Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood

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Joseph Wambaugh, maestro del thriller policíaco, ha vuelto con una adictiva novela focalizada una vez más en los oficiales de la Hollywood Station del LAPD; en concreto en el papel que desempeñan los «cuervos», nombre popular dela Oficina de Relaciones Comunitarias (CRO), formado por policías que no están satisfechos en las calles y que se sienten más seguros velando por la «calidad de vida» de los vecinos.

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La denuncia del «problema desconocido» llegó un par de horas después de que el ataque de alergia de Dan Applewhite hubiese cesado. Por regla general, «problema desconocido» significaba que alguien había llamado ebrio o histérico o, a veces, hablando en un lenguaje incomprensible. Pero en realidad podía significar cualquier cosa, y ponía un poco nerviosos a los policías, que entonces tenían que estar especialmente alerta.

Aquel sector de Hollywood era territorio de bandas, pero no de bandas salvadoreñas. Allí vivían más bien los viejos cruisers, veteranos mexicano-americanos de la banda de White Fence. Los registros más recientes contaban 463 bandas callejeras en Los Ángeles, con 38.974 miembros. Pero cómo se las había arreglado el LAPD para contar cabezas con tanta precisión, nadie lo sabía.

– Trae el arma -le dijo a Gil Ponce, que sacó la Remington de su escondite improvisado entre los asientos del coche y colocó algo de munición en la recámara.

Estaban frente a una casa rodeada por una verja de madera, con la pintura blanca desvaída y descascarada, y el pequeño patio lleno de maleza. De la puerta abierta salía un olor a salsa y a manteca de cerdo friéndose.

– ¡Policía! -gritó Dan Applewhite, acercándose al portal-. ¿Alguien nos ha llamado?

No hubo respuesta. Dan le quitó el arma a Gil y utilizó el cañón para abrir la puerta un poco más. La casa estaba a oscuras, pero de la cocina salía una luz. Alguien había estado comiendo recientemente en la mesa. El dormitorio estaba vacío y la cama meticulosamente hecha, con un gastado cubrecama estirado sobre una única almohada. Había ropa de hombre encima de una silla y, colgado del armario, un escaso vestuario que constaba de dos pares de pantalones color caqui, varias camisas blancas y un jersey gris sin mangas.

La puerta de atrás estaba abierta, así que Gil apuntó su linterna hacia el exterior, a un pequeño patio trasero donde vio el triciclo de un niño y una piscina de plástico, pese a que el interior de la casa no mostraba ninguna señal de que allí viviese algún niño. La linterna iluminó luego una cómoda barata en el dormitorio donde se veían cuatro fotografías de un niño latino sonriendo.

– Tiene un hijo que vive en alguna parte, aunque no sea aquí -dijo Gil.

El policía joven caminó hacia el pórtico de atrás de la casa y notó que el portón estaba abierto y que daba a un callejón. Del otro lado del callejón había un edificio de apartamentos que hubiera sido una verdadera trampa en caso de incendio, afeado con pintadas de pandilleros y del que se sabía que albergaba a inmigrantes ilegales latinos. Era evidente que estaba ocupado a juzgar por todas las plantas de judías y tomates que había en las áreas comunes, donde en otros tiempos debía de haber almácigas de flores o una parcela de tierra. No era muy tarde, pero sólo unas pocas ventanas estaban iluminadas en las tres plantas del edificio. Su dueño, que vivía en el lado oeste de la ciudad, había sido citado por violar el código de incendios.

Gil Ponce atravesó el patio y salió al callejón, y allí encontró el motivo de la llamada: colgaba de lo que parecía ser una cuerda de nailon, de una estaca clavada en un poste de teléfono que se alzaba entre la casa de la llamada y la edificación vecina. Llevaba únicamente calcetines cortos de algodón blanco, nada más. No tenía zapatos, y había heces chorreando por las piernas y los pies. Su cuello estaba estirado unas tres veces más de lo normal, y la tonalidad olivácea normal de su rostro se había vuelto púrpura y negra. El torso, los brazos, el cuello e incluso un lado de la cara estaban pintados con dibujos de muchos colores, la mayoría de los cuales eran tatuajes pandilleros. Había una escalera de mano tumbada en el suelo del callejón, a poco más de un metro del cuerpo colgado.

