Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood

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Joseph Wambaugh, maestro del thriller policíaco, ha vuelto con una adictiva novela focalizada una vez más en los oficiales de la Hollywood Station del LAPD; en concreto en el papel que desempeñan los «cuervos», nombre popular dela Oficina de Relaciones Comunitarias (CRO), formado por policías que no están satisfechos en las calles y que se sienten más seguros velando por la «calidad de vida» de los vecinos.

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En el ambiente era conocida como una bebedora empedernida que había estado en la cárcel dos veces por su adicción a la cocaína.

Cuando llamaron a la puerta Bix le dijo a Ronnie:

– Busca El precio del poder. Es un icono.

– ¿Quién?

Al rockero le llevó un minuto llegar hasta la puerta, y cuando la abrió parecía pálido y confundido. Sus bucles rojizos le colgaban sobre la cara, tenía barba de una semana y los pocos pelos de su perilla apelmazados con comida seca. Llevaba puesta una camiseta de Metallica y téjanos de diseño gastados, que Ronnie pensó que seguramente eran más caros que el mejor de sus vestidos. Tenía los brazos completamente cubiertos de tatuajes, y parecía sufrir de desnutrición.

– Ah, sí, gracias por venir -dijo, retrocediendo descalzo, y era obvio que acababa de recordar que había llamado a la policía el día anterior.

Cuando entraron, Ronnie vio a su novia la cantante despatarrada sobre un enorme sillón de mimbre que había en una galería acristalada, un poco más lejos del recibidor. Estaba en una especie de trance, escuchando unos altavoces empotrados que había a cada lado del sillón. Ronnie pensó que la que se oía debía de ser su propia voz, cantando una letra ininteligible. Detrás de ella, en la pared, había un cartel de la película El precio del poder, con Al Pacino.

El músico no los invitó a pasar más allá del recibidor, y Bix Rumstead dijo:

– ¿Qué podemos hacer por usted?

– Tenemos miedo de quedar atrapados en un incendio -dijo el rockero, rascándose las costillas y la espalda, e incluso la entrepierna durante un momento, hasta que recordó que uno de los policías era una mujer-. Es por los paparazzi. Vienen con prismáticos y nos espían desde algún terreno vacío de la colina. Y fuman. Tenemos miedo de que provoquen un incendio con tanto arbusto como hay por aquí. ¿No podéis echarles?

– ¿Hay alguno allí arriba ahora mismo, que usted sepa? -preguntó Bix.

– No lo sé. Los vemos espiándonos. Siempre están espiando.

– Daremos una vuelta por la colina y lo comprobaremos -dijo Bix.

– Pasad por aquí de regreso, y decidnos algo -dijo el rockero.

– Por supuesto, volveremos en un rato.

Cuando se subieron otra vez al coche y se dirigieron colina arriba, Ronnie dijo:

– Él es un chico como para un cartel de «dile no a la droga». Tiene treinta años y aparenta ochenta. Y hablando de carteles, ¿cómo sabías que El precio del poder estaría allí?

– Músico de rock más cocaína más Hollywood es igual a El precio del poder -dijo Bix-. Los adictos a la cocaína adoran esa película, especialmente esa escena de colgados en la que Al Pacino está tan zumbado que se cae de bruces en un montón de coca. Casi siempre puedes encontrar a El precio del poder en algún rincón de sus guaridas.

– La primera vez que fui a Hollywood Hills vi esas casas y pensé que ésa debía de ser la clase de gente que escucha música de esa que nunca se oye en la emisora K-rock. Ahora descubro que aquí hay personas que se descargan canciones del Headbanger's Heaven -dijo Ronnie.

– La pasta no cambia la naturaleza humana -dijo Bix.

No perdieron mucho tiempo buscando a los paparazzi. Bix se dirigió a la zona donde todavía no había casas construidas en la ladera, miró en los alrededores, luego condujo de vuelta hacia la dirección del rockero y aparcó en la acera de enfrente, donde el hombre ya estaba esperándoles a la entrada de la casa.

– ¿Y bien? -preguntó.

– Tenía usted razón -dijo Bix-. Había cuatro. Tenían cámaras con teleobjetivo y trípodes, y había otros tres paseándose por allí mientras hablábamos con aquellos cuatro. Al parecer, es usted un blanco muy popular.

