Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood
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Más de una vez el veterano había aleccionado a Gil sobre los modos de aprovechar su estatus de hispano dentro del IAPD, que tanto se preocupaba por la diversidad, sobre todo ahora que la ciudad de Los Ángeles tenía un alcalde mexicano-americano muy popular.
– Tú eres hispano -le había recordado Dan-. Así que utilízalo cuando llegue el momento.
– En realidad no lo soy -le dijo finalmente Gil Ponce a su compañero una tarde, mientras patrullaban las calles periféricas del este de Hollywood en busca de ladrones de coches-. Déjame que te lo explique.
El nombre de Gil Ponce provenía de su abuelo paterno, que había emigrado junto con sus padres desde Perú hasta Santa Bárbara, California. Todos sus hijos, e incluso el abuelo de Gil, se habían casado con americanos.
Gilberto Ponce III le dijo a Dan que le habría gustado que su madre, cuyos antepasados eran una mezcla de irlandeses y escoceses, le hubiese llamado Sean o Ian, pero que ella había dicho que aquello hubiera sido una deshonra para su abuelo, a quien el pequeño Gil quería tanto como a sus padres. Sin embargo, Gil siempre se había sentido como un impostor, especialmente ahora que su superior se pasaba el día machacándole con la idea de que un nombre como el suyo podía facilitarle un ascenso en Los Ángeles, California, en torno al año 2007.
– El hecho de que tenga un nombre hispano es una casualidad -le dijo finalmente Gil a su compañero.
– Lee el nombre que aparece en tu insignia, sobre tu uniforme -replicó Dan Applewhite-. Eres hispano. Eso significa algo hoy en día. Mira a tu alrededor dentro de la comisaría Hollywood. Excepto en la guardia, los blancos anglosajones son minoría. La mitad de los actuales alumnos de la Academia son hispanos. Los Ángeles está a punto de ser reclamado por México.
– Está bien, míralo de este modo -dijo el novato-. ¿Qué habría pasado si mi abuelo peruano hubiera llegado de los alrededores de Brasil, donde tienen nombres portugueses y no hablan español? ¿Incluso así pensarías que sumo puntos por diversidad?
– No compliques tanto el asunto sólo porque has ido a la universidad -dijo Dan-. Todo gira en torno al color y la lengua.
– Yo sé tanto de español como tú, el color de mi piel es más claro que el de la tuya, y mis ojos más azules. Si quieres hacer números, soy peruano exactamente en una cuarta parte, y no creo que eso me haga mestizo -dijo Gil.
– Lo analizas demasiado -dijo Dan Applewhite. Le hubiese gustado que su colega no le discutiese todo, y pensó que había llegado el momento de retirarse.
– Y si tuviera el mismo ADN peruano por parte de mi madre, y no tuviera nombre hispano, no estaríamos teniendo esta discusión. ¿Acaso los hijos de Geraldo Rivera suman puntos por diversidad? ¿Y qué me dices de Cameron Díaz, cuando tenga niños? ¿O Andy García? ¿O Charlie Sheen, por el amor de Dios? ¡Es tan hispano como yo! -dijo Gil.
La conversación había acabado hacía un buen rato cuando Dan «Día del Juicio Final» acercó el coche junto al borde de la acera, lo aparcó y, volviéndose hacia su compañero, dijo:
– Ésta no es la ciudad de los ángeles; es la ciudad de los anzuelos, donde todo el mundo anda buscando un enchufe. Se hablan cientos de lenguas en Babelwood, ¿no es cierto? Todo gira en torno a la diversidad, las preferencias personales y las actitudes políticamente correctas. Así que si la lotería de la vida te ha dado un enchufe, has de aceptarlo y dar las gracias. Porque aunque eres un gran chico y tienes potencial, te digo aquí y ahora que si no cierras la boca y no actúas como si de verdad hubieses nacido en alguna otra parte fuera de Los Ángeles, como instructor tuyo voy a decidir que eres demasiado estúpido para ser un policía, ¡y que tal vez ni siquiera debas aprobar tu curso de formación! ¿Me sigues?
Entonces Dan Applewhite comenzó a estornudar y tuvo que coger su caja de clínex y su spray nasal.