– ¡Compañero! -gritó Gil.

Cuando el veterano vio el cuerpo colgando, dijo:

– Alguien de ese edificio debe de haber hecho la llamada.

Gil, que nunca antes había visto a un suicida, dijo:

– ¿Qué hacemos?

– Sobre todo, ocuparnos de que la cabeza de este tío no se despegue y ruede por el callejón -contestó Dan Applewhite.

Cuando llegó el forense, habían colocado un reflector. Uno de los de levantamiento de cadáveres dijo que subiría por la escalera a desatar el nudo si su compañero y otro policía podían levantar el cuerpo para soltar un poco la cuerda. Para entonces, varios ocupantes de los apartamentos del edificio vecino habían abierto las ventanas y se asomaban a contemplar el macabro espectáculo.

Mientras Gil observaba boquiabierto y horrorizado las piernas cubiertas de heces del muerto, Dan Applewhite dijo:

– Mi joven socio es grande y mucho más fuerte que yo. Él te ayudará.

– ¡Puedo olerlo desde aquí! -exclamó Gil.

– Lo envolveremos con una sábana cuando lo recojamos -dijo el de levantamiento de cadáveres-. Nunca desatamos los nudos. El forense los quiere intactos. Aguanta la respiración, no hay problema.

– ¡Qué asco! -murmuró Gil Ponce, colocándose los guantes.

Cuando ya habían colocado la escalera en el sitio adecuado, y las luces y voces del callejón habían provocado que varios inmigrantes ilegales más asomaran las cabezas por la ventana, llegó el D2 Charlie Gilford, molesto por haber tenido que despegarse de su televisor sólo porque algún viejo cruiser había decidido hacer una danza aérea. Justo cuando sonó el teléfono, uno de los concursantes de American Idol, una chica gorda que siempre desafinaba, había comenzado a sollozar, y los crueles miembros del jurado lo estaban aprovechando. Dan Applewhite le dijo al detective:

– Sólo es «uno de los muchachos» de arriba de la colina. Lo que quiere decir un tipo de mediana edad que nunca hizo la declaración de la renta.

Charlie observó el torso y los brazos cubiertos de coloridos tatuajes del hombre colgado y luego contempló al joven Gil Ponce, que caminaba resignadamente hacia la escalera como quien va hacia su propio ahorcamiento. Finalmente, el detective chasqueó la lengua y sonrió con aire satisfecho. Dan Applewhite lo notó, y dijo:

– Ya sé lo que estás pensando, Charlie, pero esas personas de allá arriba no pueden oírte. Es obvio, así que ¡no lo digas!

Pero el detective de la guardia era todo menos sutil. Mirando de reojo al pálido y asqueado Gil Ponce, el Compasivo Charlie Gilford gritó:

– ¡Hey, chico, tráeme un puto palo! ¡Esto es lo que yo llamo una piñata!

Capítulo 5

Flotsam y Jetsam recibieron una llamada a primera hora de la tarde, y al día siguiente comprendieron que debía haber sido transferida a la CRO. Una mujer guatemalteca que vivía en Little Armenia se quejaba de que no podía salir de su callejón a primera hora de la mañana porque todos los coches aparcaban en un taller de reparaciones de chapa y pintura cuyo dueño, según pensaba ella, era armenio. Tenía que ir al centro, al taller donde trabajaba en condiciones de esclavitud que quedaba en el distrito de las fábricas clandestinas; entraba a las 7.30, pero el extremo sur del callejón casi siempre estaba bloqueado. En el extremo norte había edificios de apartamentos a ambos lados, repletos de miembros de pandillas latinas, y todo el mundo tenía miedo de pasar por allí con el coche, o incluso caminando.

– Éste es un asunto de calidad de vida -le dijo Flotsam a la madre de cinco hijos, cuyo inglés era tan bueno como el que más.

– No comprendo -dijo ella.

– Tenemos oficiales que se ocupan de este tipo de cosas -dijo Flotsam. Trabajan en la oficina de los cuervos.

– ¿Cuervos? ¿Como el pájaro?

– Bueno, sí, es el mismo nombre -dijo Jetsam-. Verá, ellos advierten a esas personas, y luego les envían una citación, si hacen cosas como bloquear los callejones del vecindario.

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