Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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– Sí, señor -dijo Gonsálvez-. Las manchas que se observan por encima de la aguja son chile verde. Las otras son menudo.

Esta vez Serge se volvió un centímetro y no descubrió expresión especial alguna ni en Jethro ni en Gonsálvez.

– ¿Y tú, Milt? ¿Cuándo te cambiarás el aceite de la corbata?- dijo Jethro acercándose a lo largo de la fila hacia el veterano de cabello canoso que aparecía tan erguido que parecía un hombre alto pero, de pie a su lado, Serge supuso que no mediría más allá de un metro setenta y cinco.

– Inmediatamente después de la inspección, lugarteniente -dijo Milton y Serge miró de soslayo a Jethro que sacudió tristemente la cabeza y se dirigió hacia el final de la fila.

– Guardia nocturna. Un paso adelante… No, tal como estabais -dijo Jethro dirigiéndose hacia la parte frontal de la sala de pasar lista -. Siento tener que inspeccionaros por detrás. Alguno de vosotros tendrá plátanos o revistas de chicas metidas en los bolsillos posteriores. ¡Rompan fila!

"Conque es eso", pensó Serge recogiendo sus avíos y buscando a Galloway al que no había sido presentado. Temía que la división fuera muy rígida y no estaba seguro do poder soportar mucho tiempo una disciplina de tipo militar. Hasta ahora todo había ido bien. Estaba seguro de poder soportar indefinidamente este tipo de disciplina, pensó.

Galloway se acercó y le tendió la mano.

– ¿Durán?

– Sí -dijo Serge estrechando la mano del joven pecoso.

– ¿Cómo te llaman los amigos? -le preguntó Galloway, y Serge sonrió al reconocer la trillada frase inicial que los policías emplean con los sospechosos para averiguar los apodos que, con frecuencia, son más útiles de conocer que los nombres verdaderos.

– Serge. ¿Y tú?

– Pete.

– Muy bien, Pete, ¿qué quieres hacer esta noche? -preguntó Serge esperando que Galloway le permitiera conducir. Ya era la sexta noche que salía y todavía no había conducido.

– Acabas de salir de la última clase, ¿verdad? -le preguntó Galloway.

– Sí -dijo Serge decepcionado.

– ¿Conoces la ciudad?

– No, vivía en Chino antes de empezar a trabajar.

– Creo que será mejor que te hagas cargo de los libros, entonces. Yo conduciré, ¿de acuerdo?

– Tú eres el jefe -dijo Serge alegremente.

– No, somos iguales -dijo Galloway -. Compañeros.

Era agradable poder acomodarse en el coche-radio sin necesidad de dirigir una docena de preguntas estúpidas o de manejar torpemente sus pertrechos. Serge sabía que ya podía desarrollar perfectamente los deberes del oficial pasajero. Serge colocó su linterna y la gorra en el asiento de atrás junto con la porra, que colocó debajo del respaldo para facilitar el acceso a la misma. Le sorprendió ver a Galloway deslizar la porra debajo del respaldo del asiento frontal como una lanza, a su lado.

– Me gusta tener el palo cerca -dijo Galloway -. Me da más seguridad.

– Cuatro-A-Cuarenta y Tres, guardia de noche, cambio – dijo Serge ante el micrófono de mano mientras Galloway ponía en marcha el motor del Plymouth y abandonaba la zona de aparcamiento haciendo marcha atrás hacia la calle Primera y el sol poniente obligaba a Serge a ponerse las gafas de sol para escribir los nombres de ambos en el diario.

– ¿Qué hacías antes de empezar a trabajar aquí? -le preguntó Galloway.

– Cuerpo de Marina, cuatro años -dijo Serge al tiempo que escribía su número de orden en el diario.

– ¿Qué te parece el trabajo de policía hasta ahora? -preguntó Galloway.

– Muy bien -contestó Serge escribiendo cuidadosamente mientras el coche saltaba como consecuencia de un bache de la calle.

– Es un buen trabajo -dijo Galloway -. El mes que viene empiezo el cuarto año. Hasta ahora no puedo quejarme.

