Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood

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Joseph Wambaugh, maestro del thriller policíaco, ha vuelto con una adictiva novela focalizada una vez más en los oficiales de la Hollywood Station del LAPD; en concreto en el papel que desempeñan los «cuervos», nombre popular dela Oficina de Relaciones Comunitarias (CRO), formado por policías que no están satisfechos en las calles y que se sienten más seguros velando por la «calidad de vida» de los vecinos.

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De pronto Nate perdió el control. Algo se apoderó de él. Fue como si estuviese viendo aquello en una pantalla de cine. Sin quererlo del todo, pisó el acelerador y se acercó a ella por detrás, encendiendo las luces y tocando el claxon hasta que ella lo divisó por el retrovisor, se detuvo y aparcó.

Cuando Nate se acercó a un lado de su ventanilla, ella lo miró con unos ojos color ámbar que hacían juego con su cabello de miel, y dijo:

– Ditzy Margot no alcanzó a frenar del todo unos metros más atrás, ¿no es cierto?

Su jersey de algodón, ajustado y muy escotado, tenía una tonalidad frambuesa. Su falda era blanca y le llegaba hasta la mitad de los bronceados muslos. ¡Y qué muslos! Lo supo enseguida: era una atleta o una bailarina.

Las manos de Nate temblaban cuando cogió su licencia de conducir, y su voz sonó temblorosa cuando dijo:

– Sí, señora, se saltó usted la señal de stop sin siquiera hacer el intento de frenar. Su luz de freno no se encendió.

– ¡Maldición! -dijo ella-. Tengo tantas cosas en la cabeza. Lo siento.

Él leyó en su licencia: «Margot Aziz; fecha de nacimiento: 13/04/77». Era seis años más joven que Nate, y sin embargo él se sentía como si fuera otra vez un chico en edad escolar. Ganando tiempo para recuperarse del todo, dijo:

– ¿Podría ver su tarjeta de residencia, señora?

Ella buscó en la guantera la cartera de piel donde guardaba los papeles del coche, sacó la tarjeta de residencia y la del seguro, se las entregó a Nate y dijo:

– Por favor, no me llame «señora», oficial. Como puede ver acabo de cumplir los treinta, y últimamente me siento una anciana. Llámeme Margot.

Su lápiz de labios era también de color frambuesa, como el jersey, y su perfecta dentadura probablemente era más blanca de lo que mandaba la naturaleza. Nate soltó de pronto:

– No la llamaré señora, si usted no me llama oficial. Me llamo Nate Weiss.

Ella lo tenía a sus pies, y lo sabía. Su sonrisa se hizo más grande y luego dijo:

– ¿Patrullas todo el tiempo por esta zona, Nate?

– En realidad soy eso que mis colegas policías llaman un «cuervo». Trabajo en la Oficina de Relaciones con la Comunidad. No hago patrullas normales.

– No pareces un cuervo -dijo Margot Aziz-. Más bien un águila, diría yo.

Nate no podía recordar la última vez que se había ruborizado, pero sentía la cara ardiendo.

– Sí -dijo-, tengo una nariz un poco ganchuda, ¿verdad?

– No, mi marido sí que tiene nariz de gancho -dijo ella-. La tuya es apenas aguileña. Es muy fuerte, y viril. De hecho, es bastante… hermosa.

Nate ni siquiera notó que le había devuelto su licencia y las tarjetas.

– Bueno pues -dijo-, conduce con cuidado.

Antes de que pudiera girarse para marcharse, ella le dijo:

– ¿A qué se dedica un cuervo, Nate?

– Nos ocupamos de asuntos de calidad de vida, para que los oficiales que patrullan no tengan que hacerlo. Ya sabes, cosas como quejas por ruidos molestos, pintadas, personas que duermen por estas calles, cerca de donde tú vives. Cosas por el estilo -respondió él.

– ¡Gente durmiendo en la calle! -exclamó ella, como si estuviese gritando «¡bingo!»-. Es una coincidencia asombrosa, porque iba a llamar a la comisaría Hollywood por eso mismo. Puedo verles desde mi patio. Hacen mucho ruido allí arriba, y encienden fogatas. Es terrible. Qué suerte que me he topado contigo. Me gustaría que vinieras a mi casa alguna vez, así podría mostrártelos. Tal vez puedas hacer algo al respecto.

– ¡Claro! -dijo Nate-. Por supuesto. ¿Cuándo? ¿Hoy?