– ¿Ves lo que has hecho? -dijo, sorbiéndose los mocos-. Me pones nervioso y mis alergias se activan.
Cuando el veterano pudo controlar los estornudos, su joven compañero pensó un rato en silencio, miró a su instructor y le dijo, en un español de bachillerato con acento inglés:
– Me llamo Gilberto Ponce. Hola, compañero.
Limpiándose la nariz, Dan «Día del Juicio Final» dijo:
– Así está mejor. Pero no tienes que exagerarlo. Vosotros los hispanos siempre tendéis a rizar el rizo.
Leonard Stilwell era un cocainómano de treinta y nueve años, con una mata de cabello grueso y rojo, el rostro lleno de pecas y grandes ojos azules de mirada extraviada que parecían más adecuados para una vaca de granja. Había pasado dos temporadas relativamente cortas en la cárcel del condado de Los Ángeles cumpliendo condena por robo, pero nunca había sido encerrado en la prisión estatal. La última condena le había caído porque Leonard arrojó sus guantes de goma en un contenedor después de haber completado su tarea sin ningún error. Más tarde la policía encontró los guantes, y después de cortar las puntas de los dedos, procesó el material en el laboratorio y obtuvo buenas huellas. Tras aquella condena, Leonard Stilwell comenzó a ver CSI en la televisión.
La penitenciaria del condado estaba tan superpoblada que era frecuente que los prisioneros no violentos como Leonard pudieran obtener una excarcelación anticipada para dejar sitio a los violadores, a los pandilleros y a los asesinos de sus esposas. Así que Leonard se beneficiaba de los crímenes que cometían los demás, y salía escupido de nuevo a la calle como pasta dentífrica de un tubo. Cuando estaba fuera se apresuraba a contactar con viejos colegas para intentar convencerlos de que le diesen un adelanto de su parte del siguiente trabajo, y luego se pasaba varios días tomando cocaína para intentar olvidar las miserias de la cárcel antes de volver al trabajo. Pero todo aquello lo hacía cuando trabajaba en equipo con el experto ladrón Whitey Dawson, quien había muerto de sobredosis de heroína seis meses atrás y cuyas últimas palabras habían sido:
– ¡No estoy mejorando nada!
Leonard Stilwell había demostrado ser razonablemente eficaz en los asaltos de licorerías, lo que también había sido la especialidad de Whitey Dawson, y además mostraba cierta competencia en rellenar botellas vacías de primeras marcas con licores baratos robados, a las que luego adhería alguna etiqueta verosímil con la que sellaba la tapa. Dos veces le había vendido varias botellas alteradas a Alí Aziz, de la Sala Leopardo, mezcladas con algunas legítimas, y Alí nunca se había dado cuenta.
Ahora que Whitey Dawson se había ido, a Leonard Stilwell no le había quedado más remedio que aceptar un empleo. Era la primera vez en quince años que recibía un cheque de pago auténtico, y le pareció detestable. Era el único gringo en un negocio de lavado de coches de poca monta, y cuando no era el dueño el que le gritaba, lo hacían los demás trabajadores. Uno de los mexicanos era un viejo amigo llamado Chuey, que algunas veces tenía algo de cocaína decente para vender. Chuey nunca llevaba la cocaína encima, de manera que Leonard tenía que desplazarse hasta la pequeña casa de campo al este de Hollywood donde vivía si quería la droga.
Leonard condujo hasta allí justo después del atardecer y se encontró la puerta de la casa de Chuey abierta de par en par. Lo llamó a gritos, y al rato entró, pero no pudo encontrar a Chuey por ninguna parte. Entonces fue hacia el patio y lo vio. Horrorizado, Leonard corrió de vuelta a la casa, cogió el teléfono de Chuey y llamó al 911 para avisar de lo que había encontrado, intentando adoptar un inglés con acento español pero que en realidad era una lengua casi indescifrable.
Antes de abandonar la casa, decidió que tenía que superar su espanto, así que se tomó el tiempo suficiente para registrar el dormitorio hasta que encontró la cartera de Chuey. Cogió los veintitrés dólares que había en la cartera y salió de allí pitando.
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