El cabello color arena y las pecas le proporcionaban a Galloway el aspecto de un muchacho de escuela secundaria. Con cuatro años en el trabajo, debía tener veinticinco por lo menos.

– ¿Es tu primer sábado por la noche?

– Sí.

– Es bastante distinto los fines de semana. Quizá veamos un poco de acción.

– Así lo espero.

– ¿Has hecho ya algo emocionante?

– Nada -dijo Serge-. He hecho algunos informes de robos. He puesto algunas multas. He agarrado a un par de borrachos y detenido a algunos infractores del código de tráfico. Todavía no he realizado ningún arresto por delito.

– Procuraremos que esta noche consigas un delito.

Galloway le ofreció a Serge un cigarrillo y éste lo aceptó.

– Gracias. Iba a pedirte que te detuvieras para sacar uno – dijo Serge encendiendo el de Galloway con su encendedor Zippo que antes había llevado aplicado un globo y un áncora de latón. Ahora no había más que un desnudo anillo metálico en el lugar del que había arrancado el emblema del Cuerpo de Marina tras haberse burlado de él un gracioso que llevaba un año y medio en el Cuerpo de Marina diciéndole que sólo los novatos llevaban Zippos con enormes emblemas pegados.

Serge sonrió al recordar cuánto deseaban los jóvenes marinos entrar en acción. Cómo restregaban y descolorían sus pantalones nuevos y mojaban sus gorros con agua de mar. No había conseguido superar todo aquello, pensó, al recordar cuán cohibido se había sentido esta noche al mencionarle Perkins las hilachas.

El incesante parloteo de la radio de la policía molestaba todavía a Serge. Sabía que le llevaría algún tiempo acostumbrarse a captar el número de su coche, Cuatro-A-Cuarenta y Tres, entre la confusión de voces que poblaban las frecuencias de la policía. Estaba empezando a reconocer las voces de algunas de las locutoras de Comunicaciones. Una parecía una vieja maestra de escuela solterona, otra una Marilyn Monroe juvenil, una tercera tenía un leve acento sureño.

– Tenemos una llamada-dijo Galloway.

– ¿Cómo?

– Dile que repita -dijo Galloway.

– Cuatro-A-Cuarenta y Tres, repita, por favor -dijo Serge con el lápiz apoyado en el bloc pegado a una plancha de metal.

– Cuatro-A-Cuarenta y Tres -dijo la maestra de escuela-, uno-dos-siete Chicago Sur, vean a la mujer, informe cuatro-cinco-nueve.

– Cuatro-A-Cuarenta y Tres, entendido -dijo Serge. Y a Galloway-: Lo siento. Todavía no puedo distinguir nuestras llamadas entre tanto ruido.

– Lleva un poco de tiempo -dijo Galloway, rodeando el aparcamiento de una estación de servicio y dirigiéndose hacia el Este, hacia la calle Chicago.

– ¿Dónde vives? -preguntó Galloway mientras Serge daba una profunda chupada al cigarrillo para terminarlo antes de llegar.

– Alhambra. Tengo un apartamento.

– Chino debe estar demasiado lejos para ir en coche, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Casado?

– No -dijo Serge.

– ¿Tus padres viven en Chino?

– No, los dos han muerto. Está allí mi hermano mayor. Y tengo una hermana en Pomona.

– Ah -dijo Galloway, mirándole como si fuera un huérfano de guerra.

– Tengo un apartamento muy bonito y todo el edificio está lleno de mujeres -dijo Serge para que su compañero de cara de niño dejara de sentirse cohibido por curiosear.

– ¿De veras? -dijo Galloway sonriendo -. Debe ser bonito ser soltero. Yo me casé a los diecinueve y no tengo idea.

Tras girar al norte y enfilar la calle Chicago, Galloway miró a Serge asombrado, mientras éste estiraba el cuello para descubrir los números de las casas en la acera Este de la calle.

– Uno veintisiete estará al Oeste -dijo Galloway -. Los números pares siempre están al Este y al Sur.

– ¿Por toda la ciudad?

– Por toda -rió Galloway-, ¿Aún no te lo había dicho nadie?

– Aún no. En todas las llamadas siempre miraba a ambos lados de la calle. Menuda estupidez.

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