Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood
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Probablemente porque tenía mucho calor, porque las burlas de los surfistas la estaban distrayendo y, sobre todo, porque tenía muy malas pulgas, se olvidó de que acababa de cargar la recámara. Y decidió probar el funcionamiento como hacía habitualmente antes de cargar los cartuchos. Por supuesto, eso hizo que en la cámara quedara un cartucho operativo, y el seguro quitado.
Gert se dio cuenta enseguida de lo que había hecho, y por lo bajo maldijo a los surfistas por haberle faltado al respeto. Después de dejar su teléfono móvil junto al PODD, encima del maletero del coche, se dispuso a quitar el cartucho de la cámara.
– Tronco, creo que es mejor que movamos el culo -le dijo Flotsam a su compañero-. Gert nos tiene en la mira y está con los labios tensos, los colmillos fuera y un arma entre las garras.
– Colega, esa gorda fea es capaz de tirar con cualquiera de sus dos manos -asintió Jetsam, mirando la medalla de experta tiradora que colgaba del bolsillo de su solapa, sobre su busto de talla supergrande-. Y el corazón le bombea gas refrigerante en las venas.
Todavía mirando con mala cara a los surfistas, e intentando pensar en alguna burla sobre el ridículo aspecto de su cabello repeinado y aclarado, Gert vio que el PODD había chocado contra el teléfono móvil y que éste se estaba cayendo.
– ¡Mierda! -dijo, e intentó alcanzarlo con su mano izquierda antes de que se estrellara contra el asfalto, pero cuando tocó el PODD, éste comenzó a resbalar. Ahora intentaba coger ambas cosas con la mano izquierda. Y por accidente, tocó el gatillo con la derecha.
La tarde comenzó con un estallido en toda regla, uno de los grandes. Dan Applewhite, alias «Día del Juicio Final», gritó como si le hubiesen dado. Estaba inclinado sobre la taquilla y con la explosión brincó hacia atrás, se retorció torpemente y cayó sobre la cadera. Su compañero novato, el joven Gil Ponce, que estaba a un mes de completar su entrenamiento de dieciocho meses, se agachó instintivamente y sacó su Beretta.
La escopeta de la agente Von Braun estaba apuntando hacia arriba, así que la explosión no causó ningún daño, excepto en la psique del agente Applewhite. Al cabo de un minuto, tres supervisores corrían hacia el aparcamiento, incluidos el teniente y el sargento Treakle. Gert von Braun estaba asustada, mortificada, y se alivió enormemente cuando vio que no había matado a ningún policía, aunque sabía que tendría que enfrentarse a una acción disciplinaria por la descarga accidental.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó el teniente al oficial instructor, cuyo rostro estaba blanco.
– Creo que sí -dijo Dan Applewhite. Y luego agregó-: No estoy seguro. Es mejor que vaya rápido a Cedars y me haga un chequeo. La caída fue dura.
Los supervisores de Dan Applewhite daban por descontado que iría a solicitar tratamiento médico, puesto que se acercaba la fecha de su retiro. Era capaz de ir al Cedars Sinai o al Presbiteriano de Hollywood a pedir una inyección antitetánica por un corte con una hoja de papel. Estaba decidido a dejar formalmente registrada cualquier herida que sufriera en horas de servicio mientras estuviese activo, en caso de que durante sus años de retiro apareciera alguna incapacidad, como estaba seguro de que ocurriría.
Gert von Braun siguió a los supervisores hasta la comisaría para prestar declaración acerca del incidente mientras los policías surfistas se metían en sus tiendas y comprobaban sus llamadas, con la esperanza de que no los culparan de acosar, enfurecer y distraer a una célebre tiradora que usaba un Sam Browne talla 44. Pero no tenían que preocuparse por ello. A Gert se le dijo que probablemente acabaría con una reprimenda oficial, y lo aguantó como un hombre.
Después de que los supervisores y Gert von Braun se marcharan, el novato de veintidós años se volvió hacia su compañero, que parecía muy afectado, y dijo:
– ¿Quieres que conduzca yo esta noche?
