Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood

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Joseph Wambaugh, maestro del thriller policíaco, ha vuelto con una adictiva novela focalizada una vez más en los oficiales de la Hollywood Station del LAPD; en concreto en el papel que desempeñan los «cuervos», nombre popular dela Oficina de Relaciones Comunitarias (CRO), formado por policías que no están satisfechos en las calles y que se sienten más seguros velando por la «calidad de vida» de los vecinos.

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– Lo único que les interesa es conservar sus trabajos -dijo otro.

– Preferirían tener un fracaso del que pudieran culpar a otro que correr un riesgo por sí mismos que podría ser un éxito -dijo un tercero.

– Cada vez que rechazan un trabajo mío dicen que no es suficientemente «transgresor», sea lo que sea lo que eso signifique; o que no está «dentro de su área de actuación», sea lo que sea lo que eso signifique -dijo el primero.

El ex director dijo:

– En el fondo, tienen pánico de la gente de nuestra edad porque piensan que es posible que sepamos algo sobre cómo hacer películas que ellos no saben. ¡Y tienen razón!

A este último comentario siguió un coro de expresiones de aprobación.

Nate no estaba disfrutando de las lamentaciones del mundo del espectáculo. Solamente podía pensar en Margot Aziz, en lo hermosa que estaba la primera vez que la vio, allí mismo, y en que el día anterior no lo había llamado como había prometido. Se imaginaba que Bix Rumstead podía tener algo que ver. Ensayó mentalmente varias maneras de averiguar la verdad hablando con Bix. Aunque primero tenía que conseguir quedarse a solas con él, lejos de Ronnie Sinclair.

Acabó su capuchino y comenzó sus rondas. Tenía que hacer tres llamadas a tres inquilinos en relación a las quejas por ruidos molestos. Empezaba a pensar que esa mierda de la «calidad de vida» era más tediosa y aburrida de lo que nunca se hubiera imaginado. Pero al menos le quedaba la aventura de la noche anterior, la del sargento Treakle y el gallo, para levantarle el ánimo. Le habría encantado compartir la historia con alguien, pero hasta el momento no se había topado con nadie de la comisaría Hollywood que no la conociera al detalle.

Después de nueve horas de su turno de diez horas y media, Ronnie y Bix estaban exhaustos. Lo único que habían conseguido hasta entonces era advertir a los propietarios de los salones de la necesidad de controlar a sus trabajadores para asegurarse de que las empleadas no estuvieran haciendo negocios sucios cuando el jefe no estaba cerca. Por supuesto sabían que a la mayoría de las empleadas las contrataban precisamente porque estaban más que deseosas de ofrecer servicios especiales a clientes bien dispuestos.

El último solàrium que tenían que visitar estaba en Sunset Boulevard, cerca de Western Avenue, y se llamaba Bronceado Milagroso. Era más grande que los otros, y parecía atender a una clientela exclusivamente masculina. Las empleadas eran jóvenes exuberantes que iban en pantalones cortos, con camisetas de la empresa y zapatillas deportivas. Cuando los uniformados entraron en la recepción, dos clientes que esperaban en el sofá dejaron sus revistas y se fueron rápidamente.

– Por favor, esperen aquí, oficiales. Voy a avisar a la gerente -dijo la recepcionista.

– Será mejor que miremos bien aquí -dijo Ronnie-. Esos tíos se han marchado más rápido de lo que se rajan mis medias.

Bix asintió. Había hablado muy poco durante todo el día, y sus ojos no estaban tan brillantes ni claros como era habitual. Ronnie había intentado dirigir la conversación hacia la noche anterior, cuando Bix le había pedido que firmara por él antes de salir, pero cada vez que lo hacía él cambiaba de tema.

La gerente era tan alta como Bix. Tenía el pelo rubio ceniza, y le caía sobre el pecho dividido en dos coletas. Estaba hinchada de implantes y tenía las mejillas cargadas de colorete, lo que le daba el aspecto de una de esas estereotipadas granjeras de las películas pornográficas que exhibían en las tiendas para adultos de Hollywood Boulevard. Iba vestida con una falda blanca de vinilo, una blusa de manga larga de algodón color rosa y zapatos blancos de plataforma.

– Soy Madeline, ¿en qué puedo ayudarles? -dijo con una sonrisa llena de dientes que parecían de un blanco imposible en contraste con su lápiz de labios carmesí.

