Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood

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Joseph Wambaugh, maestro del thriller policíaco, ha vuelto con una adictiva novela focalizada una vez más en los oficiales de la Hollywood Station del LAPD; en concreto en el papel que desempeñan los «cuervos», nombre popular dela Oficina de Relaciones Comunitarias (CRO), formado por policías que no están satisfechos en las calles y que se sienten más seguros velando por la «calidad de vida» de los vecinos.

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– Tío, no voy a robar un camión de seguridad.

– ¿Y qué vas a robar?

– Un camión de helados.

– No queda un puto ser humano cuerdo en todo Hollywood -dijo Leonard, mientras se aferraba con fuerza al volante.

– Mira, este paleto que conduce el camión trae su paga en efectivo cada semana, para dársela a otro paleto que le prestó el dinero para comprarse el camión.

– ¿Y cuánto efectivo trae?

– De eso me ocupo yo.

– Te daré tres billetes de cien.

– Fuera.

– Tres cincuenta, y ni un centavo más.

– Tres cincuenta -dijo Leonard-. ¿Qué arriesgo? ¿Cinco años en la trena por un poco de chatarra?

– Ya es tarde, tío -dijo el yonqui, abriendo la puerta.

– Me va bien -dijo Leonard rápidamente-. Es una mala época.

– Vale -dijo el yonqui con una sonrisita llena de huecos-. Tú no asumes ningún riesgo. Lo he planeado muy bien. Tú simplemente me dejas cerca del tío que vende helados. La pasta está en la caja de metal que guarda bajo el asiento de la camioneta. Asusto al tío para que salga, salto a su camioneta y conduzco tal vez unas seis manzanas hasta un lugar seguro donde vas a esperarme. Salto a tu coche, y me traes de vuelta aquí, al cibercafé.

– Colega, quiero mis trescientos cincuenta sea lo que sea que saques de él.

– De acuerdo -dijo el yonqui.

– Entonces, ¿cuándo lo hacemos?

– Dentro de una hora -dijo el yonqui-. Entretanto, ¿podrías comprarme una barrita de Baby Ruth? Tengo tanta ansiedad que me podría comer un bocadillo de espinas de pescado si lo bañaran en chocolate.

Leonard contempló por un momento el cartel de «Se necesita personal» en la ventana de la cafetería. Quería decirle a esta rata que se consiguiera un puto trabajo. Quería, pero no podía. Con trescientos cincuenta dólares podría conseguirse suficiente cristal para pasar la marea hasta que el puto árabe lo llamase para el robo doméstico.

Miró al yonqui y sacó un billete de dólar del bolsillo.

– Ve allí y cómprate un donut de chocolate. Diles que lo cubran de azúcar. Te dará para un par de horas.

El robo lo iban a perpetrar en una calle residencial de Hollywood Este, uno de los pequeños vecindarios donde un vendedor ambulante podía conseguir algunos dólares. Rogelio Móntez era el conductor de la pequeña furgoneta blanca que iba emitiendo melodías infantiles por un gran altavoz exterior atado al techo, mientras pasaba por las calles. Era un inmigrante del Yucatán y éste era el mejor trabajo que había tenido en su vida.

Rita Kravitz, el cuervo que supervisaba las quejas de calidad de vida en ese vecindario, se había puesto en contacto con la central para que la ayudasen con este vendedor de helados. Rita Kravitz puso a la patrulla al corriente de una denunciante crónica que vivía en la calle, una mujer que tenía nueve nietos en edad escolar y veía pedófilos por todas partes.

– El supuesto sospechoso -les dijo Rita Kravitz- conduce hasta que anochece una furgoneta publicitaria. Tal vez hasta las siete. Multad por algo al tipo y aseguraos de que no conduce su furgoneta con Míster Rábano expuesto. La anciana ya ha acusado de exhibicionismo al cartero, al del parquímetro y a un candidato presidencial. Aunque seguramente está en lo cierto con lo del candidato presidencial.

Gert von Braun dijo:

– Vale, pero deberías llamar a Dateline para esta clase de cosas. Ellos son los que tienen las cámaras ocultas y un montón de tiempo para trincar a estos tipos.

Gert von Braun y Dan Applewhite habían sido integrados en el mismo equipo de nuevo porque Dan lo había pedido ahora que Gil Ponce acababa de terminar el período de prueba. Gert le dijo al sargento que no le importaba en absoluto trabajar con Dan, y el asombrado sargento les confesó más tarde a sus amigos supervisores que era cierto que en este mundo hay gente para todo.