Sin decir una palabra, el policía más viejo le alcanzó a Gil las llaves de su tienda. Los dolores le quemaban la cadera izquierda y se irradiaban hasta el fémur. Se preguntó si todo aquello no podía acabar en un posible trasplante de cadera. Había oído historias horrorosas sobre infecciones bacterianas que dejaban inválidos a los pacientes tras una operación de cadera, y se hizo una imagen mental aterrorizadora de sí mismo intentando llegar hasta su apartamento con un andador.
Para desgracia del policía más viejo, pero felizmente para su joven novato, la sala de urgencias estaba repleta de pacientes que tenían auténticas lesiones que necesitaban tratamiento. Aunque fuera un oficial del LAPD, a Dan Applewhite se le dijo que tenía que esperar una hora o más antes de que pudiera verlo un doctor.
– ¿Cómo te sientes ahora? -le preguntó Gil a su compañero, que inclinaba el cuerpo cuidadosamente sobre su cadera sana mientras intentaba sentarse entre espasmos de dolor.
Un niño latino de seis años, cuya madre tenía contracciones, contemplaba a Dan, que estaba tieso. Finalmente le dijo:
– ¿Por qué te sientas de ese modo tan raro? Pareces un saltamontes azul.
Dan Applewhite ignoró al chico, pero le dijo a Gil Ponce:
– Vámonos de aquí. Pero si ocurre algo por culpa de todo esto te quiero como testigo. Me duele desde la cadera…
– Hasta la pera -dijo Gil, y cuando vio la mirada que le echaba su superior, añadió-: Lo siento, sólo intentaba animarte un poco. Vamos a buscarte una taza de café.
Como Hollywood Nate, Dan «Día del Juicio Final» era uno de esos policías amantes de Starbucks, y habría preferido soportar una falta prolongada de cafeína que poner un pie en un 7-Eleven para conseguir café. Gil Ponce no podía entenderlo, dado el precio del café de Starbucks, pero su compañero a menudo compraba el café para los dos, e incluso algunas veces la comida, en un Hamburguer Hamlet o en IHOP. La generosidad era una de las pocas virtudes de Dan que todos apreciaban, y que hacía tolerable el trabajar con él cuando estaba de mal humor. Gil pensaba que quizás era la manera que tenía su instructor de compensarle.
A Dan Applewhite los demás policías le llamaban Dan «Día del Juicio Final» porque vivía constantemente augurando calamidades, con el ceño siempre fruncido y una sonrisa invertida en los labios. Podía ser optimista y valiente, pero a toro pasado se acobardaba y se imaginaba toda clase de horrores que podían haberle caído encima como consecuencia de sus actos. Era capaz de meter la mano sin enguantar dentro de la boca de algún drogadicto que se resistía para sacarle una piedra de cocaína de cinco gramos que llevaba escondida, y luego concluir que si tenía suerte sólo iba a contraer algunas bacterias en lugar del virus del sida a causa de aquel contacto. Tenía cincuenta y un años y le quedaban cuatro para retirarse, pero estaba patológicamente convencido de que nunca lo lograría. O de que, si lo hacía, el mercado de valores iba a caer y a dejarle en bancarrota, y allí estaría él, un policía retirado, mendigando céntimos en Hollywood Boulevard.
– He oído que Donald Trump lleva consigo un esterilizador para cuando tiene que estrecharle la mano a mucha gente -le había dicho Flotsam a Gil Ponce-. Si tengo que trabajar con Dan todo el tiempo le compraré uno. Me resulta incómodo que cuando está deprimido y tenemos que ir por una hamburguesa, él se ponga guantes para limpiar la mesa con algún pulverizador y pañuelos de papel.
Gil Ponce tenía esperanzas de que algún supervisor lo trasladara con otro instructor, pero como era un novato y le faltaba tan poco para terminar su formación, Gil se había resignado y se sentía afortunado cuando por alguna consideración estratégica le tocaba patrullar con otros compañeros. A pesar del pesimismo patológico de Dan, el veterano le había enseñado muchas cosas a Gil, y el novato de veintidós años nunca dudó de que era un buen maestro y de que podía confiar en él.
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