Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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– Hola -dijo Serge, sorbiendo el café caliente y esperando que aquella observación pasara desapercibida.

– ¿ Güero ? -dijo Galloway -. ¿Eres un chicano, Serge?

– ¿Y qué te habías creído, pendejo ? -dijo Sylvia riéndose con voz ronca y dejando al descubierto un canino con funda de oro-. ¿Con un nombre como Durán?

– Qué curioso -dijo Galloway-. Desde luego pareces un irlandés.

– Es un auténtico güero , nene -dijo Sylvia dirigiéndole a Serge una sonrisa coqueta -. Casi es tan rubio como tú.

– ¿No podríamos hablar de otra cosa? -dijo Serge, molesto más por sí mismo que por aquellos dos sonrientes estúpidos. Se dijo a sí mismo que no se avergonzaba de ser mexicano, pero resultaba mucho menos complicado ser anglosajón. Y había sido anglosajón en el transcurso de los cinco años últimos. Tras morir su madre, sólo había vuelto a Chino algunas veces y una de ellas fue cuando disfrutó de un permiso de catorce días, con su hermano, para enterrarla. Se había aburrido de la monótona ciudad al cabo de cinco días y había regresado a la base, vendiendo el permiso que no había usado al Cuerpo de Marina al ser licenciado.

– Bien, es bueno tener un compañero que hable español – dijo Galloway -. Puedes ser muy útil por aquí.

– ¿Qué te hace suponer que hablo español? -le preguntó Serge, procurando que su voz sonara cordial.

Sylvia miró a Serge con extrañeza, dejó de sonreír y volvió al fregadero, disponiéndose a lavar un pequeño montón de tazas y vasos.

– ¿Eres uno de estos chícanos que no hablan español?

– dijo Galloway echándose a reír -. Tenemos otro así, se llama Montez. Le trasladaron a Hollenbeck y no habla más español que yo.

– No me hace falta. Me arreglo muy bien en inglés -dijo Serge.

– Mejor que yo, supongo -dijo Galloway sonriendo -. Si no sabes deletrear mejor que yo, nos veremos en muchos aprietos cuando tengamos que redactar informes.

Serge se tragó el café y esperó ansiosamente mientras Galloway intentaba conseguir que Sylvia volviera a hablar. Ésta sonrió ante sus chistes pero siguió junto al fregadero y miró a Serge fríamente.

– Adiós, cara de niño -dijo mientras ellos le daban las gracias por el café gratis y se marchaban.

– Es lástima que no hables bien el español -dijo Galloway mientras el sol se iba poniendo tras un brumoso resplandor del Oeste -. Con un individuo de aspecto irlandés como tú, podríamos escuchar montones de valiosa información. Nuestros detenidos jamás sospecharían que tú les habías entendido y podríamos enterarnos de toda clase de cosas.

– ¿Cuántas veces descubres coches robados? -preguntó Serge para cambiar de tema cotejando el número de una matrícula con los que figuraban en la lista.

– ¿Robados? Uno a la semana quizás. Hay muchos coches robados abandonados por Hollenbeck.

– ¿Y corriendo? -preguntó Serge -. ¿Cuántos pillas corriendo?

– ¿Corriendo? Quizás uno al mes, por término medio. Normalmente son jovenzuelos que andan violando el reglamento. ¿No eres más que medio mexicano?

"Maldita sea", pensó Serge, dando una profunda chupada al cigarrillo y comprendiendo que no podía rehuir a Galloway.

– No, soy completamente mexicano. Pero en casa no hablábamos español.

– ¿Tus padres no lo hablaban?

– Mi padre murió cuando yo era pequeño. Mi madre hablaba medio inglés y medio español. Nosotros siempre contestábamos en inglés. Yo dejé mi casa al terminar los estudios secundarios y estuve cuatro años en el Cuerpo de Marina. Salí de allí hace ocho meses. He estado alejado del idioma y lo he olvidado. De todas maneras, jamás lo supe hablar bien.

– Lástima -murmuró Galloway y pareció darse por satisfecho.

Serge se hundió en su asiento contemplando distraído las viejas casas de Boyle Heights y trató de apartar de sí una suave oleada de depresión. Sólo dos de los restantes policías con quienes había trabajado le habían obligado a explicar su nombre español. "Qué curiosa es la gente", pensó. Él nunca le preguntaba nada a la gente, nada, ni siquiera a su hermano Ángel, que había intentado por todos los medios conseguir que se quedara en Chino tras licenciarse del Cuerpo y que trabajara con él en la estación de servicio de su propiedad. Serge le dijo que no tenía intenciones de trabajar muy duro en nada y su hermano tenía que trabajar trece horas al día en su sucia estación de servicio de Chino. Hubiera podido hacerlo. Y casarse quizá con alguna fértil muchacha mexicana y tener nueve hijos y aprender a vivir de tortillas y judías porque eso es lo único que puede uno permitirse cuando hay carestía en el barrio. Bueno, pues aquí estaba trabajando en otro barrio chicano, pensó con una sonrisa torcida. Pero saldría de aquí en cuanto terminara su período de prueba de un año. La División de Hollywood le atraía, o quizá Los Ángeles Oeste. Podría alquilar un apartamento junto al mar. El alquiler sería elevado pero a lo mejor podría compartir el precio con uno o dos policías. Había escuchado hablar de las aspirantes a actrices que languidecían por las calles de la zona Oeste.

