¿Tranquila? ¿Fría, incluso?
– Escuche, sé que es Frank, pero no tengo ningún apellido.
– Linnell -dijo.
– Bien.
Lo dijo otra vez.
– Con acento en la segunda sílaba.
Ella se inclinó para coger un bolígrafo y papel de su bolso.
– Todavía no hay fecha, ya sabe, para el funeral, pero si me da una dirección puedo informarle de los detalles cuando los sepamos -volvió a esperar, hasta que empezó a creer que había colgado; oyó una tos y una serie de lloriqueos-. Así que, si no le importa…
– Yo te llamaré -dijo.
La comunicación se cortó.
Mientras conducía desde Kennington, podía oler a Paul en el coche: sus cigarrillos y su sudor. Era evidente que había estado fumando mucho más de lo que dejaba ver y sintió que se enfadaba con él. Había latas vacías por el suelo, envoltorios de Kit-Kat y restos de papel.
– Y tu coche es un puto desastre -dijo.
En la comisaría había estado ansiosa por entrar y salir rápidamente. Había mostrado su tarjeta de identificación en recepción y había corrido al aparcamiento con la cabeza baja. Casi había logrado salir limpiamente, acababa de cerrar la puerta del coche, cuando el sargento de custodia apareció ajetreado. Le había visto unas cuantas veces en el pub, y siempre le había parecido bastante agradable.
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