– Hoy no, Nate -dijo ella rápidamente-. ¿Puedes darme tu número de teléfono?

– Por supuesto -dijo Nate mientras buscaba una de sus tarjetas de presentación-. Puedo pasarme y hablar contigo… y con tu marido, en cualquier momento, hasta las ocho de la tarde, cuando generalmente me voy a casa.

– Mi marido y yo estamos separados, y en medio de un divorcio -dijo Margot Aziz-. Sólo hablarás conmigo cuando vengas.

Nate Weiss no pudo darle la tarjeta más rápidamente. Se había mandado hacer una tarjeta con el cartel de Hollywood atravesado en todo el frente, al costado del distintivo del LAPD. Y debajo estaba su nombre, su número de placa y el número de teléfono de línea pública que le había asignado el sargento de la CRO.

Dudó unos segundos, y luego apuntó su número de móvil particular en la parte posterior de la tarjeta.

– Tal vez sea mejor que me llames a mi móvil -le dijo a Margot-. A veces no cogemos enseguida las llamadas en nuestra línea pública, pero yo siempre cojo las de mi móvil.

– Muy bien -dijo ella-. Mantengámoslo como algo personal, Nate.

Le enseñó otra vez aquella sonrisa radiante, y luego volvió la cabeza para mirar el tráfico. Su alucinante cabello color miel recibió otro rayo de sol y bailó para Nate Weiss. Luego el coche arrancó.

Unos minutos después, ya de vuelta en su coche, Nate pensó que aquella muñeca de la colina acababa de coquetear para salvarse de una multa que él ni siquiera iba a ponerle, y se sintió como un tonto. ¿Separada de su marido? Seguramente acabaría enseñándole su tarjeta esa misma noche durante la cena y los dos se reirían mucho. ¡De Nate Weiss!

Luego pensó en su apellido: Aziz. Un apellido de Oriente Medio. Estaba casada con un árabe, quizás. A un policía judío no le hacía sentirse bien pensar en esa fantástica mujer casada con un árabe rico. Nate Weiss se preguntaba cómo podría haber sucedido.

Después de dejar a Hollywood Nate, Margot Aziz condujo hasta un club nocturno llamado Sala Leopardo que se encontraba en Sunset Boulevard. Era un club de striptease, pero sólo de topless, para que pudiera venderse alcohol. El marido del que estaba separada también era dueño de un club de striptease total, pero en ése no estaba permitido vender bebidas alcohólicas. En ese club, Alí Aziz tenía que ganar dinero de las bebidas refrescantes, que se vendían muy caras y con un consumo mínimo obligatorio, y del precio de las entradas. La mayor parte del tiempo lo pasaba en la Sala Leopardo, pero iba a menudo hasta el otro club a recoger el dinero de la caja que le daba el gerente.

Margot había llamado por teléfono para asegurarse de que Alí no estuviera en la Sala Leopardo a esa hora del día, y al entrar se dirigió hacia el camerino esquivando a los empleados mexicanos que estaban preparándose para abrir el negocio a primera hora de la tarde. No era el típico club de striptease de luces tenues y colores oscuros. Tampoco era como el club nocturno de desnudo total de Alí, que tenía bancos tapizados de piel falsa, columnas de falso granito y cielorraso de falso nogal. Aquél era claustrofóbico, con fotos de desnudos en marcos dorados que Alí creía que provocaban fantasías y erecciones. Margot ya había estado suficientes veces en ese tipo de clubes.

Ella misma había decorado el interior de la Sala Leopardo, a pesar de las quejas de su marido por la cantidad de dinero que gastaba. Había sillas de cuero trenzado alrededor del escenario, paredes de terracota y una guarda de baldosas color arena intercaladas en la alfombra marrón chocolate que Alí había pedido insistentemente y que había comprado barata. Este club daba una sensación más abierta, invitaba a la clientela femenina. Al menos ésa había sido la intención de Margot cuando había decorado el interior.

Abrió la puerta del camerino sin llamar, y una adorable asiático-americana de veinticinco años que estaba sentada frente al espejo, en albornoz, aplicándose delineador de ojos, levantó la vista.

– ¿A qué hora volverá él, Jasmine? -preguntó Margot.

Caminó por detrás de la joven y pasó su largo cabello negro sobre uno de sus pechos implantados, cuyos pezones y areolas estaban pintados de rojo. Luego masajeó los hombros y el cuello de la bailarina, y le besó ligeramente el hombro derecho.

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