– ¿Has trabajado alguna vez en la zona Oeste? -le preguntó de repente a Galloway.

– No, sólo he trabajado en la calle Newton y aquí en Hollenbeck -contestó Galloway.

– Me han dicho que hay muchas chicas en Hollywood y L.A. Oeste -dijo Serge.

– Creo que sí -dijo Galloway y su mirada socarrona resultó ridicula en su cara pecosa.

– Se cuentan muchas historias de faldas de los policías. No sé si serán verdad.

– La mayoría lo son -dijo Galloway-. Me parece que a los policías les salen bien las cosas porque las chicas confían en uno. Quiero decir que una chica no se asusta de encontrarse con un individuo a la salida del trabajo al verle sentado en un coche blanco y negro de la policía, vestido con su imponente uniforme azul. Sabe que no serás ni un raptor ni un chiflado o algo así. Por lo menos, puede estar segura. Y esto ya es mucho en esta ciudad. Y también puede estar segura de que eres un sujeto honrado. Y, además, a algunas chicas les atrae este trabajo. Es más que un uniforme, es la misma autoridad. Hay como media docena de cazadoras de policías en todas las divisiones. Ya conocerás a alguna. Todos los policías las conocen. Hacen lo imposible por acostarse con lodos los hombres de la comisaría. Algunas son francamente guapas. ¿Todavía no has conocido a Lupe?

– ¿Quién es? -preguntó Serge.

– Es una de las cazadoras de policías de Hollenbeck. Conduce un Lincoln descapotable. No tardarás mucho en tropezarte con ella. Me han dicho que se pasa bien con ella.

Galloway volvió a mirarle de nuevo socarronamente con su cara pecosa y Serge no tuvo más remedio que echarse a reír en voz alta.

– Estoy deseando conocerla -dijo Serge.

– Probablemente hay mucho plan en Hollywood. Yo jamás he trabajado en estos sectores de lujo, de medias de seda, y no puedo saberlo. Pero casi estaría dispuesto a apostar que hay más aquí en el sector Este que en ningún otro.

– ¿Te importa que recorramos un poco la zona? -preguntó Serge.

– No, ¿dónde quieres ir?

– Demos una vuelta por las calles, por Boyle Heights.

– Un paseo de cincuenta centavos por Hollenbeck -dijo Galloway.

Serge dejó de buscar a los infractores del código de circulación y no se molestó ni una sola vez en controlar la lista de coches robados en busca del que tanto hubiera anhelado descubrir. Fumaba y se dedicó a mirar a la gente y a las casas. Todas las casas eran viejas y la mayoría de las personas eran mejicanas. La mayoría de las calles eran demasiado estrechas y Serge supuso que debían haber sido proyectadas hacía mucho tiempo, cuando nadie podía soñar que Los Ángeles fuera a convertirse en una ciudad sobre ruedas. Y cuando se dieron cuenta, la zona Este ya era demasiado vieja y demasiado pobre y las calles siguieron siendo estrechas y las casas se fueron haciendo cada vez más viejas. Serge notó que se le tensaba el estómago y sintió un inexplicable calor en la cara al ver las tiendas de segunda mano. "Ropa usada", decía el rótulo. Y la panadería llena de dulce pan, pastelillos y pasteles, generalmente demasiado aceitosos para su gusto. Y muchos restaurantes con ventanas pintadas anunciando que el menudo se servía los sábados y domingos, y Serge se preguntó cómo podría alguien comer callos y maíz machacado y caldo rojo claro. Se preguntaba sobre todo cómo había sido él capaz de comer aquello de niño pero supuso que debió ser porque tenía hambre. Pensó en su hermano Angel y en su hermana Aurora y en cómo exprimirían medio limón sobre el menudo, esparcerían orégano y echarían tortillas de maíz al caldo con mayor rapidez aún que su madre. Su padre era un tuberculoso al que apenas recordaba, un sonriente hombre de huesudas muñecas, tendido constantemente en la cama, tosiendo y oliendo mal como consecuencia de la enfermedad. Sólo produjo tres hijos y apenas nada más y Serge no podía pensar en este momento en ninguna familia de su calle con tres hijos nada más, exceptuando a los Kulaski que eran anglosajones, por lo menos eran anglosajones para los chícanos, y ahora pensó en lo ridículo que había sido llamar anglosajones a aquellos polacos. También se preguntó si sería cierto que la gran cantidad de maíz que consumían diariamente los mexicanos comiendo tortillas tres veces al día hacían los dientes bonitos. Los mexicanos así lo creían y debía ser verdad porque la mayoría de sus amigos de la infancia tenían dientes de caimán. Serge había acudido por primera vez al dentista estando en el Cuerpo de Marina donde le habían empastado dos muelas.

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