– ¿Qué les dijisteis? -preguntó ansiosamente el rockero.

– Les dije que sé que solamente están haciendo su trabajo, pero que podían sufrir graves consecuencias por acosar a personalidades famosas.

– Entiendo que tienen que ganarse la vida -dijo el músico.

– Les aseguré que usted comprendía la situación. Que las celebridades como usted los necesitan y que ellos lo necesitan a usted. Un acuerdo recíproco, por así decirlo.

– Sí, exactamente -dijo el rockero-. Con tal de que no provoquen un incendio. Eso es lo único que nos preocupa.

– Me prometieron que no fumarán allá arriba de ahora en adelante, a menos que lo hagan dentro de sus furgonetas, apagando los cigarrillos en el cenicero.

– ¿Tenían una furgoneta? -dijo el rockero con una ligera sonrisa.

– Sí, señor -dijo Bix-. Vienen equipados para encargarse de alguien tan importante como usted -y luego agregó-: Y de su señora, claro está.

El músico sonrió ampliamente y dijo:

– Sí, por culpa de los paparazzi ella tiene miedo de meterse en el jacuzzi sin ponerse algo de ropa.

– El precio de la fama -dijo Bix, moviendo la cabeza comprensivamente.

– Bien, gracias, oficiales -dijo el rockero-. Cualquier cosa que pueda hacer por vosotros, hacédmelo saber. Hicimos un bolo una vez para la patrulla de carreteras.

– Lo tendremos en cuenta, señor -dijo Bix-. Estaríamos encantados de oírlo tocar.

Cuando se dirigían de regreso hacia Sunset Boulevard, Bix le dijo a Ronnie:

– Vemos muchos como éstos. Nunca les digo la verdad. Ya son suficientemente desdichados viviendo sus vidas fracasadas como para hacerles saber que no hay paparazzi. Que ya a nadie le importan una mierda.

Ese día Hollywood Nate debía haber hecho un trabajo similar de la CRO, pero había decidido dar un paseo por su cuenta por Hollywood Hills, hacia un barrio un poco más al este. Impulsivamente se dirigió a Mount Olympus mientras sorbía un vaso de café con leche de Starbucks y recordaba a la joven del cabello color miel. No había podido olvidarla desde el día en que había apuntado su número de matrícula en el Farmer's Market.

Nate aparcó el coche a una calle de la casa. Era evidente que desde allí tenía una buena vista de la ciudad. Se dijo a sí mismo que no iba a quedarse ahí sentado mucho rato, tan sólo el suficiente como para acabarse el café con leche.

Hollywood Nate ni siquiera sabía qué hacía allí. Hasta que recordó la manera como ella se movía. Como una atleta, o quizás una bailarina. Y cómo su pelo parecía bailar por sí solo cuando se giraba de pronto. Tampoco podía olvidar aquello. De hecho se sentía avergonzado por lo que estaba haciendo, pero mientras no lo supiera nadie, qué diablos le importaba. Tan sólo quería verla una vez más, para comprobar si se adecuaba a la imagen que guardaba en su memoria.

Entonces pensó: «¿Pero qué es esto? ¿Acaso soy un chico de instituto?». Arrojó el vaso vacío al suelo del coche, arrancó el motor y estaba a punto de regresar colina abajo cuando se abrió la puerta del garaje y el BMW rojo salió dando marcha atrás. Giró y se dirigió colina abajo, y Nate Weiss lo siguió, a distancia suficiente como para quedar fuera del alcance del espejo retrovisor.

El corazón de Nate comenzó a latir más rápido y él supo que no era por la cafeína. Nunca antes había hecho algo así, y nunca el recuerdo de una mujer hermosa le había afectado de esa forma. Hollywood Nate Weiss nunca había tenido que perseguir a una mujer en toda su vida. Y aquello le hizo pensar: «¡Me he convertido en un maldito acosador!». Nate estaba experimentando algo realmente insólito para él. En su conciencia había aparecido no sólo la vergüenza, sino también una pizca de odio a sí mismo.

– ¡A la mierda con esto! -dijo en voz alta, y cuando estaban a pocas calles de Hollywood Boulevard se dispuso a abandonar aquella tontería. Entonces vio como el coche de ella se saltaba una señal de stop que había en el bulevar sin siquiera intentar aminorar la marcha.

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