Fueron directos al barrio, encontraron al vendedor y lo hicieron parar con la excusa de que sólo le funcionaba un piloto de freno. En lugar de multarle, cogieron sus datos del permiso de conducir.

Hablaba muy poco inglés y parecía contrariado por lo de la luz de freno, y agradecido por no tener que ir a declarar. Parecía tan asustado y pobre que Dan Appelwhite insistió en pagar por las barras de helado que el tipo quería darles. Luego los polis se quedaron aparcados en el bordillo mientras le veían marcharse con sus alegres melodías, que atraían a niños latinos desde sus casas, con monedas y billetes de dólar en sus puños, todos parloteando felizmente en spanglish.

Gert y Dan permanecieron sentados, lamiendo sus helados y hablando. Cada vez se sentían más cómodos el uno con el otro, y había empezado a establecerse entre ellos el auténtico vínculo de los compañeros de patrulla. Por supuesto, nunca habían oído hablar de Leonard Stilwell, y nada sabían de cómo su vida iba a cruzarse con las vidas de los cuervos. Era bastante placentero comer helado en un día de verano, tan cálido y seco, cuando los rayos crepusculares del sol lanzan un aura mágica sobre la tierra donde todo es posible, sin un solo jirón de nubarrones sobre el cielo de Sunset Boulevard.

Leonard Stilwell sabía que estaba cometiendo un pésimo error cuando llevaba al yonqui hacia las calles residenciales de Hollywood Este, donde se suponía que trabajaba el conductor del camión de los helados. En primer lugar, el yonqui seguía jugando con la pistola de fogueo, manoseándola, poniéndosela bajo la camiseta, en el cinturón, y jugando a desenfundar rápido.

Cuando pasaban por Ron Hubbard Avenue, una pequeña calle en las inmediaciones de Sunset Boulevard que conducía hacia el edificio de Dianetics, Leonard dijo:

– Sé que necesitas fumar mucho, pero ¿podrías, digamos, intentar calmarte? Me estás poniendo nervioso.

El yonqui volvió a poner la pistola sobre sus pantalones y dijo:

– Sobreponte, tío, y métete en el juego. Pásame a buscar una manzana al sur de Santa Mónica, dos manzanas al este del cementerio de Hollywood. Como coño se llame esa calle.

– Joder, colega -dijo Leonard-, es la tercera vez que me lo dices. ¡Tu memoria a corto plazo se ha evaporado!

– Vale, vale, sólo te lo recordaba… Quiero mantenerte al tanto y asegurarme de que tu mente está metida en el ajo.

– ¿Mi mente? -dijo Leonard-. ¿Te preocupas por mi mente?

Estaban a una manzana de la furgoneta de helados cuando el yonqui la vio.

– ¡Ahí está, tío! ¡Mete la directa!

– La veo -dijo Leonard, conduciendo lentamente y sin perder de vista al yonqui, que parecía dispuesto a asaltar la furgoneta en plena marcha y joder la operación.

Cuando estaba a seis casas de la furgoneta, Leonard giró en la esquina y se detuvo.

El yonqui dijo:

– Recuerda, tienes que recogerme en…

Incapaz de escuchar otra vez la dirección, Leonard le interrumpió:

– Colega, mantén esto en tu jodido banco de memoria. Si la poli te pesca, tendrás que largarte en un vehículo que se mueve más o menos a la velocidad de un cáncer de próstata. Pero si vives y me traes menos de trescientos cincuenta pavos voy a sacarte a hostias hasta el último pedazo de eso que llamas dientes.

– ¡Cálmate, Phil! -dijo el yonqui-. Voy a conseguirlo. Ahora márcate un giro en U y pírate.

Leonard arrancó y giró ciento ochenta grados sin perder de vista al yonqui por el espejo retrovisor. El yonqui inmediatamente empezó a andar, encorvado, hacia la furgoneta de helados. Lo último que Leonard vio fue a aquel espantapájaros apretando el paso, completamente concentrado en su asalto.

Gert y Dan «Día del Juicio Final» estaban acabando sus barritas de helado cuando Dan dijo:

– Vale, hemos observado la actividad normal del vendedor y no hay nada anormal. Vamos a archivar esto y sigamos con el resto de nuestras vidas.

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