Ronnie estaba demasiado cansada y era un día demasiado caluroso para las sutilezas. Dijo:

– Estamos recibiendo gran cantidad de quejas de sus vecinos, que sospechan que aquí se están desarrollando actividades ilegales, durante el día y las primeras horas de la noche. También hemos oído que sus clientes hacen ruidos molestos por la noche, y que aparcan en lugares prohibidos.

– Ah, eso -dijo Madeline-. Hemos cambiado al gerente. Eso era antes de que llegara yo, hace dos meses. Una de las chicas estaba trabajando por su cuenta y aquí nadie lo sabía. Los policías de Antivicio la arrestaron hace tiempo. En la División de Apoyo a la Investigación están al corriente del caso.

– Hemos recibido quejas más recientemente, hace menos de dos meses -dijo Bix.

– Apuesto a que son de esas personas mayores asiáticas que tienen la sastrería dos puertas más allá, ¿no es así?

– No podemos comentar quiénes son los denunciantes -dijo Ronnie.

– No, por supuesto que no -dijo Madeline-, pero ellos siempre se están quejando de algo. Pueden preguntar a cualquiera de las personas que tiene un negocio por aquí.

– Cuando entramos aquí dos de sus clientes casi nos atropellan para salir por esa puerta -dijo Ronnie.

– Tal vez ellos tengan algún problema con la ley -dijo Madeline.

– ¿Le importa si echamos un vistazo a su negocio? -dijo Ronnie-. Tal vez quiera probar sus servicios alguna vez, sobre todo uno de esos bronceados tan especiales.

Madeline no pareció contenta con la idea, pero dijo:

– Por supuesto. Síganme.

Los policías fueron detrás de Madeline y entraron por un largo pasillo con cinco puertas a cada lado, todas cerradas. Ella les condujo hasta otro pasillo que cruzaba el primero y luego giró a la derecha, hacia un gran salón con azulejos que parecía hecho para las duchas.

– Esto es para el bronceado sin sol -dijo Madeline-. De hecho, una de nuestras empleadas se está preparando para entrar ahora mismo. Esta noche tiene una cita importante, y quiere estar espléndida. -Se volvió hacia Bix y dijo-: Si hace el favor de darse la vuelta, oficial, estoy segura de que a Zelda no le importará mostrarnos cómo funciona.

Bix dio unos pasos hacia el corredor y se colocó de cara a la pared.

– Zelda, cariño, puedes salir -dijo Madeline, tocando en una de las puertas cerradas.

La curvilínea rubia platino estaba envuelta en una toalla. Una gorra de baño le cubría el cabello completamente, y llegaba unas zapatillas que sólo le tapaban las puntas de los dedos y las plantas de los pies. Abrió mucho los ojos cuando vio allí a Ronnie, de pie junto a la jefa. Se apresuró hacia el salón de bronceado sin sol, se quitó la toalla, dejando ver sus propios implantes, y la colgó en un colgador que había junto a la puerta.

– Zelda tiene loción en las palmas, en las uñas de los pies y en las de las manos -explicó Madeline-. No queremos que el líquido bronceador se cuele por entre las uñas, ni en las palmas, ni en la planta de los pies. Eso se vería totalmente antinatural.

Zelda se colocó frente a una serie de grifos que había en mitad de la pared y apretó un botón. El líquido bronceador la roció dejándola envuelta en una especie de vapor. Presionó una vez más el botón, se dio la vuelta y se roció por la espalda. Cuando terminó, goteaba un líquido viscoso color beige, y comenzó a darse golpecitos para secarse.

– Podríamos ofrecerle un descuento para policías, oficial -le dijo Madeline a Ronnie-, si alguna vez quisiera visitar nuestras instalaciones.

Bix se reunió con ellas cuando Zelda regresó a su vestuario, y continuaron su recorrido por el establecimiento, deteniéndose en una de las habitaciones pequeñas que tenían camas solares.

– Parece claustrofóbico -dijo Bix-. Como meterse en un ataúd y cerrar la tapa.

– Para nada -dijo Madeline-. Damos gafas oscuras pequeñas para cubrir los ojos y sólo se está allí unos ocho minutos, en el nivel de potencia de bronceado que uno elija. Es mucho más placentero que cocerse al sol del caluroso verano.

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